8

Un hombre miraba el agua oscura y las nubes rosadas desde un murallón de lava mientras el alba se cernía sobre la costa oriental de Maui.

Se llamaba Henri Benoit, que no era su nombre auténtico, sino el alias que usaba en ese momento. Frisaba los cuarenta, tenía pelo rubio más o menos largo y ojos grises y claros, y medía más de un metro ochenta. Ahora estaba descalzo, con los dedos de los pies hundidos en la arena.

Su holgada camisa de lino blanco colgaba sobre sus pantalones grises de algodón, y miraba las aves marinas que graznaban mientras rozaban las olas.

Henri pensaba que esos graznidos podrían haber sido los acordes iniciales de otro día impecable en el paraíso. Pero el día se había malogrado aun antes de empezar.

Henri dio la espalda al mar, se guardó el PDA en un bolsillo del pantalón y, mientras el viento le hinchaba la espalda de la camisa como una vela, subió el parque en declive que conducía a su bungaló particular.

Abrió la puerta con cancela, cruzó el lanai y el entarimado claro hasta la cocina, se sirvió una taza de café kona. Regresó al lanai, se repantigó en la tumbona junto a la tina caliente y se puso a cavilar.

Ese lugar, el Hana Beach Hotel, estaba en el tope de su lista de favoritos: exclusivo, confortable, sin televisión, ni siquiera teléfono. Rodeado por cientos de hectáreas de bosques, encaramado sobre la costa de la isla, aquel plácido grupo de edificios constituía un refugio perfecto para los muy ricos.

Allí un hombre podía relajarse perfectamente, ser la persona que era, realizar su esencia como ser humano.

La llamada telefónica desde Europa oriental había estropeado su relajación. La conversación había sido breve, prácticamente un monólogo. Horst le había dado las noticias buenas y las malas en un tono de voz que semejaba una navaja cortando un órgano vital.

Horst le había dicho a Henri que su trabajo había tenido una buena acogida, pero que había problemas.

¿Había escogido la víctima adecuada? ¿Por qué la muerte de Kim McDaniels era como el sonido del aplauso de una sola mano? ¿Dónde estaba la prensa? ¿Habían recibido todo aquello por lo que habían pagado?

—Entregué una realización brillante —rugió Henri—. ¿Cómo puedes negarlo?

—Cuida tus modales, Henri. Aquí somos todos amigos, ¿sí?

Sí. Amigos en un proyecto estrictamente comercial en el que un grupo de camaradas controlaba la pasta. Y ahora Horst le decía que sus compinches no estaban conformes. Querían más. Más enredos en la trama. Más acción. Más aplausos al final de la película.

—Usa tu imaginación, Henri. Sorpréndenos.

Le pagarían más, desde luego, por servicios adicionales. Al cabo de un rato, la perspectiva de ganar más dinero atemperó el mal humor de Henri sin modificar básicamente su desprecio por el Mirón.

«Conque quieren más, ¿eh? Vale».

Cuando terminó su segunda taza de café, había elaborado un nuevo plan. Sacó un teléfono inalámbrico del bolsillo y empezó a hacer llamadas.

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