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Henri le había dicho a Marty Switzer que estar en una celda aislada era como estar dentro de tus propias tripas. Era oscura y hedionda, pero allí terminaba la analogía. Porque nada que Henri hubiera visto, oído nombrar o imaginado se podía comparar con aquel agujero inmundo.

Para Henri había empezado antes del derrumbe de las Torres Gemelas, cuando fue contratado por Brewster-North, una empresa privada especializada en contratos militares, más sigilosa y mortífera que Blackwater.

Había realizado una misión de reconocimiento con otros cuatro analistas de inteligencia. Como lingüista, Henri era el elemento crucial.

Su unidad estaba descansando en un refugio cuando el guardia fue destripado ante la puerta que vigilaba. El resto del equipo fue capturado, aporreado sin piedad y encerrado en una cárcel sin nombre.

Al final de su primera semana en el infierno, Henri conocía a sus captores por nombre, tics y preferencias: el Violador, que cantaba mientras colgaba a sus prisioneros como arañas, con los brazos encadenados encima de la cabeza durante horas; Fuego, a quien le gustaba quemar con cigarrillos; Hielo, que ahogaba a los prisioneros en agua fría. Henri tuvo largas conversaciones con un soldado, el Tentador, que hacía tentadoras ofertas de llamadas telefónicas, cartas a casa y una posible libertad.

Estaban los brutos y los refinados, pero todos los guardias eran sádicos. Había que reconocerles ese mérito. Todos disfrutaban de su trabajo.

Un día cambiaron la rutina de Henri.

Lo sacaron de su celda y lo llevaron a patadas al rincón de una habitación sin ventanas, junto con los tres hombres restantes de su unidad, todos ensangrentados, con magulladuras supurantes, quebrantados.

Se encendieron luces brillantes, y cuando Henri pudo ver, descubrió las cámaras y una media docena de hombres encapuchados alineados contra una pared.

Uno de esos hombres arrastró a su compañero de celda y amigo, Marty Switzer, hasta el centro de la habitación y lo obligó a levantarse.

Switzer respondió las preguntas. Dijo que era canadiense, que tenía veintiocho años, que sus padres y su novia vivían en Ottawa, que realizaba operaciones militares. Sí, era un espía.

Mintió tal como se esperaba, reconociendo que lo trataban bien. Luego uno de los encapuchados lo arrojó al suelo, le alzó la cabeza por el pelo y le pasó un cuchillo dentado por la nuca. Brotó sangre y se oyó el coro del takbir: Alahu Akbar. Alá es grande.

Henri quedó fascinado por la facilidad con que habían tronchado la cabeza de Switzer con pocos tajos, un acto definitivo y veloz al mismo tiempo.

Cuando el verdugo mostró la cabeza a la cámara, la expresión de angustia de Switzer estaba fija en su rostro. Henri había pensado en decirle algo, como si Marty aún pudiera escucharlo.

Hubo otra cosa que Henri no olvidaría nunca. Mientras aguardaba la muerte, sintió un torrente de excitación. No entendía esa emoción, ni podía definirla. Mientras yacía en el suelo, se había preguntado si estaba eufórico porque pronto lo liberarían del sufrimiento.

O quizás acababa de comprender quién era en verdad, y lo que había en su médula.

Disfrutaba de la muerte, incluso de la propia.

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