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El vestíbulo del hotel resplandecía. No soy de esos tíos aficionados a sintonizar el canal House Beautiful, pero conocía el lujo y el confort, y Amanda, caminando junto a mí, me describía los detalles. Señaló el estilo mediterráneo, las arcadas y los techos con vigas vistas, los rechonchos sofás y los leños que ardían en un hogar con azulejos. Debajo, el mar vasto y ondulante.

Amanda me hizo una advertencia, con toda seriedad.

—Si mencionas a ese individuo tan sólo una vez, la cuenta irá a tu tarjeta de crédito, no a la mía. ¿Vale?

—Vale —dije, estrechándola en un abrazo.

Nuestra habitación tenía hogar, y cuando Amanda empezó a arrojar la ropa en la silla, me imaginé el resto de la tarde retozando en la enorme cama.

Ella vio mi mirada y se echó a reír.

—Ah, ya veo —dijo—. Espera, ¿quieres? Tengo otro plan.

Me estaba volviendo fanático de los planes de Amanda. Ella se puso su bikini leopardo y yo me puse el bañador y fuimos a una piscina que había en el centro del jardín principal. Seguí a Amanda, me zambullí y oí —incrédulamente— música bajo el agua.

De vuelta en nuestra habitación, le quité el bikini y ella se encaramó sobre mí, ciñéndome la cintura con las piernas. Caminé hasta la ducha y pocos minutos después nos dejamos caer en la cama, donde hicimos el amor apasionadamente. Luego descansamos, y Amanda se durmió apoyada en mi pecho con las rodillas apoyadas contra mi costado. Por primera vez en semanas dormí profundamente, sin que ninguna pesadilla sangrienta me despertara sobresaltado.

Al caer el sol, Amanda se puso un vestido negro y se recogió el cabello hacia arriba, recordándome a Audrey Hepburn. Bajamos por la sinuosa escalera al Bella Vista, y nos condujeron a una mesa cerca del fuego. El suelo era de mármol, las paredes tenían paneles de caoba, y la vista del oleaje encrespado valía mil millones de dólares. El techo de cristal mostraba un poniente color cobalto sobre nuestras cabezas.

Eché una ojeada al menú y lo dejé cuando se acercó el camarero. Amanda pidió para los dos.

Volví a sonreír. Amanda Diaz sabía cómo rescatar un día que se iba a pique y crear recuerdos que pudieran acompañarnos hasta la vejez.

Iniciamos nuestra cena de cinco estrellas con escalopes gigantes salteados, seguidos por una suculenta lubina glaseada con miel y cilantro, setas y guisantes. Luego el camarero trajo el menú de postres y champán helado.

Giré la botella para ver la etiqueta. Dom Perignon.

—No habrás pedido esto, ¿verdad, Amanda? Cuesta trescientos dólares.

—No he sido yo. Debe de ser el champán de otro.

Cogí la tarjeta que el camarero había dejado en la bandeja de plata. Leí: «Invito a Dom Perignon. Champán de primera. Saludos, H. B.».

Henri Benoit.

Un escalofrío me bajó por la espalda. ¿Cómo había sabido ese cabrón dónde estábamos cuando ni siquiera yo sabía adónde íbamos?

Me puse de pie, tumbando la silla. Giré en redondo en una y otra dirección. Escruté cada rostro del restaurante; el viejo de patillas largas, el turista calvo con el tenedor suspendido sobre el plato, los recién casados que aguardaban en la entrada, cada uno de los camareros.

¿Dónde estaba? ¿Dónde?

Mi cuerpo bloqueaba a Amanda y sentí que el grito me raspaba la garganta:

—¡Henri, maldito bastardo! ¡Déjate ver!

Bikini
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