12
Barbara suspiró y encendió el atenuador de luz, alumbrando gradualmente el cuarto de los niños. Greg se tapó con la colcha de Spiderman, pero Johnny se incorporó. Su cara de catorce años estaba alerta a algo nuevo y quizás emocionante.
Ella sacudió suavemente el hombro de Greg.
—Tesoro, despiértate.
—Mamá, no.
Barbara apartó la manta de su hijo menor y explicó a los niños una versión tranquilizadora de la historia. Que ella y papá viajaban a Hawai para visitar a Kim.
Sus hijos abrieron unos ojos como platos y la acribillaron a preguntas, hasta que Levon entró con gesto tenso.
—¡Papá! ¿Qué sucede? —exclamó Greg al verle la cara.
Barbara estrechó a Greg entre sus brazos y le dijo que todo estaba bien, que la tía Cissy y el tío Dave los esperaban, que podrían dormirse de nuevo dentro de quince minutos. Podían quedarse con el pijama puesto pero tendrían que calzarse y abrigarse.
Johnny les suplicó que lo llevaran a Hawai, por las motos acuáticas y el buceo, pero Barbara, conteniendo las lágrimas, le dijo que esta vez no y se ocupó de juntar calcetines, zapatos, cepillos de dientes y Gameboys.
—Mamá, nos ocultas algo. ¡Todavía está oscuro!
—No hay tiempo para explicaciones, Johnny. Todo está bien. Pero tenemos que coger un avión.
Diez minutos después, a cinco calles de distancia, Christine y David esperaban frente a la casa mientras el aire ártico que barría el lago Michigan espolvoreaba el jardín con fina nieve blanca.
Levon vio que Cissy bajaba los escalones para salir al encuentro del coche mientras él entraba en la calzada. Cissy era dos años menor que Barbara y tenía la misma cara con forma de corazón, y Levon también veía a Kim en los rasgos de ella.
—Llamadme cuando hagáis escala —dijo Cissy.
Dave le entregó un sobre a Levon.
—Aquí tienes un poco de efectivo, unos mil dólares. No, no, acéptalos. Quizá los necesitéis al llegar allá. Taxis y todo eso. Levon, cógelos.
Los abrazaron y les desearon buen viaje y palabras de afecto vibraron en la quietud de la madrugada. Cuando Cissy y David cerraron la puerta, Levon le pidió a Barbara que se sujetara.
El Suburban retrocedió por la calzada, luego cogió Burkett Road y enfiló hacia el aeropuerto Gerald R. Ford a más de ciento treinta por hora.
—Más despacio, Levon.
—Vale.
Pero mantuvo el pie en el acelerador, internándose en la noche constelada de nieve, que de algún modo lo mantenía al borde del terror e impedía que se despeñara en el abismo.
—Llamaré al banco cuando trasbordemos en Los Ángeles —dijo—. Hablaré con Bill Macchio para que nos tramite un préstamo con la casa como garantía, por si necesitamos efectivo.
Vio que Barbara lagrimeaba, oyó el chasquido de sus uñas pulsando el Blackberry, enviando mensajes de texto a todos los parientes, amigos, a su trabajo. A Kim.
Barbara volvió a llamar al móvil de su hija cuando Levon aparcó el coche, y alzó el teléfono para que Levon oyera la voz mecánica: «El buzón de voz de Kim McDaniels está lleno. No se pueden dejar mensajes por el momento».