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Esa noche nevaba en Cascade Township, el suburbio boscoso de Grand Rapids, Michigan, donde vivían Levon y Barbara McDaniels. Dentro de la eficaz pero acogedora casa de ladrillos de tres dormitorios, los dos hijos varones dormían profundamente bajo las mantas.
Pasillo abajo, Levon y Barbara yacían espalda contra espalda, tocándose la planta de los pies sobre la divisoria invisible de su cama Sleep Number, y su contacto de veinticinco años no parecía romperse ni siquiera en sueños.
La mesilla de Barbara estaba abarrotada de revistas y periódicos a medio leer, carpetas de análisis y memorándums, una multitud de suplementos vitamínicos alrededor de su frasco de té verde. «No te preocupes, Levon, y por favor no toques nada. Yo sé dónde está todo».
La mesilla de Levon congeniaba con su cerebro izquierdo, así como la de Barbara con el derecho: su pulcra pila de informes anuales, el ejemplar anotado de Against All Reason, una pluma, una libreta y una hueste de adminículos electrónicos (teléfonos, ordenador portátil, reloj meteorológico), todos alineados a diez centímetros del borde de la mesilla, enchufados en una toma de corriente detrás de la lámpara.
La nevisca había envuelto la casa en un silencio blanco y el ruido del teléfono despertó sobresaltado a Levon. Sus palpitaciones se aceleraron y su mente fue presa de un pánico instantáneo. ¿Qué sucedía?
El teléfono volvió a sonar, y Levon cogió el aparato de línea.
Miró el reloj: las tres y cuarto de la mañana. Quién demonios llamaría a esas horas… Luego lo supo. Era Kim. Estaba cinco horas retrasada respecto de ellos, y sin duda se había olvidado de la diferencia horaria.
—¿Kim? ¿Cariño? —dijo Levon.
—Kim no está —respondió una voz masculina.
A Levon se le encogió el pecho y no pudo recobrar el aliento. ¿Estaba sufriendo un infarto?
—Disculpe, ¿cómo ha dicho?
Barbara se incorporó en la cama y encendió la luz.
—Levon, ¿qué sucede? —preguntó.
Levon alzó una mano, indicando que aguardara.
—¿Con quién hablo? —preguntó, frotándose el pecho para aliviar el dolor.
—Sólo tengo un minuto, así que escuche con atención. Llamo desde Hawai. Kim no está. Ha caído en malas manos.
¿Qué significaba aquello?
—No le entiendo. ¿Está herida?
Ninguna respuesta.
—¿Oiga?
—¿Escucha lo que le digo, señor McDaniels?
—Sí. ¿Quién es usted, por favor?
—Sólo lo diré una vez.
Levon se tiró del cuello de la camiseta, sin saber qué pensar. ¿El hombre mentía o decía la verdad? Conocía su nombre, su número de teléfono, sabía que Kim estaba en Hawai. ¿Cómo sabía todo eso?
—¿Qué sucede, Levon? —insistió Barbara—. ¿Se trata de Kim?
—Kim no se presentó para la filmación ayer por la mañana —dijo el hombre—. La revista ha tapado el asunto. Esperan tener suerte, esperan que ella regrese.
—¿Han llamado a la policía? ¿Alguien ha llamado a la policía?
—Ahora colgaré —dijo la voz—. Pero si yo fuera usted, abordaría el primer avión a Maui. Con Barbara.
—¡Aguarde! Por favor, aguarde. ¿Cómo sabe que ella ha desaparecido?
—Porque lo hice yo, amigo mío. La vi. Me gustó. La tomé. Buenas noches.