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Me froté las muñecas, me levanté y empiné una botella de agua fría de un solo trago, y ese pequeño alivio me dio una dosis de inesperado optimismo. Pensé en el entusiasmo de Leonard Zagami. Imaginé que mis viejos sueños de escritor se concretaban.
—Bien —dije—, manos a la obra.
Ambos instalamos el toldo del flanco del remolque, pusimos un par de sillas plegables y una mesa bajo la delgada franja de sombra. Con la puerta del remolque abierta, sintiendo el cosquilleo del aire fresco en la nuca, nos pusimos a trabajar.
Le mostré el contrato, le expliqué que Raven-Wofford sólo haría pagos al autor. Yo le pagaría a Henri.
—Los pagos se efectúan por partes —le expliqué—. El primer tercio se liquida contra la firma. El segundo se efectúa cuando se acepta el manuscrito, y el pago final se hace contra la publicación.
—Tienes un buen seguro de vida —dijo Henri, y esbozó una sonrisa radiante.
—Términos estándar para proteger al editor de los escritores que se atascan en mitad del proyecto.
Discutimos qué porcentaje le correspondía a cada uno, una negociación ridículamente unilateral.
—Es mi libro, ¿verdad? —Dijo—, y tu nombre figura en él. Eso vale mucho más que dinero, Ben.
—¿Propones que trabaje gratis? —repliqué.
Henri sonrió.
—¿Tienes una pluma? —preguntó.
Le entregué una y él firmó con su nom de guerre en las líneas punteadas, y luego me dio el número de una cuenta bancaria de Zurich. Guardé el contrato y Henri sacó un cable de electricidad de la caravana. Encendí el ordenador y la grabadora, probé el sonido.
—¿Listo para empezar? —pregunté.
—Te contaré todo lo que necesitas saber para escribir este libro, pero no dejaré un rastro de migajas, ¿entiendes?
—Es tu historia, Henri. Cuéntala como quieras.
Se reclinó en la silla de lona, plegó las manos sobre el vientre duro y comenzó por el principio.
—Me crié en el quinto infierno, en un pueblucho rural en el linde de la nada. Mis padres tenían una granja avícola y yo era el único hijo. Su matrimonio era horrible. Mi padre bebía y golpeaba a mi madre. Y a mí. Ella también me golpeaba y a veces intentaba golpear a mi padre.
Henri describió una destartalada casa de cuatro habitaciones, su cuarto en la buhardilla, sobre el dormitorio de sus padres.
—Había una fisura entre los tablones del suelo —dijo—. Yo no llegaba a ver la cama, pero veía sombras y oía lo que hacían. Sexo y violencia. Todas las noches me dormía con ese arrullo.
Describió los tres cobertizos largos para los pollos, y me contó que a los seis años su padre lo puso a cargo de sacrificar los pollos a la antigua usanza: decapitación con hacha sobre un tajo de madera.
—Yo hacía mis quehaceres como un buen chico. Iba a la escuela y a la iglesia. Hacía lo que me decían y trataba de esquivar los golpes. Mi padre no sólo me apaleaba, sino que me humillaba. En cuanto a mi madre, la perdono. Pero durante años tuve el sueño recurrente de que los mataba a ambos. En el sueño, les apoyaba la cabeza en aquel viejo tocón del gallinero, empuñaba el hacha y miraba correr sus cuerpos decapitados. Durante un rato, al despertar de ese sueño, creía que era verdad. Que lo había hecho en serio.
Henri me clavó los ojos.
—La vida continuó. Figúrate, Ben, un chiquillo encantador con un hacha en la mano, con el mono empapado de sangre.
—Es una historia muy triste, Henri. Pero parece un buen comienzo para el libro.
Meneó la cabeza.
—Tengo un principio mejor.
—Vale. Adelante.
Inclinó el cuerpo y entrelazó las manos.
—Yo empezaría la película de mi vida en la feria estival —dijo—. La escena se centraría en mí y una hermosa rubia llamada Lorna.