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Eran más de las tres de la mañana cuando Henri me describió lo que más lo fascinaba de su trabajo.

—Me he interesado en ese momento fugaz que hay entre la vida y la muerte —dijo.

Pensé en los pollos decapitados de su infancia, los juegos de asfixia que practicaba después de matar a Molly. Él me contó mucho más de lo que yo quería saber.

—Había una tribu del Amazonas —continuó— que ataba un dogal bajo la mandíbula de las víctimas, justo bajo las orejas. El otro extremo de la cuerda estaba amarrado a la copa de un árbol joven y cimbrado. Cuando decapitaban a la víctima, el árbol se enderezaba y catapultaba la cabeza hacia arriba. Esos indios creían que era una buena muerte. Que la última sensación de la víctima sería de vuelo.

»¿Has oído hablar de un asesino que vivió en Alemania a principios del siglo XX, Peter Kurten? El Vampiro de Dusseldorf. Era un sujeto de aspecto insulso cuya primera víctima fue una niña que encontró durmiendo mientras robaba en la casa de los padres. La estranguló, le abrió la garganta con un cuchillo y se excitó con la sangre que brotaba de las arterias. Ése fue el inicio de una gran carrera. En comparación, Jack el Destripador parece un aficionado.

Henri me contó que Kurten había matado a demasiadas personas para contarlas, de ambos sexos, hombres, mujeres y niños, y que había usado toda clase de instrumentos. Lo esencial era que le excitaba ver sangre.

—Antes de que Peter Kurten fuera guillotinado —me dijo—, le preguntó al psiquiatra de la prisión… Aguarda. Quiero citarlo con precisión. Bien, Kurten preguntó si, una vez que le cortaran la cabeza —abrió comillas con los dedos—, «podría oír el sonido de mi propia sangre brotando del cuello tronchado. Ese placer sería la culminación de todos los placeres».

—Henri, ¿me estás diciendo que ese momento entre la vida y la muerte es lo que te provoca el deseo de matar?

—Creo que sí. Hace tres años maté a una pareja en Big Sur. Les anudé cuerdas bajo la mandíbula —dijo, formando una V con el pulgar y el índice para mostrarme—. Sujeté el otro extremo de las cuerdas a las paletas de un ventilador de techo. Les corté la cabeza con un machete y el ventilador giró con las cabezas colgadas.

»Creo que los Mirones supieron que yo era especial cuando vieron esa película. Elevé mis honorarios y me pagaron. Pero todavía me intrigan esos dos enamorados. Me pregunto si al morir sintieron que estaban volando.

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