110

Salí del metro, recordando que le había dicho a Amanda que estaría de vuelta en una hora pero ya habían transcurrido tres.

Regresé al Singe Vert con las manos vacías, sin bombones, sin flores, sin joyas. Mi expedición al Ritz no había arrojado ningún resultado, salvo un dato que podía resultar crítico.

Henri había reservado una habitación en el Ritz.

El vestíbulo de nuestro pequeño hotel estaba desierto, aunque una nube de humo de tabaco y de conversación estentórea flotaba desde el bar hacia la desconchada sala principal.

La recepción estaba cerrada.

Fui detrás del escritorio, pero mi llave no estaba en el gancho. ¿Acaso no la había devuelto? No lo recordaba. ¿Amanda la habría usado para salir a pesar de mi insistencia en que se quedara en la habitación? Subí la escalera enfadado conmigo mismo y con Amanda, y ansiando dormir.

Golpeé la puerta con los nudillos y llamé a Amanda. No respondió. Accioné el picaporte dispuesto a decirle que ya no tenía derecho a comportarse como una niña irresponsable, que ahora tenía que cuidar de dos.

Abrí la puerta y al instante noté que algo andaba mal. Amanda no estaba en la cama. ¿Estaría en el baño? ¿Se encontraría bien?

Entré llamándola, y la puerta se cerró a mis espaldas. Giré y traté de entender lo imposible: un hombre negro aferraba a Amanda, cruzándole el brazo izquierdo sobre el pecho. Con la mano derecha empuñaba un arma que le encañonaba la cabeza. Usaba guantes de látex. Azules. Yo había visto unos guantes como ésos.

Amanda estaba amordazada. Tenía los ojos desencajados, y sofocaba un grito.

El hombre negro me sonrió, la apretó con más fuerza y apuntó el arma hacia mí.

—Amanda —dijo—, mira quién ha llegado. Hemos esperado mucho tiempo, ¿verdad, cariño? Pero ha sido divertido, ¿no?

Todas las piezas del rompecabezas encajaron: los guantes azules, el tono conocido, la cara detrás de los ojos oscuros, el maquillaje. Esta vez no me equivocaba. Había oído esa voz durante horas, directamente en mi oído. Era Henri. Pero ¿cómo nos había encontrado?

Mi mente se disparó en cien direcciones al mismo tiempo.

Yo había ido a París por miedo. Pero ahora que Henri me visitaba, ya no sentía más temor. Sentía furia, y mis venas bombeaban adrenalina pura, la clase de adrenalina que permite que un bebé levante un coche, el torrente que puede impulsarte a correr hacia un edificio en llamas.

Saqué el revólver y lo amartillé.

—Suéltala —ordené.

Supongo que él no creía que le dispararía. Henri sonrió socarronamente.

—Deja el arma, Ben. Sólo quiero hablar.

Caminé hacia aquel maníaco y le apoyé el cañón en la frente. Él sonrió y un diente de oro centelleó, parte de su último disfraz. Disparé en el mismo instante en que me dio un rodillazo en el muslo. Caí contra un escritorio, cuyas patas de madera se astillaron mientras me desplomaba.

Temí haber herido a Amanda, pero vi que el brazo de Henri sangraba y oí el ruido de su arma deslizándose por el parquet del suelo. Le dio un empellón a Amanda, que cayó sobre mí. La aparté, y mientras trataba de incorporarme, Henri me apoyó el pie en la muñeca, mirándome con desdén.

—¿Por qué no te limitaste a hacer tu trabajo, Ben? Si hubieras cumplido, no tendríamos este pequeño contratiempo, pero ahora no puedo fiarme de ti. Lástima que no he traído la cámara.

Se agachó, me retorció los dedos hacia atrás y me arrebató el revólver. Luego me apuntó, y después a Amanda.

—Bien, ¿quién quiere morir primero? ¿Vous o vous?

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