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Henri no se basaba sólo en el disfraz: las botas de vaquero, las cámaras y las gafas panorámicas. El atrezo era importante, pero el arte del disfraz consistía en los gestos y la voz, además del factor X. El elemento que distinguía a Henri Benoit como camaleón de primera era su talento para transformarse en el hombre que fingía ser.
A las seis y media de esa tarde, Henri entró en el tosco comedor del albergue Kamehameha. Vestía tejanos, un suéter ligero de cachemir azul con las mangas recogidas, mocasines italianos sin calcetines, reloj de oro y sortija de matrimonio. Su cabello entrecano estaba peinado hacia atrás y sus gafas sin montura enmarcaban el semblante de un hombre refinado y rico.
Echó un vistazo a la rústica sala, las filas de mesas y sillas plegadas y la larga mesa de comidas. Se sumó a la fila y recibió la bazofia que le ofrecieron antes de dirigirse al rincón donde Barbara y Levon aguardaban frente a unos platos que no habían tocado.
—¿Puedo sentarme con ustedes? —preguntó.
—Estamos por marcharnos —dijo Levon—, pero si usted tiene la valentía de comer eso, siéntese, por favor.
—¿Qué demonios cree que es esto? —Preguntó Henri, acercando una silla a Levon—. ¿Animal, vegetal o mineral?
—Me dijeron que era guisado de carne —rio Levon—, pero no confíe en mi palabra.
Henri extendió la mano.
—Andrew Hogan —se presentó—. De San Francisco.
Levon le estrechó la mano y le correspondió.
—Aquí somos los únicos que tenemos más de cuarenta —dijo—. ¿Usted sabía cómo era este antro cuando reservó habitación?
—En realidad no me alojo aquí. Estoy buscando a mi hija. Laurie acaba de terminar sus estudios en Berkeley —dijo con modestia—. Le dije a mi esposa que Laurie lo estaría pasando bomba, acampando con un grupo de jóvenes, pero hace varios días que no llama a casa. Una semana, para ser preciso. Así que mi mujer está muy nerviosa, a causa de esa pobre modelo que desapareció en Maui.
Henri revolvió el guisado con el tenedor.
—Es nuestra hija, Kim —dijo Barbara, y Henri alzó la vista—. La modelo desaparecida.
—Caramba, lo lamento. Lo lamento muchísimo. No sé qué decir… ¿Cómo lo llevan?
—Es horrendo —respondió Barbara, sacudiendo la cabeza, la mirada gacha—. Rezamos y tratamos de dormir. Procuramos conservar la lucidez.
—Nos aferramos a cada hilo de esperanza —dijo Levon—. Estamos aquí porque recibimos una llamada de alguien llamado Peter Fisher. Dijo que estuvo con Kim la noche que desapareció, que ella dejó su reloj y que si nos reuníamos con él nos daría el reloj y nos hablaría de Kim. Sabía que mi hija usaba un Rolex. Usted se llama Andrew, ¿no?
Henri asintió.
—La policía nos dijo que la llamada debía de ser falsa, que hay chiflados que juegan con el dolor ajeno. Lo cierto es que aquí hemos hablado con todos y nadie conoce a Peter Fisher. No se ha registrado en el maravilloso Kamehameha Hilton.
—No les conviene quedarse aquí, además —dijo el hombre de azul—. Escuche, he alquilado una casa a diez minutos de aquí, tres habitaciones y dos baños, y está limpia. ¿No quieren alojarse allí esta noche? Me harán compañía.
—Muy amable de su parte, señor Hogan —dijo Barbara—, pero no queremos molestar.
—Llámeme Andrew. Y me harían un favor. ¿Les gusta la comida tailandesa? Hay un restaurante a poca distancia de aquí. ¿Qué me dicen? Nos largamos de este tugurio y por la mañana vamos a buscar a nuestras hijas.
—Gracias, Andrew —dijo Barbara—. Es un ofrecimiento muy amable. Si nos permite, lo invitamos a cenar y hablamos de ello.