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Metieron a Werner en un vehículo blindado, y los policías suizos lo siguieron en caravana. Yo fui en otro coche con dos investigadores de la Interpol. Una hora después de la captura, llegamos a una comisaría y comenzó el interrogatorio del detenido.
Yo miraba ansiosamente desde un cuarto de observación cuya ventana-espejo mostraba la sala de interrogatorios.
Mientras Werner aguardaba la llegada de su abogado, su cara estaba perlada de sudor. Supe que habían subido la calefacción, que las patas delanteras de la silla de Werner eran más cortas que las traseras, y que el comisario Voelker, que lo interrogaba, no obtenía mucha información.
Un joven agente sentado detrás de mi silla me traducía.
—Herr Werner dice que no conoce a Henri Benoit, que no ha matado a nadie. Que él mira pero no hace nada.
Voelker salió un momento de la sala y regresó con un CD. Le habló a Werner y el intérprete me dijo que habían hallado ese disco dentro de un reproductor de DVD, junto con otros CD, en la biblioteca de Werner. El rostro de éste se demudó cuando Voelker insertó el disco en un reproductor.
¿Qué vídeo era ése? ¿El asesinato de Gina Prazzi? ¿Otra muerte perpetrada por Henri?
Moví la silla para ver el monitor y contuve la respiración.
En la pantalla había un hombre con la cabeza gacha. Podía verle desde la coronilla hasta la mitad de la camiseta. Cuando irguió la cara hinchada y ensangrentada, miró hacia otro lado, impidiendo que lo viera. Por ese breve atisbo, parecía rondar los treinta y carecer de rasgos distintivos. Era obvio que se estaba realizando un interrogatorio. Sentí una tensión extrema mientras observaba.
«Henri, di las palabras», dijo una voz en off.
Mi corazón dio un brinco. ¿Era él? ¿Habían capturado a Henri?
«Yo no soy Henri —respondió el cautivo—. Mi nombre es Antoine Pascal. Se han equivocado de hombre».
«No es difícil pronunciarlas —repuso la voz—. Sólo di las palabras y quizá te soltemos».
«Insisto, no me llamo Henri. Mi identificación está en mi bolsillo. Mire en mi cartera».
El interrogador apareció ante la cámara. Aparentaba más de veinte años, de cabello oscuro, y en el cuello tenía tatuada una telaraña que ascendía hasta la mejilla izquierda. Ajustó el objetivo para obtener una toma amplia de un cuartucho desnudo y sin ventanas, un sótano alumbrado por una bombilla. El cautivo estaba amarrado a una silla.
«De acuerdo, Antoine —le dijo el hombre del tatuaje—. Hemos visto tu identificación y admiramos tu capacidad para transformarte en otra persona. Pero me estoy cansando del juego. Pronuncia las puñeteras palabras de una vez. Contaré hasta tres».
El hombre del tatuaje empuñaba un largo cuchillo dentado con el que le golpeó el muslo mientras contaba.
«El tiempo se acaba —dijo—. Creo que esto es lo que siempre quisiste, Henri. Conocer ese momento entre la vida y la muerte. ¿Correcto?».
La voz del cautivo me resultaba familiar, y también la expresión de sus ojos claros y grises. Era Henri. De pronto lo supe.
Me embargó el horror cuando comprendí lo que sucedería. Quise gritarle a Henri, expresar una emoción que yo mismo no entendía. Había estado dispuesto a matarlo, pero no soportaba aquello. No podía limitarme a mirar.
Henri soltó un escupitajo contra el objetivo y el hombre del tatuaje le aferró un mechón de pelo castaño. Tiró del cuello hasta tensarlo.
«¡Pronuncia las palabras!», aulló.
Y a continuación le asestó tres vigorosos cuchillazos en la nuca, separando de los hombros la cabeza de Henri.
Borbotones de sangre salpicaron a Henri, a su verdugo, la lente de la cámara.
«Henri. ¿Me oyes, Henri?», preguntó el verdugo, y acercó la cabeza cortada a la cámara.
Me aparté del cristal, pero no pude dejar de mirar el vídeo. Me parecía que Henri me clavaba los ojos a través del monitor. Aún los tenía abiertos. Y de repente parpadeó. De veras. Parpadeó.
El verdugo se inclinó ante la cámara; su barbilla goteaba sangre y sudor.
«¿Todos satisfechos?», dijo sonriendo con satisfacción.