60

Las merecidas vacaciones de Henri continuaron en Bangkok, una de sus ciudades favoritas.

Conoció a la chica sueca en el mercado nocturno, donde ella procuraba convertir los bahts a euros para comprar un pequeño elefante de madera. El sabía bastante sueco, así que le habló en ese idioma, hasta que dijo riendo:

—He agotado todo mi sueco.

—Probemos el inglés —repuso ella, en un inglés perfecto de acento británico. Se presentó como Mai-Britt Olsen, y le dijo que estaba de vacaciones con sus compañeras de estudios de la Universidad de Estocolmo.

Era una muchacha despampanante, de diecinueve o veinte años, un metro ochenta de estatura. Llevaba el pelo claro recortado sobre los hombros, llamando la atención sobre su adorable garganta.

—Tienes unos bonitos ojos azules —dijo él.

—Oh —dijo ella, y agitó las pestañas cómicamente. Henri rio. Ella le enseñó el pequeño elefante y dijo—: También estoy buscando un mono.

Cogió el brazo de Henri y caminaron por los pasillos entre tenderetes de luces coloridas que vendían frutas, baratijas y golosinas.

—Mis amigas y yo fuimos al polo de elefantes hoy —le dijo Mai-Britt—, y mañana estamos invitadas al palacio. Somos jugadoras de voleibol. Las Olimpíadas de 2008.

—¿De veras? Magnífico. Me han dicho que el palacio es estupendo. En cuanto a mí, mañana por la mañana estaré amarrado a un proyectil que apuntará a California.

Mai-Britt rio.

—Déjame adivinar. Vuelas a Los Ángeles por negocios.

Henri sonrió.

—Bingo. Pero eso es mañana, Mai-Britt. ¿Has comido?

—Sólo un bocadillo en el mercado.

—Cerca de aquí hay un lugar que pocos conocen. Muy exclusivo y un poco atrevido. ¿Te apetece una arriesgada aventura?

—¿Me estás invitando a cenar? —preguntó la chica.

—¿Estás aceptando?

La calle estaba bordeada por restaurantes al aire libre, pabellones con tejado que se asomaban al golfo de Tailandia. Dejaron atrás los bulliciosos bares y locales nocturnos de la calle Selekam para llegar a un portal casi escondido que llevaba a un restaurante japonés, el Edomae.

El maître los acompañó al interior reluciente, bordeado de vidrio verde, dividido por estrechos acuarios que iban del suelo al techo y en los que había peces que parecían gemas.

De pronto Mai-Britt cogió el brazo de Henri y lo hizo detenerse para mirar con atención.

—¿Qué están haciendo?

Señaló con la barbilla a la muchacha desnuda que estaba tendida grácilmente en el bar de sushi, y al cliente que bebía del recipiente formado por la hendidura de sus muslos cerrados.

—Se llama Wakesame —explicó Henri—. Significa «algas flotantes».

—Oh. Esto es nuevo para mí. ¿Has hecho eso, Paul?

Henri le guiñó el ojo y acercó una silla para su compañera, que no sólo era hermosa sino que tenía un temperamento osado y estaba dispuesta a probar el sashimi de carne de caballo y el edomae, el pescado crudo marinado que daba nombre al restaurante.

Henri casi se había enamorado de ella cuando notó que un hombre lo miraba fijamente desde otra mesa. Quedó pasmado, como si alguien le hubiera echado hielo en la espalda. Carl Obst. Un hombre que Henri había conocido muchos años atrás, y ahora estaba sentado con un travestí elegante, un prostituto de lujo.

Henri se dijo que su aspecto había cambiado mucho y que Obst no lo reconocería. Pero sería muy inconveniente que lo reconociera. Obst volvió a fijarse en su travestí y Henri desvió la mirada, aliviado, pero su ánimo se había enfriado.

La encantadora joven y el exótico y hermoso ambiente se esfumaron mientras él evocaba una época en que estaba muerto y sin embargo respiraba de algún modo.

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