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El restaurante Desert Rose estaba bajo un dosel largo y azul cerca de la piscina. La luz rebotaba en el patio de piedra blanca y tuve que taparme los ojos para protegerme del resplandor. Le dije al maître que almorzaría con Henri Benoit.
—Usted es el primero en llegar —me dijo.
Me condujo a una mesa con una vista perfecta de la piscina, del restaurante y un sendero que serpenteaba alrededor del hotel y conducía al aparcamiento. Estaba de espaldas a la pared, con el maletín a mi derecha.
La camarera vino a la mesa, me habló de las diversas bebidas, que incluían la especialidad de la casa, un cóctel de granadina y zumo de frutas. Pedí una botella de Pellegrino y, cuando llegó, empiné una copa entera, la llené y esperé la llegada de Henri.
Miré la hora: sólo llevaba esperando diez minutos. Tenía la sensación de haber esperado el doble. Siempre alerta, llamé a Amanda y le dije dónde estaba. Luego usé el teléfono para hacer una búsqueda en Internet de cualquier mención de Henri Benoit.
No encontré nada.
Llamé a Nueva York para hablar con Zagami y le dije que estaba esperando a Henri. Maté otro minuto mientras le describía a Leonard el viaje al desierto, el hermoso hotel, mi estado de ánimo.
—Empiezo a entusiasmarme con esto —dije—. Sólo espero que firme el contrato.
—Sé cauto —dijo Zagami—. Guíate por el instinto. Me sorprende que llegue tarde.
—A mí no. No me gusta pero no me sorprende.
Fui al servicio y luego regresé a la mesa con precipitación. Me temía que Henri hubiera llegado mientras yo no estaba y estuviera sentado frente a mi silla vacía.
Me preguntaba qué apariencia tendría hoy. Si habría sufrido otra metamorfosis. Pero no había llegado.
La camarera se acercó, dijo que el señor Benoit había telefoneado para decir que se retrasaría y yo tendría que empezar sin él.
Pedí el almuerzo. La sopa de habichuelas a la toscana con col negra estaba bien. Probé algunos penne con desgana, sin saborear lo que me imaginaba era una gastronomía excelente. Acababa de pedir un espresso cuando sonó mi móvil.
Lo miré un instante.
—Hawkins —respondí, tratando de fingir que no estaba hecho un manojo de nervios.
—¿Estás preparado, Ben? Tienes que conducir un poco más.