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Henri regresó al remolque con bocadillos y una botella de vino.
—¿Cómo anda tu negocio con los Mirones? —le pregunté después de que descorchara la botella.
—Ellos se hacen llamar la Alianza —dijo. Sirvió dos copas y me pasó una—. Una vez los llamé los Mirones y me dieron una lección: ni trabajo ni paga. —Remedó un acento alemán—. «No te portes mal, Henri. No juegues con nosotros».
—Así que la Alianza es alemana.
—Uno de los miembros es alemán. Horst Werner. Ese nombre ha de ser un alias. Nunca lo verifiqué. Otro es Jan van der Heuvel, holandés. Ése también podría ser un alias. Huelga decir, Ben, que cambiarás todos los nombres en el libro, ¿verdad? Aunque estas personas no son tan estúpidas como para dejar huellas.
—Descuida.
Él asintió y continuó. Ya no estaba agitado, pero su voz era más dura. No podía encontrarle una sola fisura.
—Hay otros en la Alianza, pero no sé quiénes son. Viven en el ciberespacio. Aunque conozco a una muy bien: Gina Prazzi. Ella me reclutó.
—Eso suena interesante. ¿Te reclutaron? Háblame de Gina.
Henri bebió un sorbo de vino y comenzó a contarme que había conocido a una bella mujer después de sus cuatro años en una prisión iraquí.
—Yo almorzaba en un bistró de París cuando reparé en una mujer alta, esbelta, extraordinaria, sentada a una mesa cercana. Tenía la tez muy blanca y las gafas apoyadas en un pelo espeso y castaño. Pechos erguidos, piernas largas, y tres relojes de diamantes en una muñeca. Parecía rica, refinada e inaccesible, y yo la deseé.
»Ella puso dinero sobre la cuenta y se levantó para marcharse. Yo quería hablarle, y lo único que se me ocurrió fue preguntarle la hora. Me echó una mirada larga y lenta, desde mis ojos hasta mis zapatos, y luego a la inversa. Mi ropa era barata. Hacía pocas semanas que había salido de la cárcel. Los cortes y magulladuras habían sanado, pero aún estaba escuálido. La tortura, las cosas que había visto, las imágenes estaban grabadas en mis ojos. Aun así, reconoció algo en mí. Esa mujer, ese ángel cuyo nombre yo aún no conocía, me respondió: «Tengo la hora de París, la hora de Nueva York, la hora de Shanghái… y también tengo unas horas para ti».
La voz de Henri se suavizó mientras hablaba de Gina Prazzi. Era como si al fin hubiera saboreado la satisfacción tras una vida de privaciones.
Dijo que habían pasado una semana en París, y que él aún la visitaba cada septiembre. Describió sus paseos por la Place Vendôme, las compras que hacían. Dijo que Gina pagaba todo, le compraba regalos y ropa cara.
—Su familia era rica y tenía cierto abolengo —me dijo—. Tenía relaciones con un mundo de fasto y riqueza que yo desconocía por completo.
Después de esa semana en París, recorrieron el Mediterráneo en el yate de Gina. Henri evocó imágenes de la Costa Azul, diciendo que era uno de los sitios más bellos del mundo. Recordaba sus retozos en la cabina, el vaivén de las olas, el vino, las comidas exquisitas en restaurantes con vistas panorámicas del Mediterráneo.
—Probé el whisky Glen Garloch de 1958, a 2.600 dólares la botella. Y hay una comida que nunca olvidaré. Raviolis de erizo de mar seguidos por conejo con hinojo, mascarpone y limón. No estaba mal para un patán del campo, ex prisionero de Al Qaeda.
—Yo prefiero el bistec con patatas.
Henri se echó a reír.
—Eso porque no has hecho un tour gastronómico por el Mediterráneo. Podría enseñarte. Podría llevarte a una repostería de París, Au Chocolat, y nunca más serías el mismo, Ben.
»Pero estaba hablando de Gina, una mujer de paladar refinado. Un día apareció un tío nuevo a nuestra mesa. El holandés Jan van der Heuvel.
Henri tensó el rostro al hablar de Van der Heuvel, que los había acompañado a la habitación del hotel y había dado instrucciones escénicas desde una silla en el rincón mientras Henri hacía el amor con Gina.
—No me gustaba ese tipo ni ese número, pero un par de meses antes yo dormía sobre mi propia inmundicia, comiendo bichos. ¿Qué cosa no haría por estar con Gina, con o sin Jan van der Heuvel?
El rugido de un helicóptero que sobrevolaba el valle ahogó su voz. Me advirtió con los ojos que no me moviera de la silla. Cuando regresó el silencio del desierto, tardó unos instantes en continuar con la historia de Gina.