105
Así como mi expansivo amor por Amanda disparaba mi corazón a la luna, mi felicidad pronto fue eclipsada por un temor aún más grande por su seguridad.
Mientras regresábamos al hotel, le expliqué por qué tenía que irse de París por la mañana.
—Nunca estaremos a salvo mientras Henri tenga las riendas de la situación. Debo ser más listo que él, y eso no es fácil, Amanda. Nuestra única esperanza es que me anticipe a él. Por favor, confía en mí. —Añadí que Henri había dicho que a menudo se quedaba con Gina en París, y que me había contado que paseaban por la Place Vendôme—. Es como buscar una aguja en cien pajares, pero el instinto me dice que está aquí.
—Y si está aquí, ¿qué piensas hacer, Ben? ¿De veras vas a matarlo?
—¿Tienes una idea mejor?
—Tengo cien ideas mejores.
Subimos a la habitación y le pedí que se apartara mientras empuñaba el pequeño Smith & Wesson y abría la puerta. Revisé los armarios y el baño, corrí las cortinas para mirar el callejón, viendo monstruos que brincaban de todas partes.
Cuando confirmé que no había peligro, dije:
—Regresaré en una hora. Dos horas, a lo sumo. No te muevas de aquí. Mira la televisión. Júrame que no te irás de la habitación.
—Por favor, Ben, llama a la policía.
—Cariño, insisto: no pueden protegerme. Nadie puede protegernos de Henri. Promételo.
A regañadientes, Amanda alzó la mano y extendió tres dedos en el saludo de las niñas exploradoras. Echó el cerrojo cuando yo salí.
Había hecho mis deberes. Había un puñado de hoteles de primera clase en París. Era posible que Henri se alojara en el Georges V o el Plaza Athenée. Pero aposté por mi corazonada.
Fue una tranquila caminata de veinte minutos hasta el hotel Ritz de la Place Vendôme.