23
Una camarera se acercó para preguntarnos si queríamos algo más, y me alegró verla. Tenía la garganta reseca y necesitaba una pausa. Había contado esta historia anteriormente, pero nunca es fácil superar la humillación.
Y menos cuando no es merecida.
—Sé que es difícil, Ben —me dijo Levon—. Pero le agradecemos que nos hable de usted. Es importante oírlo.
—Lo difícil viene ahora —respondí.
Él asintió, y aunque Levon quizá sólo me llevara diez años, noté su preocupación paternal.
Llegó mi segundo refresco y lo revolví con una pajita. Luego continué:
—Pasaron unos días. La víctima del accidente resultó ser un narcotraficante de poca monta, Robby Snow, y el análisis de sangre dio positivo en heroína. Y entonces nos llamó su novia, Carrie Willis. Estaba afligida por la muerte de Robby, pero algo más la angustiaba. Me preguntó qué había pasado con la mochila de Robby. Una mochila roja, con cinta reflectora plateada en el dorso, que contenía mucho dinero.
»Bien, no habíamos encontrado ninguna mochila roja, y hubo muchas bromas sobre el descaro de Carrie Willis, que le reclamaba a la policía dinero obtenido con las drogas. Pero la novia de Robby era convincente. Carrie no sabía que Robby era traficante. Sólo sabía que él estaba por comprar un terreno a orillas de un arroyo y el pago total por la propiedad, cien mil dólares, estaba en esa mochila porque él iba a ver al agente para cerrar el trato. Ella misma había puesto el dinero en la mochila. Su versión era coherente.
—Entonces le preguntó a su compañero por la mochila —dedujo Barbara.
—En efecto. Le pregunté, y él me respondió que no había visto ninguna mochila, ni roja ni verde ni de ningún color.
»Ante mi insistencia, fuimos al aparcamiento de vehículos incautados y registramos el coche a fondo, sin resultado. Luego fuimos a plena luz del día hasta el bosque donde se había producido el accidente y peinamos minuciosamente la zona. Al menos, yo lo hice. Me pareció que Dennis sólo movía ramas y pateaba hojarasca. Fue entonces cuando recordé aquella expresión furtiva que le había visto la noche del accidente.
«Aquella noche tuve una larga y seria charla conmigo mismo. Al día siguiente fui a ver a mi teniente para una conversación extraoficial. Le dije lo que sospechaba, que cien mil dólares en efectivo se habían hecho humo sin que nadie lo informara».
—No tenía opción —dijo Levon.
—Dennis Carbone era un sujeto agresivo, y yo sabía que procuraría vengarse si se enteraba de que yo había hablado con el teniente, pero corrí el riesgo. Al día siguiente Asuntos Internos estaba en el vestuario. Adivinen qué encontraron en mi taquilla.
—Una mochila roja —respondió Levon.
Bingo.
—Mochila roja, cinta reflectora plateada, documentos bancarios, heroína y diez mil dólares en efectivo.
—¡Santo cielo! —exclamó Barbara.
—Me dieron a elegir: o renunciaba o me enjuiciarían. Yo sabía que no podía ganar en los tribunales. Sería mi palabra contra la suya. Y las pruebas, al menos una parte de ellas, habían aparecido en mi taquilla. Para rematarlo, sospeché que me endilgaban ese asunto porque el teniente era cómplice de Dennis Carbone. Fue un día nefasto. Entregué mi placa, mi arma y parte de mi respeto por mí mismo. Pude haber luchado, pero no podía correr el riesgo de ir a la cárcel por algo que no había hecho.
—Es una historia muy triste, Ben —dijo Levon.
—Ya. Y usted conoce el desenlace. Me mudé a Los Ángeles. Conseguí un puesto en el Times y escribí algunos libros.
—No sea modesto —dijo Barbara, palmeándome el brazo.
—Escribir es mi trabajo, pero no es lo que soy.
—¿Y qué cree que es?
—En este momento, procuro ser un buen reportero. Vine a Maui para cubrir la historia de su hija, y al mismo tiempo, quiero que ustedes tengan un final feliz. Quiero verlo, informar al respecto, compartir los buenos sentimientos cuando Kim regrese a salvo. Ése soy yo.
—Gracias, Ben —dijo Barbara, y Levon cabeceó a su lado.
Como decía, buena gente.