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Un nuevo temor la embargó como un fuego helado y estuvo a punto de desmayarse. Pero recobró la compostura, juntó las rodillas, se mordió la mano y se mantuvo alerta. Reprodujo mentalmente el sonido de esa voz.

«A decir verdad, Kim, tiene su gracia, aparte de ser maravillosamente romántico».

No conocía esa voz, no la conocía en absoluto.

Todo lo que había imaginado un momento atrás, la cara de Doug, su debilidad por ella, el año que había pasado aprendiendo cómo apaciguarlo cuando se descontrolaba, todo eso se había esfumado.

Ahora había una nueva verdad.

Un desconocido la había maniatado y arrojado al maletero de un coche. La habían secuestrado. Pero ¿por qué? ¡Sus padres no eran ricos! ¿Qué le haría? ¿Cómo escaparía? Ella estaba… pero ¿cómo?

Kim escuchó en silencio.

—¿Quién es usted? —preguntó al fin.

Cuando volvió a oírse, la voz sonó meliflua y serena.

—Lamento ser tan grosero, Kim. Me presentaré enseguida. Dentro de poco. Y no te preocupes. Todo saldrá bien.

La comunicación se cortó.

Kim se calmó cuando se cortó la llamada. Era como si también le hubieran desconectado la mente. Luego se agolparon los pensamientos. La voz tranquilizadora del desconocido le infundía esperanza. Así que se aferró a eso. Él era amable. «Todo saldrá bien», había dicho.

El coche viró a la izquierda y Kim rodó contra el flanco del maletero y apoyó los pies en el metal. Notó que aún aferraba el teléfono.

Se acercó el teclado a la cara. Apenas podía leer los números a la luz tenue de la pantalla, pero aun así logró pulsar el 911.

Escuchó tres tonos y luego la voz de la operadora.

—Nueve once. ¿Cuál es su emergencia?

—Me llamo Kim McDaniels. Me han…

—No la entiendo bien. Por favor, deletree su nombre.

Kim rodó hacia delante cuando el coche frenó. Luego oyó la portezuela del conductor, y el chasquido de la llave en la cerradura del maletero.

Aferró el teléfono, temiendo que la voz de la operadora fuera demasiado fuerte y la delatara. Pero no quería colgar para no perder la conexión GPS entre ella y la policía, su mayor esperanza de rescate.

Una llamada telefónica podía rastrearse. Eso era así, ¿o no?

—Me han secuestrado —jadeó.

La llave giró a izquierda y derecha, pero la cerradura no atinaba a abrirse. En esa fracción de minuto, Kim repasó desesperadamente su plan. Todavía le parecía acertado. Si el secuestrador quería acostarse con ella, podría sobrevivir a eso, pero obviamente tendría que ser lista, entablar amistad con él, y recordarlo todo para luego contarlo a la policía.

El maletero se abrió por fin y el claro de luna le bañó los pies.

Y el plan de seducir al secuestrador se esfumó. Kim encogió las rodillas y lanzó una patada a los muslos del hombre. Él saltó hacia atrás, eludiendo sus pies, y antes de que ella pudiera verle la cara, le echó una manta encima y le arrebató el móvil de la mano.

Kim sintió el pinchazo de una aguja en el muslo.

Oyó la voz mientras su cabeza se inclinaba hacia atrás y la luz se desvanecía.

—Es inútil que te resistas, Kim. No se trata de nosotros dos, sino de algo mucho más importante, créeme. Aunque, pensándolo bien, ¿por qué ibas a creerme?

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