46
Henri salía de la ducha cuando llamaron a la puerta. ¿Alguien había oído los gritos de Julia?
—Servicio de limpieza —dijo una voz.
—¡Váyase! —espetó—. ¿No sabe leer? En el letrero pone «No molestar».
Se ajustó el cinturón de la bata, caminó hacia las puertas de vidrio del otro extremo de la habitación, las abrió y salió al balcón.
La belleza del terreno se extendía ante él como el Jardín del Edén. Gorjeaban aves en los árboles, crecían piñas en los canteros. Corrían niños alrededor de la piscina mientras el personal del hotel instalaba tumbonas. Más allá de la piscina, el mar estaba azul brillante y el sol alumbraba otro perfecto día hawaiano.
No había sirenas ni policías a la vista. Todo despejado.
Henri cogió el móvil y llamó al helicóptero. Luego fue hasta la cama y cubrió el cuerpo de Julia con las mantas. Después limpió la habitación meticulosamente y encendió la televisión mientras se vestía de Charlie Rollins. La cara de Rosa Castro le sonrió desde la pantalla, una dulce niña, y luego siguió una nota sobre Kim McDaniels. Ninguna noticia, pero la búsqueda continuaba.
¿Dónde estaba Kim? ¿Dónde podía estar?
Henri metió sus cosas en la bolsa de viaje y luego repasó de nuevo la habitación por si había pasado por alto algún detalle. Una vez conforme, se puso las gafas panorámicas de Charlie y la gorra, se echó la bolsa al hombro y salió.
Camino del ascensor pasó frente al carro de la mujer de la limpieza, una mujer robusta y morena que pasaba la aspiradora.
—Estoy en la 412.
—¿Ahora puedo limpiar? —preguntó ella.
—No, aún no. Por la tarde, por favor. Le he dejado algo en la habitación —añadió.
—Gracias —respondió ella.
Henri le guiñó el ojo, bajó por la escalera hasta aquel vestíbulo maravilloso que parecía un joyero, con aves que entraban volando por un lado y salían por el otro.
Pagó su cuenta en recepción y pidió que lo llevaran al helipuerto. Elaboró sus planes mientras el coche eléctrico atravesaba el campo de golf. El viento arrastraba nubes hacia el mar.
Le dio una propina al conductor y corrió hacia el helicóptero sujetándose la gorra.
Al ajustarse el cinturón, intercambió saludos breves con el piloto. Se puso el auricular y mientras el helicóptero despegaba tomó fotos de la isla con su Sony, lo que haría cualquier turista. Pero todo era para disimular. La magnificencia de Lanai no conmovía a Henri.
Cuando el helicóptero descendió en Maui, hizo una llamada importante.
—¿Señor McDaniels? Usted no me conoce. Me llamo Peter Fisher —dijo con leve acento australiano—. Debo decirle algo sobre Kim: tengo su reloj de pulsera, un Rolex.