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Después de la escena en el comedor, eché la llave a la puerta de nuestra suite y puse la cadena, revisé los cerrojos de las ventanas y corrí las cortinas. No había llevado mi pistola, un error garrafal que no volvería a cometer.
Amanda estaba pálida y trémula cuando me senté en la cama junto a ella.
—¿Quién sabía que veníamos aquí? —le pregunté.
—He hecho la reserva esta mañana, cuando he ido a casa para recoger unas cosas. Eso es todo.
—¿Estás segura?
—Ah, me olvidaba: también he llamado al número privado de Henri.
—Hablo en serio. ¿Has hablado con alguien cuando has salido esta mañana? Piénsalo, Amanda. Él sabía que estaríamos aquí.
—Acabo de decírtelo, Ben. De veras, no se lo he mencionado a nadie. Sólo le he dado el número de mi tarjeta al empleado de las reservas.
—Está bien, lo siento.
Por mi parte había sido cuidadoso. Estaba seguro de ello. Recordé aquella noche de un mes atrás, cuando acababa de regresar de Nueva York y Henri me llamó al apartamento de Amanda minutos después de mi llegada. Yo había revisado los teléfonos de Amanda y los míos, y peinado ambos apartamentos en busca de micrófonos.
Esa tarde en la carretera no había visto nada extraño. No había modo de que alguien nos hubiera seguido cuando bajamos por la rampa a Santa Bárbara. Habíamos estado solos tantos kilómetros que prácticamente éramos dueños del camino.
Diez minutos antes, cuando el maître nos acompañó fuera del comedor, me había dicho que habían encargado el champán por teléfono y pagado con una tarjeta de crédito a nombre de Henri Benoit. Eso no explicaba nada. Henri podía haber llamado desde cualquier lugar del planeta.
Pero ¿cómo había sabido dónde estábamos? Si Henri no había intervenido el teléfono de Amanda y no nos había seguido…
Un pensamiento asombroso cruzó mi mente como un rayo.
—Colocó un aparato de rastreo en tu motocicleta —dije poniéndome de pie.
—Ni sueñes con dejarme sola en esta habitación —repuso Amanda.
Volví a sentarme a su lado, cogí su mano entre las mías y la besé. No podía abandonarla allí, y tampoco podía protegerla en el aparcamiento.
—Mañana, en cuanto aclare, desmantelaré esa moto hasta encontrar ese aparato.
—No puedo creer que nos haga esto —dijo Amanda, y rompió a llorar.