73

Leonard se desplomó en su silla, sacó la memoria y la miró como si fuera la serpiente del Jardín del Edén.

—Llévate esto —dijo—. Convengamos en que nunca lo he visto. No quiero tener ningún tipo de complicidad o lo que sea. ¿Has hecho la denuncia a la policía? ¿Al FBI?

—Henri dijo que si hacía eso me mataría, y también a Amanda. No puedo correr ese riesgo.

—Ahora entiendo. ¿Estás seguro de que la chica de ese vídeo es Kim McDaniels?

—Sí, es Kim.

Leonard cogió el teléfono, canceló su reunión de las doce y media y se reservó el resto de la tarde. Pidió bocadillos a la cocina y nos sentamos en los sillones del otro lado de la oficina.

—Bien, empieza por el principio —dijo—. No omitas un solo punto ni una sola coma.

Empecé por el principio. Le hablé de esa minúscula noticia de Hawai que se había transformado en un asesinato misterioso multiplicado por cinco. Le conté que había trabado amistad con Barbara y Levon McDaniels y que Henri me había engañado con sus disfraces: Marco Benevenuto y Charlie Rollins.

La emoción me quebró la voz cuando hablé de los cadáveres, y también cuando le conté que Henri había entrado en mi apartamento a punta de pistola y me había mostrado las fotos que le había tomado a Amanda.

—¿Cuánto quiere Henri por su historia? ¿Te dio una cifra?

Le dije que Henri hablaba de varios millones, y el editor no se alteró. En la última hora había dejado de lado su escepticismo y mostraba un gran interés. Por el fulgor de sus ojos, pensé que había evaluado el mercado para ese libro y veía que su bache presupuestario quedaría tapado por una montaña de dinero.

—¿Cuál es el paso siguiente? —me preguntó.

—Henri dijo que permanecería en contacto. Estoy seguro de que así será. De momento es todo lo que sé.

Leonard llamó a Eric Zohn, principal abogado de Raven-Wofford, y pronto un cuarentón alto, delgado y nervioso se reunió con nosotros.

Leonard y yo le informamos sobre «el legado del asesino», y Zohn presentó objeciones.

Zohn citó la ley «hijo de Sam», que sostenía que un homicida no podía ganar dinero con sus delitos. Él y Leonard hablaron de Jeffrey McDonald, que había entablado pleito a su escritor, y del libro de O. J. Simpson, pues la familia Goldman había reclamado las ganancias del libro para costear su pleito civil contra el autor.

—Me temo que seremos económicamente responsables ante las familias de las víctimas —dijo Zohn.

No me prestaban atención mientras deliberaban sobre los resquicios legales, pero noté que Leonard peleaba por el libro.

—Eric —dijo—, no digo esto a la ligera. Éste es un best seller garantizado en ciernes. Todos quieren saber qué hay en la mente de un asesino, y este asesino hablará sobre crímenes que todavía no están resueltos. Ben no tiene un libro sobre los delirios de un maníaco, sino sobre un maníaco que ha cometido estos actos.

Zohn quería más tiempo para estudiar las implicaciones jurídicas, pero Leonard se valió de su prerrogativa como ejecutivo.

—Ben, por ahora eres el escritor anónimo de Henri. Si alguien comenta que te vio en mi oficina, dile que viniste a presentar una nueva novela. Que la rechacé. Cuando Henri te llame, dile que estamos afinando una oferta que le gustará.

—¿Eso es un sí?

—Lo es. Tienes mi aprobación. Éste es el libro más escalofriante que he abordado, y quiero publicarlo.

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