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El guapo caballero rubio cruzó un pasillo rojo con cortinas de seda que terminaba en un vestíbulo recorrido por una suave brisa. Un mostrador de piedra se erguía en un extremo de la estancia y un joven recepcionista recibió al huésped con una sonrisa tímida.
—Su suite ya está preparada, señor Meile. Una vez más, bienvenido al Pradha Han.
—Encantado de estar aquí —dijo Henri. Se apoyó las gafas en la coronilla mientras firmaba el talón de la tarjeta de crédito—. ¿Has mantenido tibias las aguas del golfo, Raphee?
—Desde luego. No defraudaríamos a un apreciado huésped como usted.
Henri abrió la puerta de la suite de lujo, se desvistió en el suntuoso dormitorio y arrojó la ropa a la enorme cama cubierta por el mosquitero. Se puso una bata de seda y probó bombones y mango seco mientras miraba BBC World, disfrutando de las noticias sobre «la racha de asesinatos en Hawai que sigue desconcertando a la policía».
Estaba pensando que eso haría felices a los Mirones cuando la campanilla de la puerta anunció la llegada de sus amigos especiales.
Aroon y Sakda, adolescentes menudos de pelo corto y piel dorada, se inclinaron para saludar al hombre que conocían como Paule Meile, y luego, riendo, lo rodearon con los brazos mientras él los llamaba por su nombre.
Instalaron la mesa de masajes en el balcón privado que daba a la playa. Mientras los chicos alisaban las sábanas y sacaban aceites y lociones, Henri instaló la cámara de vídeo y encuadró la escena.
Aroon lo ayudó a quitarse la bata y Sadka dispuso las sábanas sobre la parte inferior del cuerpo, y luego los chicos iniciaron la especialidad del spa Pradha Han, el masaje de cuatro manos.
Henri suspiró mientras los chicos trabajaban a la vez, sobándole los músculos, frotándolo con la crema hmong, disolviendo las tensiones de la semana anterior. En la selva graznaban cálaos y el aire olía a jazmín. Era una experiencia sensorial deliciosa, y por eso iba a Hua Hin al menos una vez al año.
Los chicos le hicieron dar la vuelta y le tiraron de los brazos y manos al mismo tiempo, luego hicieron otro tanto con las piernas y los pies, le acariciaron la frente, hasta que Henri abrió los ojos.
—Aroon —dijo en tailandés—, ¿me traerías el billetero? Está en la cómoda.
Cuando Aroon regresó, Henri sacó un fajo de billetes, mucho más que los pocos centenares de bahts que costaba el masaje. Agitó el dinero frente a los chicos.
—Yak ja yoo len game tor mai? —preguntó—. ¿Os gustaría quedaros para jugar un poco?
Los chicos rieron entre dientes y ayudaron al rico caballero a incorporarse en la mesa de masajes.
—¿A qué quieres jugar, papá? —preguntó Sakda.
Henri se lo explicó y ellos asintieron y batieron las palmas, al parecer muy contentos de proporcionarle satisfacción. Les besó las palmas, uno por vez.
Amaba a esos dulces chicos.
Era un auténtico deleite estar con ellos.