57

Esa mañana, con la marea baja, un corredor había visto el techo de un coche que parecía la concha de una gigantesca tortuga de mar. Había llamado a la policía, que había acudido con varios vehículos de emergencias.

Ahora la grúa depositaba el coche anegado en la playa. La dotación de bomberos, el personal de rescate y policías de las dos islas formaban corrillos en la arena, mirando el agua del Pacífico que chorreaba del chasis.

Un policía abrió una de las puertas traseras.

—Dos cuerpos con los cinturones abrochados —exclamó—. Los reconozco. Santo cielo, son los McDaniels. Los padres de la modelo.

Me estremecí y espeté una serie de amargos juramentos para no ponerme violento ni vomitar.

Eddie Keola estaba junto a mí al lado de la cinta amarilla que iba desde un tronco arrojado por el mar hasta un trozo de roca de lava a treinta metros. Keola no sólo era mi billete para conseguir información policial y entrar en las escenas del crimen, sino que empezaba a considerarlo el hermano menor que no había tenido.

No nos parecíamos en nada, salvo que ambos éramos piltrafas en ese momento.

Se aproximaron más vehículos, algunos con sirena, y se detuvieron en el asfalto lleno de baches que corría paralelo a la playa, una carretera cerrada por reparaciones.

Estos nuevos aditamentos a la flota de la ley eran vehículos utilitarios negros, y los hombres que se apearon de ellos llevaban chaquetas con la leyenda «FBI».

El amigo policía de Eddie se nos acercó.

—Lo único que puedo deciros —comentó— es que se vio a los McDaniels cenando hace dos noches en el albergue Kamehameha. Estaban con un hombre blanco, un metro ochenta y pico, pelo cano y gafas. Salieron con él, y eso es todo lo que tenemos. Con esa descripción, el sujeto que cenó con ellos pudo ser cualquiera.

—Gracias —dijo Eddie.

—De nada, pero ahora tendréis que iros.

Eddie y yo subimos por una rampa arenosa hasta el jeep.

Me alegré de irme.

No quería ver los cadáveres de esas dos buenas personas a las que había cobrado tanto afecto. Eddie me llevó de vuelta al Marriott y nos quedamos un rato en el aparcamiento, rumiando lo sucedido.

Las muertes de todas las víctimas de esa orgía sangrienta habían sido premeditadas, calculadas, casi artísticas, la obra de un asesino muy listo y experto que no dejaba pistas. Compadecí a los investigadores que tuvieran que resolver el caso. Y ahora Aronstein ponía fin a mis vacaciones en Hawai con todos los gastos pagados.

—¿Cuándo sale tu vuelo? —preguntó Keola.

—Alrededor de las dos.

—¿Quieres que te lleve?

—Te lo agradezco, pero de todos modos tengo que devolver el coche.

—Lamento que esto haya salido así.

—Éste será uno de esos casos sin resolver. Y si alguna vez se resuelve, será dentro de muchos años. La confesión de un moribundo o una componenda con un presidiario.

Poco después me despedí de Eddie, recogí mis cosas y me marché del hotel. Regresaba a Los Ángeles insatisfecho y angustiado, con la sensación de haber sufrido un desgarrón. Lo habría apostado todo a que la historia había terminado, al menos para mí.

Una vez más, me equivocaba.

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