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Otras desgarradoras veinticuatro horas pasaron para Levon y Barbara, y yo me sentía incapaz de aliviar su desesperación. Los canales de noticias repetían las mismas informaciones cuando me acosté esa noche, y estaba en medio de un sueño perturbador cuando sonó el teléfono.

—Ben —me dijo Eddie Keola—, espérame frente a tu hotel en diez minutos, pero no llames a los McDaniels.

El jeep de Keola estaba en ralentí cuando salí a la noche tibia y me encaramé al asiento delantero.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

—A una playa llamada Makena Landing. Parece que la policía ha encontrado algo. O a alguien.

Diez minutos después, Eddie aparcó en el arcén curvo entre seis coches patrulla, camiones del Equipo Especial y de la Oficina del Forense. A nuestros pies había un semicírculo de playa, una caleta ahusada rodeada por dedos de roca de lava.

Un ruidoso helicóptero revoloteaba sobre nosotros, perfilando con su foco la silueta de los policías que se desplazaban por la costa.

Keola y yo bajamos a la playa; en la arena había un vehículo del Departamento de Bomberos. Había botes inflables en el agua y unos submarinistas se disponían a zambullirse.

Sentí náuseas de sólo pensar que el cuerpo de Kim estuviera sumergido allí y me despedí de la idea de que, como esa otra chica que Keola había descubierto, Kim hubiera desaparecido para escapar de un viejo novio.

Keola interrumpió mis reflexiones para presentarme a un tal detective Palikapu, un joven corpulento con chaqueta del Departamento de Policía de Maui.

—Aquellos turistas dieron aviso —dijo Palikapu, señalando un apiñamiento de niños y adultos en el otro extremo del muelle de lava—. Durante el día vieron algo que flotaba.

—Un cuerpo, quieres decir —repuso Keola.

—Al principio pensaron que era un tronco o basura. Vieron tiburones rondando, así que no se metieron en el agua. Luego las mareas lo llevaron bajo la burbuja de roca y lo dejaron ahí. Allí están ahora los buzos.

Keola me explicó que la burbuja de roca era una plataforma de lava con un interior cóncavo. A veces la gente se internaba nadando en esas cavernas con la marea baja, no se percataba de la llegada de la marea alta y se ahogaba.

¿Eso le había pasado a Kim? De pronto parecía muy posible.

Llegaban furgonetas de la televisión, y fotógrafos y reporteros bajaban a la playa. Los policías trataban de tender las cintas amarillas para preservar la escena.

Un fotógrafo se me acercó y se presentó como Charlie Rollins. Dijo que era independiente y que si yo necesitaba fotos para el L.A. Times él podía proveerlas.

Acepté su tarjeta, y al volverme vi que los primeros submarinistas salían del agua. Uno de ellos cargaba un bulto en los brazos.

—Tú estás conmigo —dijo Keola, y soslayamos la cinta amarilla. Estábamos en la orilla cuando llegó el bote.

El foco brillante del helicóptero iluminó el cuerpo que el buzo traía en brazos. Era menuda, una adolescente, quizás una niña. Su cuerpo estaba tan hinchado por el agua que no se distinguía la edad, pero tenía las manos y los pies atados con cuerdas.

El teniente Jackson se acercó y con una mano enguantada apartó el largo pelo negro, revelando la cara de la chica.

Me alivió que no fuera Kim; no tendría que hacer una funesta llamada a los McDaniels. Pero mi alivio fue sofocado por una pena abrumadora. Era evidente que otra muchacha, la hija de otras personas, había sido asesinada brutalmente.

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