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Se apoyó la mano en el mentón.
—¿Qué pasó con usted y la policía de Portland? Y por favor, no me repita lo que dice la biografía de la solapa del libro. Eso siempre está maquillado, ¿verdad?
Con su énfasis y determinación, Barbara me daba a entender que no tenía motivos para responder mis preguntas si yo no respondía las suyas. Yo estaba dispuesto a satisfacer su curiosidad, pues quería que los McDaniels confiaran en mí.
Ese interrogatorio directo me hizo sonreír, pero no había nada divertido en la historia que ella me pedía que contara. Una vez que remití mi memoria a esa época y lugar, los recuerdos afloraron sin interrupción, y ninguno de ellos era glorioso ni agradable.
Mientras las vividas imágenes se proyectaban en la pantalla de mi mente, les hablé de un terrible accidente de coche ocurrido muchos años atrás; mi compañero Dennis Carbone y yo estábamos cerca y habíamos respondido a la llamada.
—Cuando llegamos al lugar, quedaba una media hora de luz diurna. Estaba oscuro con una llovizna persistente, pero había luz suficiente para ver que un vehículo se había salido de la carretera. Había derribado algunos árboles como una bola de bolera de dos toneladas, estrellándose fuera de control en el bosque. Pedí ayuda por radio. Luego me quedé allí para interrogar al testigo que conducía el otro coche, mientras mi compañero iba hasta el vehículo siniestrado para ver si había supervivientes.
Les conté a los McDaniels que el testigo conducía el coche que venía en dirección contraria, que el otro vehículo, una camioneta Toyota negra, había invadido su carril y se le echó encima a toda velocidad. Dijo que él había dado un volantazo, y también el Toyota. La camioneta se había salido de la carretera a gran velocidad y el testigo había logrado frenar su coche, dejando un rastro de goma quemada de cien metros en el asfalto.
—Acudieron vehículos de rescate —dije—. El personal auxiliar sacó el cuerpo de la camioneta. El conductor había muerto al chocar contra un abeto y no llevaba pasajeros. Mientras se llevaban el cadáver, busqué a mi compañero. Estaba a pocos metros de la carretera, y me miraba furtivamente. Eso me extrañó un poco.
Se oyó un súbito estallido de risas femeninas cuando una novia, rodeada por sus damas de honor, atravesó el bar rumbo a la sala. Era una rubia bonita y veinteañera. El día más feliz de su vida, como dicen.
Barbara miró el séquito un momento y luego volvió a centrarse en mi relato. Cualquiera que tuviera ojos podía ver cuáles eran sus sentimientos. Y sus esperanzas.
—Continúe, Ben —dijo—. Nos hablaba de su compañero.
Asentí. Dije que me había apartado de mi compañero porque alguien me llamó, y cuando volví a mirar Dennis estaba cerrando el maletero de nuestro coche.
—No le pregunté lo que hacía, porque ya estaba pensando en el trabajo que nos esperaba. Debíamos redactar informes, acabar ciertas tareas. Ante todo, teníamos que identificar a la víctima. Yo estaba cumpliendo con mi deber, Barbara. Creo que es bastante común negar las cosas que no queremos ver. Tendría que haberme enfrentado a mi compañero allí y entonces. Pero no lo hice. Y ese fugaz momento de vacilación acabó por cambiarme la vida.