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Dos policías iban en el asiento delantero y yo iba en el trasero de un coche que se dirigía velozmente hacia Wengen, una localidad alpina que parecía de juguete, a la sombra del Eiger.

Mientras el coche serpeaba en las carreteras angostas y heladas, yo aferraba el reposabrazos, me inclinaba hacia delante y clavaba los ojos en el camino. No temía que el coche saltara por encima de un guardarraíl. Temía que no llegáramos a tiempo para detener a Horst Werner.

El ordenador de Van der Heuvel contenía su lista de contactos, y además de la lista completa de vídeos de Henri, yo había entregado mis transcripciones de sus confesiones en aquella caravana. Expliqué a la policía el vínculo entre Henri Benoit, asesino en serie a sueldo, y la gente que le pagaba.

La policía estaba eufórica.

Sólo habían reparado en el vínculo que unía a las víctimas de Henri (decenas de muertes horribles en Europa, América y Asia) después del crimen de las dos jóvenes de Barbados. Ahora la policía suiza confiaba en que Horst Werner entregara a Henri si se lo presionaba lo suficiente.

Mientras nos dirigíamos a la villa de Werner, agentes de la ley estrechaban el círculo sobre los miembros de la Alianza en diversos países. Deberían haber sido horas triunfales para mí, pero yo era presa del pánico. Había llamado a varios amigos, pero no había teléfonos en el lugar donde estaba Amanda. Ignoraba si pasarían horas o días hasta que pudiera saber si estaba a salvo. Y aunque Van der Heuvel había dicho que Henri era un juguete, yo tenía más pruebas que antes de su crueldad, su ingenio, su afán de venganza. Y finalmente entendí por qué Henri me había fichado para escribir el libro: quería que apresaran a sus titiriteros, los miembros de la Alianza, para librarse de ellos, para cambiar de nuevo su identidad y llevar una vida autónoma.

El coche frenó, y los neumáticos patinaron sobre el hielo y la gravilla hasta que se detuvo al pie de un muro de piedra. El muro protegía un complejo semejante a una fortaleza, erigido al pie de una colina.

Se oyeron portazos, el crepitar de las radios. Unidades especiales nos flanquearon, docenas de hombres con chaleco antibalas, armados con armas automáticas, lanzagranadas y equipo de alta tecnología que yo ni siquiera sabía nombrar.

A cincuenta metros, más allá de un campo nevado, estallaron cristales de ventana en una esquina de la villa. El tiroteo se incrementó y desde dentro nos devolvían el fuego; las granadas tronaban al explotar dentro de la finca.

Cubiertos por el fuego de sus compañeros, varios agentes avanzaron hacia la villa y se oyó el rugido de la nieve que se desprendía de la empinada roca que había detrás de la fortaleza de Horst. Se oían gritos en alemán, más fuego de armas ligeras, y me imaginé el cadáver de Horst Werner saliendo en una camilla, el acto final de su caída.

Pero, si Horst Werner moría, ¿cómo encontraríamos a Henri?

La enorme puerta de la villa se abrió. Los hombres parapetados a ambos lados contra la pared apuntaron sus armas.

Y entonces lo vi.

Horst Werner —el engendro que Van der Heuvel había definido como un hombre de brazos largos y puños de acero, al que no me convenía conocer— salía de su morada de piedra. Era robusto y barbado, llevaba gafas con montura de oro y sobretodo azul, y aun con las manos entrelazadas encima de la cabeza tenía un porte confiado, casi diría militar.

Aquél era el libertino corrupto que lo dirigía todo, el mirón de mirones, el asesino de asesinos, el mago de una Oz infernal y pervertida.

Estaba con vida, y en manos de la policía.

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