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Los McDaniels volaron de Grand Rapids a Chicago, donde figuraban en lista de espera para un vuelo a Los Ángeles que conectaba justo a tiempo con un vuelo a Honolulú. Una vez en Honolulú, corrieron por el aeropuerto, billetes y documentos en mano, y llegaron al aparato de Island Air. Fueron los últimos en embarcar, y se acomodaron en los asientos antes de que la puerta del avión se cerrara con un fuerte estampido.
Estaban a sólo cuarenta minutos de Maui.
Desde que habían salido de Grand Rapids habían dormido a ratos. Había pasado tanto tiempo que aquella llamada telefónica empezaba a parecer irreal.
Ahora barajaban la idea de que se reirían de todo una vez que Kim los hubiera regañado por causar tanta alharaca, y se sacarían una instantánea con Kim —con cara de fastidio— entre sus padres, todos luciendo guirnaldas, como típicos turistas felices en Hawai.
Y luego volvían a sentir miedo.
¿Dónde estaba Kim? ¿Por qué no podían comunicarse? ¿Por qué no había llamadas de ella en el teléfono de la casa ni en el móvil de Levon?
Mientras el avión sobrevolaba las nubes, Barbara comentó:
—Estaba pensando en la bicicleta.
Levon cabeceó y le asió la mano.
Lo que llamaban «la bicicleta» había empezado con otra terrible llamada telefónica, ocho o nueve años atrás, una llamada de la policía. Kim tenía catorce años. Salía en bicicleta después de la escuela, con una bufanda en el cuello. La bufanda ondeante se enredó en la rueda trasera, sofocando a Kim y arrojándola al arcén. Una mujer que pasaba en coche vio la bicicleta en el camino, frenó y encontró a la niña tendida junto a un árbol, inconsciente. Esa mujer, llamada Anne Clohessy, había llamado al 911, y cuando llegó la ambulancia no lograron que Kim recobrara el conocimiento. Su cerebro estaba privado de oxígeno, decían los médicos. Estaba en coma. El personal del hospital le dijo a Barbara que quizá fuera irreversible.
Cuando llamaron a Levon a la oficina, un helicóptero había trasladado a Kim a una unidad de traumatismos en Chicago. Levon y Barbara viajaron cuatro horas en coche, llegaron al hospital y encontraron a su hija en cuidados intensivos, aturdida pero consciente, con una tremenda magulladura en el cuello, tan azul como la bufanda que casi la había matado. Pero estaba con vida. Aún no se había recobrado del todo, pero se pondría bien.
—La mente me hacía jugarretas —había dicho Kim—. Era como soñar, sólo que mucho más real. Oí que el padre Marty me hablaba como si estuviera sentado al pie de la cama.
—¿Qué te dijo, tesoro? —había preguntado Barbara.
—«Me alegra que estés bautizada, Kim». Eso me dijo.
Ahora Levon se quitó las gafas y se secó los ojos con el dorso de la mano.
—Entiendo, querido, entiendo —le dijo Barbara, dándole un pañuelo de papel.
Así querían encontrar a Kim ahora. Bien. Totalmente recobrada. Levon le dirigió a su mujer una sonrisa oblicua, y ambos recordaron que la nota del Chicago Tribune la había llamado la «chica milagrosa», y a veces aún la llamaban así.
La chica milagrosa que entró en el equipo de baloncesto de la universidad cuando apenas había ingresado. La chica milagrosa que inició la carrera de Medicina en Columbia. La chica milagrosa a quien habían elegido para que posara en traje de baño para Sporting Life, con todas las probabilidades en contra.
«Vaya milagro que fue ése», pensó Levon.