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Amanda salió de la sala y regresó con el ordenador portátil bajo el brazo, sosteniendo dos copas y una botella de pinot. Encendió la máquina mientras yo servía, y cuando el ordenador empezó a zumbar, inserté la memoria de Henri en el puerto USB.
Empezó a proyectarse un vídeo.
Durante un minuto y medio, Amanda y yo quedamos sobrecogidos por las escenas más horripilantes y obscenas que habíamos visto. Ella me aferró el brazo con tal fuerza que me dejó magulladuras. Cuando terminó, se desplomó en la silla, lagrimeando.
—Dios mío, Amanda, qué imbécil soy. Lo lamento. Debí mirarlo primero.
—No podías saberlo. Y yo no lo habría creído si no lo hubiera visto.
—Lo mismo digo.
Me guardé la memoria en el bolsillo y fui al baño a refrescarme la cara y la cabeza con agua fría. Cuando alcé la vista, Amanda estaba en la puerta.
—Quítate todo —me dijo.
Me ayudó con la camisa ensangrentada, se desvistió y abrió la ducha. Me metí en el plato y ella me siguió; me abrazó mientras el agua caliente llovía sobre ambos.
—Ve a Nueva York y habla con Zagami —dijo—. Haz lo que dice Henri. Zagami no puede rechazar esto.
—Lo dices con mucha convicción.
—Así es. Hay que mantener entretenido a Henri mientras pensamos qué hacer.
—No pienso dejarte sola aquí.
—Sé cuidarme. Ya sé que suena a tópico, pero sé cuidarme, de veras.
Salió de la ducha y desapareció tanto tiempo que cerré el agua, me envolví en una toalla y fui a buscarla.
La encontré en el dormitorio, de puntillas, estirando el brazo hacia el anaquel más alto del armario. Bajó una escopeta y me la mostró.
La miré estúpidamente.
—Sí, sé usarla —me dijo.
—¿Y piensas llevarla en la cartera?
Cogí el arma y la guardé bajo la cama. Luego descolgué el teléfono, pero no llamé a la policía, pues sabía que no podía protegernos. No tenía huellas dactilares y mi descripción de Henri no serviría de nada. Uno ochenta, pelo castaño, ojos castaños: podía ser cualquiera.
La policía vigilaría mi casa y la de Amanda durante una semana y luego estaríamos de nuevo por nuestra cuenta, vulnerables a la bala de un francotirador o a cualquier cosa que Henri optara por hacernos.
Me lo imaginé agazapado detrás de un coche, o de pie a mis espaldas en Starbucks, o vigilando el apartamento de Amanda con una mira telescópica.
Amanda tenía razón. Necesitábamos tiempo para trazar un plan. Si yo colaboraba con Henri, si él se sentía cómodo conmigo, quizá cometiera un desliz, quizá me diera pruebas condenatorias, algo que la policía o el FBI pudieran usar para encerrarlo.
Dejé un mensaje en el contestador de Leonard Zagami, diciendo que era urgente que nos reuniéramos. Luego reservé billetes para Amanda y para mí, ida y vuelta Los Ángeles-Nueva York.