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La miré boquiabierto: treinta y un años y apariencia de veinticinco, con un cárdigan celeste con cuello y puños alechugados y una perfecta sonrisa de Mona Lisa. Estaba asombrosamente bella, como nunca.
—Por favor, dime que eres feliz —dijo.
Le quité la cuchara de la mano y la dejé en su plato. Me levanté de la silla, le apoyé una mano en cada mejilla y la besé. Luego la besé de nuevo.
—Eres la chica más loca que he conocido, trèsétonnante.
—Tú también eres asombroso —dijo ella, radiante.
—Cuánto te amo.
—Moi aussi. Je t'aime muchísimo. Pero ¿estás feliz o no?
Me volví hacia la camarera.
—Esta encantadora dama y yo vamos a tener un hijo —le dije.
—¿Es el primero?
—Sí. Y amo tanto a esta mujer, y estoy tan feliz por el bebé, que podría volar en círculos alrededor de la luna.
La camarera sonrió afablemente, nos besó a ambos en las mejillas e hizo un anuncio general que no entendí del todo. Pero ella aleteó con los brazos y la gente de la mesa contigua se echó a reír y aplaudió, y luego otros se sumaron con enhorabuenas y hurras.
Les sonreí a aquellos desconocidos, me incliné ante la beatífica Amanda, y sentí el torrente de una alegría inesperada y plena. Un mes atrás le agradecía a Dios no tener hijos. Ahora, resplandecía más que la pirámide de cristal de I. M. Pei, frente al Louvre.
No podía creerlo.
Amanda iba a tener nuestro hijo.