Sé cosas que preferiría ignorar.

Un auténtico asesino psicópata no se parece en nada al homicida común. No es como el atracador que se asusta y descarga su pistola sobre un infeliz empleado de licorería, ni como el hombre que irrumpe en la oficina de su corredor bursátil y le vuela la cabeza, ni como el marido que estrangula a su mujer a causa de una infidelidad real o imaginaria.

Los psicópatas no están motivados por el amor, el miedo, la furia o el odio. No sienten esas emociones.

No sienten nada. Sé de qué hablo.

Gacy, Bundy, Dahmer, BTK Arder y las demás estrellas del gremio de los asesinos depravados eran gente distante, impulsada por el ansia sexual y la emoción de la cacería. Si alguien creyó ver remordimiento en los ojos de Ted Bundy cuando confesó haber matado a treinta mujeres jóvenes, sólo se lo imaginó, porque lo que distingue al psicópata de los demás homicidas es que le importan un bledo la vida y la muerte de sus víctimas.

Pero puede fingir que le importan. Remeda las emociones humanas para pasar inadvertido entre nosotros y acechar a su presa. Para acercarse poco a poco. Y una vez que ha matado, busca una emoción nueva y más intensa, sin límites, sin tabúes, sin restricciones.

Me han dicho que uno puede «distraerse» al estar tan consumido por sus apetitos inconfesables, y así los psicópatas cometen fallos.

Sí, a veces cometen errores.

Quizás ustedes recuerden la primavera de 2007, cuando Kim McDaniels, modelo de bikinis, fue secuestrada en una playa de Hawai. Nadie pidió rescate. La policía local se mostró lenta, arrogante e inepta, y no hubo testigos ni informadores que supieran quién había raptado a esa bella y talentosa mujer.

En esa época, yo era un ex policía metido a novelista, pero como mi último libro había ido casi directamente de la distribuidora a las mesas de saldo, era un novelista venido a menos que procuraba sobrevivir sin tener que escribir culebrones.

Así que trabajaba como periodista en la sección de crónicas policiales del L.A. Times y trataba de ser optimista: así fue como el escritor Michael Connelly inició su carrera hacia la fama y el éxito.

El viernes por la noche, veinticuatro horas después de la desaparición de Kim, yo estaba ante mi escritorio, redactando otro artículo rutinariamente trágico sobre la víctima de un tiroteo, cuando mi jefe de redacción, Daniel Aronstein, se asomó a mi cubículo, dijo «Mueve el culo» y me arrojó un billete a Maui.

Entonces yo frisaba los cuarenta y sufría una indigestión de escenas del crimen, pero me decía que estaba en un puesto ideal para pillar la idea que me permitiera escribir el libro que daría un giro radical a mi vida. Me aferraba a esa ilusión para conservar mi deshilachada esperanza de lograr un futuro mejor.

Lo extraño es que cuando la gran idea llamó a mi puerta no supe reconocerla.

El billete a Hawai me brindaba una ansiada oportunidad. Presentía un pasatiempo cinco estrellas; bares con vistas al mar y chicas semidesnudas, codo a codo con la competencia: todo eso a cuenta del L.A. Times.

Cogí el billete y volé hacia el artículo más importante de mi carrera.

El secuestro de Kim McDaniels era un incidente inesperado, una historia caliente de duración desconocida. Todas las agencias de noticias del planeta ya estaban pendientes de ella cuando me sumé a la multitud de reporteros que se agolpaba frente al cordón policial ante el hotel Wailea Princess.

Al principio pensé lo que pensaban todos: Kim había bebido más de la cuenta y caído en manos de unos chicos malos que, tras violarla, la mataron y se deshicieron del cuerpo. La «Bella Ausente» ocuparía los titulares durante una semana o un mes, hasta que algún imbécil de la farándula o el Departamento de Seguridad Interior recobrara la primera plana.

Aun así, tenía que mantener mi autoengaño y justificar una cuenta de gastos, así que me abrí paso a empellones hasta el negro corazón de una perversa y fascinante orgía de crímenes. Al hacerlo, y sin haberlo planeado, pasé a formar parte de la historia, pues fui escogido por un asesino profundamente psicótico que cultivaba su propio autoengaño.

Este libro es la auténtica historia de un monstruo hábil y elusivo, un monstruo de primera categoría que se llamaba Henri Benoit. Como me dijo el propio Henri: «Jack el Destapador nunca soñó con matar así».

Hace meses que vivo en una localidad remota, transcribiendo la historia de Henri. Los cortes de electricidad son frecuentes en este lugar, así que me he puesto ducho con una máquina de escribir manual. Lo cierto es que no necesito Google, porque lo que no figura en mis cintas, notas y recortes está grabado para siempre en mi mente.

Bikini trata sobre un asesino sin precedentes que elevó el listón a cotas inimaginables, un homicida sin parangón. Me he tomado ciertas licencias literarias para narrar su historia porque no puedo saber lo que Henri o sus víctimas pensaban en tal o cual situación.

Pero no se preocupen por eso, pues lo que Henri me contó con sus propias palabras fue confirmado por los hechos.

Y los hechos cuentan la verdad.

Y la verdad los dejará sin aliento, igual que a mí.

BENJAMIN L. HAWKINS

Mayo de 2009

Bikini
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