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Cogí un vuelo directo a París, clase turista, ventanilla. En cuanto recliné el asiento, mis ojos se cerraron. Me perdí la película, las comidas precocinadas y el champán barato, pero obtuve nueve horas de sueño. Desperté sólo cuando el avión iniciaba el descenso.
Mi equipaje bajó por la cinta transportadora como si me hubiera echado de menos, y a los veinte minutos del aterrizaje estaba sentado en el asiento trasero de un taxi.
Le hablé al chófer en mi francés rudimentario, le dije que me llevara al hotel Singe Vert, el «mono verde». Me había alojado allí antes y sabía que era un establecimiento limpio de dos estrellas y media, conocido por los periodistas que trabajaban en la Ciudad de la Luz.
Atravesé la puerta del vestíbulo, dejé atrás la entrada del bar Jacques' Americaine a la derecha, entré en el vestíbulo oscuro con sus gastados divanes verdes, pilas de periódicos en todos los idiomas y una gran acuarela desvaída de monos verdes africanos detrás de la recepción.
«Georges», ponía en la identificación del encargado. Era un sujeto fofo y cincuentón, y estaba irritado porque había tenido que interrumpir una conversación telefónica para atenderme. Una vez que Georges pasó mi tarjeta de crédito y guardó mi pasaporte en la caja de seguridad, subí la escalera y encontré mi habitación en el tercer piso, al final de una alfombra raída en el fondo del hotel.
El empapelado tenía rosas y la habitación estaba abarrotada de muebles centenarios. Pero la ropa de cama estaba fresca y había televisión y conexión a Internet. Suficiente para mí.
Apoyé la maleta en el cubrecama y encontré una guía telefónica. Hacía una hora que estaba en París, y me era crucial conseguir un arma.