72

Leonard Zagami se reclinó en la silla, se meció un par de veces y, alisándose el poco pelo blanco que conservaba, me miró. Luego habló con desgarradora sinceridad, y eso fue lo que más dolió.

—Sabes que te tengo simpatía, Ben. Hemos estado juntos… ¿cuánto? ¿Diez años?

—Doce.

—Doce buenos años. Somos amigos, así que no te vendré con paparruchas. Mereces la verdad.

—Vale —dije, pero mi pulso latía con tanto estruendo que apenas oía sus palabras.

—Yo sólo digo en voz alta lo que pensaría cualquier buen empresario, así que no me malinterpretes, Ben. Has tenido una carrera prometedora pero tranquila. Ahora crees tener un libro que te quitará de la lista de los perdedores, elevará tu perfil en Raven-Wofford y en la industria editorial. ¿Me equivoco?

—¿Crees que es una maniobra publicitaria? ¿Crees que estoy tan desesperado? ¿Me tomas el pelo?

—Déjame concluir. Tú sabes lo que pasó cuando Fritz Keller publicó la presunta historia real de Randolph Graham.

—Un escándalo, sí.

—Primero las «maravillosas reseñas», luego Matt Lauer y Larry King. Oprah puso a Graham en su club del libro, y luego empezó a saberse la verdad. Graham no era un asesino. Era sólo un matón y un escritor bastante bueno que adornó bastante su biografía. Y cuando estalló, la explosión arruinó a Fritz Keller.

Y añadió que Keller recibía amenazas por la noche en su casa, que los productores de televisión lo llamaban a su teléfono móvil, que las acciones de su empresa se habían ido a pique, que Keller había sufrido un infarto.

Mi propio corazón empezó a fibrilar. O bien Leonard pensaba que Henri mentía o que yo estaba inflando exageradamente un artículo periodístico. En ambos casos la respuesta era negativa. ¿Leonard no me había escuchado? Henri había amenazado con matarnos a Amanda y a mí. Leonard hizo una pausa, así que aproveché el momento.

—Leonard, voy a decir algo muy importante.

—Dilo, porque lamentablemente sólo tengo cinco minutos más.

—Yo también dudé. Me pregunté si Henri era de verdad un asesino, o si sólo era un embaucador talentoso que veía en mí el timo de su vida.

—Exacto.

—Bien, Henri es lo que dice. Y te lo puedo demostrar.

Puse la memoria USB en el escritorio.

—¿Qué es eso?

—Todo lo que necesitas saber y más. Quiero que conozcas a Henri personalmente.

La pantalla del ordenador de Leonard mostró una habitación crepuscular, con velas ardiendo y una cama centrada en una pared. La cámara se acercó a una joven delgada que estaba tendida de bruces en la cama. Tenía el pelo rubio y largo, llevaba un bikini rojo y zapatos negros con suelas rojas, y tenía las muñecas atadas a los barrotes con sogas intrincadamente anudadas. Parecía drogada o dormida, pero rompió a llorar cuando el hombre entró en el cuadro. El hombre estaba desnudo, salvo por una máscara de plástico y guantes de látex azules.

Yo no quería ver el vídeo de nuevo. Fui hasta la pared de vidrio de la oficina, que daba a la fuente del atrio, y cuarenta y tres pisos más abajo gente diminuta cruzaba la plaza de la planta baja.

Oí las voces que venían del ordenador, oí la exclamación de Leonard. Me volví y vi que corría hacia la puerta. Cuando regresó minutos después, estaba blanco como la cera y había cambiado.

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