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Henri acarició las caderas de Gina Prazzi mientras su respiración se aquietaba. Ella tenía un trasero perfecto, con forma de melocotón, caderas redondas con un hoyuelo en la unión de cada nalga con la espalda.
Quería follarla de nuevo. Mucho. Y lo haría.
—Ya puedes desatarme —dijo ella.
Él la acarició un poco más y luego se levantó. Buscó la bolsa que había puesto bajo la silla y fue hasta la cámara sujeta a los pliegues de las cortinas.
—¿Qué haces? Vuelve a la cama, Henri. No seas cruel.
Él encendió la lámpara de pie y le sonrió a la lente. Luego regresó a la cama con baldaquino.
—Creo que no capté la parte en que invocabas a Dios —dijo—. Una pena.
—¿Qué haces con ese vídeo? No pensarás enviarlo… Henri, estás loco si crees que pagarán por esto.
—¿Ah, no?
—Te aseguro que no.
—De todos modos, es para mi colección privada. Deberías confiar más en mí.
—Desátame, Henri. Tengo los brazos cansados. Quiero un juego nuevo. Lo exijo.
—Sólo piensas en tu placer.
—Haz lo que quieras —bufó ella—. Pero pagarás un precio por esto.
—Siempre hay un precio —rio Henri.
Cogió el mando a distancia de la mesilla y encendió el televisor. Quitó la pantalla de bienvenida del hotel, encontró la guía de canales y sintonizó la CNN.
Pasaron noticias deportivas e información sobre los mercados, y luego aparecieron las caras de las chicas nuevas, Wendy y Sara.
—Me encantaba Sara —le dijo a Gina, que trataba de aflojar los nudos que le sujetaban las muñecas al cabezal—. Nunca rogó por su vida. Nunca hizo preguntas tontas.
—Si tuviera las manos libres, podría hacerte algunas cosas agradables.
—Lo pensaré.
Henri apagó el remoto, giró y se montó sobre el fabuloso trasero de Gina, le apoyó las manos en los hombros y trazó círculos bajo la nuca con los pulgares. Estaba teniendo otra erección. Muy dura, dolorosa.
—Esto empieza a aburrirme —dijo Gina—. Quizás este reencuentro fue una mala idea.
Henri le cerró los dedos suavemente sobre la garganta, siempre jugando. Sintió que ella se tensaba y una pátina de sudor le perlaba la piel.
Bien. Le gustaba que ella tuviera miedo.
—¿Todavía te aburres? —Apretó hasta que Gina tosió y tiró de las amarras, jadeando el nombre de Henri mientras procuraba respirar.
La soltó y, mientras ella respiraba trabajosamente, le desató las muñecas. Ella sacudió las manos y rodó sobre sí misma.
—Sabía que no podías hacerlo —dijo, aún resollando.
—No. No podría hacer eso.
Gina se levantó de la cama y fue al baño. Henri la siguió con la mirada, se levantó, volvió a meter la mano en la bolsa y la siguió.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó ella, mirándolo por el espejo.
—El tiempo se ha acabado.
Henri le apuntó la pistola a la nuca y disparó. Miró los ojos que se agrandaban en el espejo salpicado de sangre, siguió el cuerpo que se desplomaba en el suelo. Le descerrajó dos balazos más. Luego le tomó el pulso, limpió el arma y el silenciador y la puso al lado de ella.
Después de ducharse, Henri se vistió. Luego descargó el vídeo a su ordenador, limpió las habitaciones, recogió sus cosas y verificó que todo estuviera como debía estar.
Miró un instante los tres relojes de diamantes que había en la mesilla y se acordó del día en que la había conocido.
«Tengo unas horas para ti».
El valor de esos relojes sumaba cien mil euros. Pero el riesgo no valía la pena. Los dejó sobre la mesilla. Una buena propina para la camarera.
Gina había utilizado su tarjeta de crédito, así que Henri salió de la habitación y cerró la puerta. Abandonó del hotel tranquilamente, subió a su coche alquilado y se dirigió al aeropuerto.