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Julia gritaba de deleite mientras el helicóptero surcaba el cielo color coral y la pequeña isla de Lanai se agrandaba a ojos vistas. Al fin se posaron suavemente en el pequeño helipuerto privado del linde del increíblemente verde campo de golf del vasto Island Breezes Hotel.
Charlie bajó el primero, ayudó a Julia a descender y ella mantuvo el cuello de la zamarra cerrado. Su pelo rizado se alborotó y sus mejillas se sonrojaron mientras corrían hacia el coche agazapados bajo las hélices.
—Veo que tienes una bien provista cuenta de gastos —dijo ella, sin aliento.
—En nuestra cita de ensueño invito yo, Julia.
—¿De veras?
—¿Qué clase de persona cargaría una cita contigo a su cuenta de gastos?
—Oh.
El chófer abrió las puertas y luego los condujo lentamente por un camino de guijarros hasta el hotel. Julia jadeó al entrar en el vestíbulo, puro azul verdoso aterciopelado, oro y borgoña, con mullidas alfombras chinas y estatuas antiguas. La luz del poniente se derramaba en el espacio abierto, casi apropiándose del espectáculo.
Julia y Charlie pidieron una sesión de masajes en una choza de bambú abierta al rítmico retumbo del mar sobre la costa. Los masajistas plegaron las sábanas que los cubrían, aromatizadas con fragancias vegetales, y les frotaron la piel con manteca de cacao antes de proceder a las largas caricias con los antebrazos del tradicional masaje lomi-lomi.
Julia, tendida de bruces, le sonrió perezosamente al hombre que acababa de conocer.
—Esto es magnífico —dijo—. No quiero que termine nunca.
—A partir de ahora sólo mejorará.
Horas después cenaron en el restaurante del piso principal. Columnas e iluminación tenue fueron el decorado de su festín: gambas y chuletas de cerdo kurubuto con mango al chutney y un excelente vino francés. Julia se dejó conducir dócilmente por Charlie en una conversación sobre sí misma. Y le contó cosas personales, hablándole de su crianza en una base militar de Beirut, su vuelo a Los Ángeles, su golpe de suerte.
Charlie pidió vino de postre y productos de confitería: zucotto, almendras confitadas con leche, mousse de chocolate, bananas de Lanai con caramelo preparado en la mesa por el camarero. La deliciosa fragancia del azúcar quemado volvía a abrirle el apetito. Contemplaba a la muchacha, que ahora parecía una niña dulce, vulnerable, disponible.
Cuatro mil dólares bien gastados, aunque todo acabase allí.
Pero no acabó allí.
Se pusieron los trajes de baño en una cabaña junto a la piscina y dieron un largo paseo por la playa. El claro de luna bañaba la arena y transformaba el mar en un encuentro mágico de sonidos susurrantes y espuma hirviente.
Julia se echó a reír.
—El último en llegar al agua es un vejestorio, y ¡ése serás tú! —dijo.
Corrió, gritó cuando el agua le lamió los muslos y Charlie tomó algunas fotos antes de guardar la cámara en la bolsa y dejarla en la arena.
—Veremos quién es un vejestorio.
Brincó, se zambulló en las olas y al emerger atrapó a Julia entre sus brazos.