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Esa llave me había dejado tan inmovilizado como si me hubieran partido la columna vertebral. Ningún cinturón negro aficionado podría haberme derribado así.
—Podría desnucarte en un santiamén —dijo—. ¿Entiendes?
Asentí con un jadeo, y él se levantó, me aferró el antebrazo y me ayudó a incorporarme.
—Trata de hacerlo bien esta vez. Da media vuelta y pon las manos a la espalda.
Entonces me esposó y luego subió las esposas, y casi me dislocó los hombros.
Me empujó contra el coche y puso mi maletín en el techo. Lo abrió, encontró mi pistola, la arrojó al suelo del vehículo. Luego aseguró las puertas y me llevó hacia la caravana.
—¿Qué demonios es esto? —pregunté—. ¿Adónde vamos?
—Lo sabrás cuando lo sepas —dijo el monstruo.
Abrió la puerta y entré a trompicones.
Era una caravana vieja y maltrecha. A mi derecha estaba la cocina: una mesa unida a la pared, dos sillas atornilladas al suelo. A mi derecha había un sofá que podía usarse como cama plegable. Un gabinete albergaba un retrete y un catre.
Henri me condujo a una de las sillas y me obligó a sentarme con un golpe detrás de las rodillas. Me puso un saco de tela negra en la cabeza y me ciñó la pierna con una argolla. Oí el rechinar de una cadena y el chasquido de un cerrojo.
Estaba engrillado a un gancho del suelo.
Henri me palmeó el hombro.
—Cálmate, no quiero lastimarte. No me interesa matarte sino que escribas el libro. Ahora somos socios, Ben. Trata de confiar en mí.
Yo estaba encadenado y prácticamente ciego. No sabía adónde me llevaba Henri. Y sin duda no confiaba en él.
Oí que atrancaba la puerta, y luego puso en marcha la camioneta. El aire acondicionado bombeaba una brisa fría a través de un conducto del techo.
Anduvimos sin traqueteos durante media hora, luego viramos a la derecha por una carretera irregular. Siguieron otros giros. Traté de aferrarme al liso asiento de plástico con los muslos, pero repetidamente me golpeaba contra la pared y la mesa.
Al rato perdí la cuenta de los virajes y de la hora. Me deprimía que Henri me hubiera dominado totalmente. Era la pura y sencilla verdad.
Henri estaba al mando. Él tenía la voz cantante. Yo sólo seguía el tirón de la traílla.