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En el Edomae le sirvieron más té y Henri regresó al presente; le dio las gracias a la camarera mecánicamente. Sorbió el té, pero no podía desprenderse del recuerdo.
Pensó en el tribunal de encapuchados, el cuerpo decapitado de un hombre que había sido su amigo, el suelo pegajoso de sangre. En ese momento sus sentidos estaban tan agudizados que oía el zumbido de la electricidad en las lámparas.
Había clavado los ojos en los restantes hombres de su unidad mientras los separaban del montón: Raymond Drake, ex marine de Alabama, que gritaba pidiendo ayuda a Dios; el otro chico, Lonnie Bell, ex SEAL de Luisiana, que estaba en estado de shock y nunca decía una palabra, ni siquiera gritaba.
Ambos hombres fueron decapitados en medio de gritos exultantes, y luego arrastraron a Henri del pelo hasta el ensangrentado centro de la habitación. Una voz salió de la oscuridad más allá de las luces.
—Di tu nombre a la cámara. Di de dónde eres.
—Estaré armado y aguardando en el infierno —respondió en árabe—. Saluda a Saddam con mi mayor desprecio.
Se rieron y se burlaron de su acento. Sintió tufo a excremento cuando le vendaron los ojos. Esperaba que lo empujaran al suelo, pero en cambio le arrojaron una manta tosca sobre la cabeza.
Debía de haberse desmayado porque cuando despertó estaba amarrado con sogas y arqueado en la parte trasera de un vehículo donde viajó durante horas. Luego lo arrojaron en la frontera siria.
Tenía miedo de creerlo, pero era cierto.
Estaba vivo. ¡Vivo!
—Cuenta a los americanos lo que hemos hecho, infiel. Y lo que haremos. Al menos tú tratas de hablar nuestro idioma.
Una bota le pateó la espalda y el vehículo se alejó.
Regresó a Estados Unidos a través de una cadena clandestina de organizaciones amigas entre Siria y Beirut, donde obtuvo nueva documentación, y en un avión de carga de Beirut a Vancouver. Hizo autoestop hasta Seattle, robó un coche y logró llegar a un pueblo minero de Wisconsin. Pero Henri no se comunicó con su controlador de Brewster-North.
No quería volver a ver a Carl Obst, nunca.
Pero Brewster-North había hecho cosas magníficas por Henri. Habían borrado su pasado al contratarlo, eliminado su verdadero nombre, sus huellas digitales, todo su historial de los registros. Y ahora lo daban por muerto.
Contaba con eso.
Frente a él, ahora, en un exclusivo restaurante japonés de Tailandia, la adorable Mai-Britt había notado que la mente de Henri se había alejado.
—¿Te encuentras bien, Paul? —preguntó—. ¿Te molesta que ese hombre me esté mirando?
Siguieron a Carl Obst con los ojos mientras él salía del restaurante con su travestí. Obst no miró atrás.
—No, no me molesta —dijo Henri con una sonrisa—. Todo está bien.
—Perfecto, porque me preguntaba si podríamos continuar la velada más íntimamente.
—Oye, lo lamento. Ojalá pudiera —le dijo Henri a aquella muchacha que tenía el cuello más elegante desde la segunda esposa de Enrique VIII—. Ojalá dispusiera de tiempo —añadió, asiéndole la mano—. Pero tengo un vuelo de madrugada.
—Al cuerno con los negocios —bromeó Mai-Britt—. Esta noche estás de vacaciones.
Él se inclinó sobre la mesa y le besó la mejilla.
Se imaginó acariciando ese cuerpo desnudo, pero se contuvo. Ya estaba pensando en el asunto que lo aguardaba en Los Ángeles, y se reía para sus adentros al pensar en la sorpresa que se llevaría Ben Hawkins.