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Henri sintió que la sangre bombeaba en sus venas. Estaba tenso del mejor modo, con adrenalina, mentalmente alerta, preparado para la escena siguiente.
Registró de nuevo la zona, echando un vistazo a la carretera y a la curvada costa. Tras cerciorarse de que el paraje estaba desierto, sacó su bolsa del asiento trasero, la arrojó bajo una maraña de arbustos y regresó al coche.
Caminando alrededor del sedán con tracción a las cuatro ruedas, se detuvo ante cada neumático, reduciendo la presión del aire de ochenta a veinte libras, golpeando el maletero al pasar, abriendo la puerta del lado del pasajero. Metió la mano en la guantera, arrojó el contrato de alquiler al suelo y sacó su cuchillo de caza. Parecía formar parte de su mano.
Cogió las llaves y abrió el maletero. El claro de luna alumbró a Barbara y a Levon.
—¿Todos bien en clase turista? —preguntó.
Ella gritó a todo pulmón hasta que Henri se agachó para apoyarle el cuchillo en la garganta.
—Barbara, Barbara, deja de gritar. Nadie puede oírte salvo Levon y yo, así que olvidemos la histeria, por favor. No me agrada.
El grito de la mujer se transformó en un jadeo y un sollozo.
—¿Qué demonios hace, Hogan? —Preguntó Levon, moviendo el cuerpo para ver el rostro de su captor—. Soy un hombre razonable. Explíquese.
Henri se puso dos dedos bajo la nariz, imitando un bigote, bajó y engrosó la voz.
—Cómo no, señor McDaniels. Usted es mi máxima prioridad.
—Santo cielo. ¿Usted es Marco? ¡Sí, es él! No puedo creerlo. ¿Cómo ha podido asustarnos así? ¿Qué quiere?
—Quiero que te comportes, Levon. Tú también, Barbara. Si os ponéis traviesos, deberé tomar medidas drásticas. Si os portáis bien, os paso a primera clase. ¿Vale?
Henri cortó las cuerdas de nailon que ceñían las piernas de la mujer y la ayudó a salir del coche y acomodarse en el asiento trasero. Luego fue por el hombre, cortó las cuerdas, lo llevó al asiento trasero y sujetó a ambos con los cinturones de seguridad.
Luego subió al asiento delantero. Trabó las puertas, encendió la luz del techo, estiró la mano hasta la cámara que estaba detrás del espejo retrovisor y la activó.
—Si queréis, podéis llamarme Henri —les dijo a los McDaniels, que lo miraban con los ojos desorbitados. Metió la mano en el bolsillo de la zamarra, sacó un elegante reloj que parecía un brazalete y lo sostuvo frente a ellos.
—¿Veis? Lo prometido. El reloj de Kim. El Rolex. ¿Lo reconocéis? —Y lo metió en el bolsillo de la chaqueta de Levon—. Bien —dijo Henri—, me gustaría contaros qué está pasando y por qué tengo que mataros. A menos que tengáis alguna pregunta.