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Keola ladró su nombre al auricular.
—Eddie, soy Ben Hawkins. ¿Has visto las noticias?
—Peor que eso. He visto la realidad.
Keola había estado en el Island Breezes desde que la noticia sobre Julia Winkler había circulado por la radio policial. Había estado allí cuando sacaron el cuerpo y hablado con los policías presentes en la escena del crimen.
—Era la compañera de habitación de Kim —dijo—. ¿Puedes creerlo?
Le conté que no había podido comunicarme con los McDaniels ni con su chófer, y le pregunté si sabía dónde se alojaban.
—En un tugurio de la costa este de Oahu. Barbara me dijo que no conocía el nombre.
—Quizá yo esté paranoico, pero esto me preocupa. Ellos no suelen desaparecer tanto tiempo sin telefonear.
—Nos vemos en su hotel dentro de una hora —me dijo Keola.
Llegué al Wailea Princess poco antes de las ocho. Me dirigía a la recepción cuando oí que Eddie Keola me llamaba. Cruzó el vestíbulo de mármol a paso rápido. Su pelo plateado estaba húmedo y revuelto, y tenía ojeras de fatiga.
El gerente de turno era un joven con una elegante corbata de cien dólares, una americana de gabardina azul con una identificación en la que ponía «Joseph Casey».
Cuando dejó el teléfono, Keola y yo le explicamos nuestro problema: que no podíamos localizar a dos huéspedes y tampoco al chófer contratado por el hotel. Le dije que nos preocupaba la seguridad de los McDaniels.
El gerente sacudió la cabeza.
—No tenemos chóferes en el personal, y no contratamos a nadie para conducir a los McDaniels. Y menos a alguien llamado Marco Benevenuto. No lo hacemos y nunca lo hemos hecho.
Me quedé atónito.
—¿Por qué ese hombre les diría a los McDaniels que era un chófer del hotel? —preguntó Keola.
—No conozco a ese hombre. No tengo ni idea. Tendrán que preguntarle a él.
Keola le enseñó su identificación, diciendo que era empleado de los McDaniels y quería ver su habitación.
Tras consultar al jefe de seguridad, Casey accedió. Llevé una guía telefónica a una silla del vestíbulo. Había cinco servicios de limusinas en Maui, y ya los había llamado a todos cuando Eddie Keola se dejó caer en la silla de al lado.
—Nadie ha oído hablar de Marco Benevenuto —le dije—. No figura en ninguna guía de Hawai.
—Y la habitación de los McDaniels está vacía. Como si nunca hubieran estado allí.
—¿Qué diantre pasa? ¿Barbara y Levon se fueron de aquí y no sabías adónde iban?
Parecía una acusación. No era mi propósito, pero mi pánico se había disparado. Hawai tenía una tasa de delincuencia baja. Y ahora teníamos dos chicas muertas, la desaparición de Kim, la desaparición de los padres de ésta y el chófer, todo en una semana.
—Le dije a Barbara que yo debía encargarme de esa pista en Oahu —dijo Keola—. Esos antros para mochileros están alejados y son bastante precarios. Pero Levon me disuadió. Me dijo que quería que yo dedicara mi tiempo a buscar a Kim aquí.
Keola jugueteaba con su reloj de pulsera y se mordía el labio. Los dos, ex policías sin ninguna autoridad, tratábamos desesperadamente de comprender lo incomprensible.