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A la mañana siguiente la guerra había terminado antes incluso de haber empezado. El huracán se prolongó hasta el alba, y cuando terminó Barbados quedó anegada por la lluvia. Llovía a cántaros, y eso aplacó de golpe las ansias bélicas por parte de los rebeldes. La mayoría de los soldados enviados al campo por el Consejo de la isla se habían rendido durante la noche y los demás entregaron las armas por la mañana. A la vista de la superioridad amenazadora del ejército de Cromwell, mucho mejor armado y entrenado, que amenazaba con avanzar hacia Bridgetown en frente cerrado, Jeremy Winston consideró preferible enviar a un parlamentario con bandera blanca y ofrecer la capitulación al enemigo. Aquella tarea recayó en su sobrino Eugene, el cual, según le pareció a su tío, se alegró mucho de ello. De todos modos, en el fondo todos se sentían contentos de que aquella guerra no hubiera provocado demasiadas víctimas. Aunque en ambos frentes se habían producido numerosos heridos, aquello se debía más al huracán y a los escombros llevados por el viento que a actos puramente bélicos.

Con todo, entre los civiles había que lamentar varios muertos. La revuelta de los esclavos había sido reprimida, pero había costado la vida a varias docenas de personas, aunque el número de víctimas negras superaba en mucho el de blancos. Aquella sublevación costaría aún la vida a muchos esclavos. La cárcel estaba a rebosar. Por eso los que se capturaba en los bosques eran atados al aire libre. Evidentemente, no iban a ajusticiarlos a todos, pues los terratenientes no podían permitírselo. Colgarían a algunos caudillos y los demás serían fustigados, marcados a fuego y luego obligados a trabajar, al igual que los criados sometidos a contrato. Era preciso compensar cuanto antes la posible caída de la cosecha a causa del huracán; algo que también exigían los actuales señores de Londres ya que el mundo necesitaba azúcar.

Mientras el mando de la flota tomaba las riendas en Barbados y dictaba las condiciones bajo las que tenía que proseguir la vida en la isla, sus habitantes procuraban paliar los daños, algo que, sin embargo, el mal tiempo dificultaba mucho. Una y otra vez, del cielo gris caían aguaceros intensos, de forma que las inundaciones de la costa, que se habían producido en el momento álgido del huracán y que habían convertido el río Constitution en una extensa corriente de agua, descendieran muy lentamente. Ya solo durante las horas de la mañana se habían hallado varios cadáveres entre los escombros y se suponía que habría muchos más en las masas de barro de los callejones, que llegaban hasta las rodillas.

Duncan descubrió con cierto horror que Chez Claire ya no existía. En el callejón donde estaba habían desaparecido media hilera de casas. La otra mitad estaba anegada hasta las ventanas. Entre reniegos y plegarias Duncan dio gracias primero a Elizabeth y a sus premoniciones, y luego a su Creador por su bondad y prudencia. Enseguida se dispuso a buscar a Claire. Para su alivio, la encontró un par de callejones más adentro, en un local llamado El dulce infierno donde ella se había refugiado con sus chicas. Vivienne tenía un ojo morado y Clotilde una herida en el pómulo, pero por lo demás todas estaban bien y, como siempre, estaban vigiladas por la mirada estoica y penetrante de Jacques. El gigante se hallaba muy ocupado apartando a los hombres de las francesas. Duncan no dudó de que pronto habría un nuevo Chez Claire —mejor, mayor y con una decoración más rica— que causaría furor entre sus clientes.

—Sigues aquí, mon ami —dijo Claire arqueando una ceja—. ¿No eras tú el que tenía que marcharse hace un tiempo?

—No, sin la yegua de mi futura esposa —dijo Duncan, imperturbable—. Y la caja sobre la que te sientas. Valoro muchísimo que no hayas intentado forzarla.

—Ah, no sé de dónde sacas esa certeza, pero te adoro por ello.

Con una sonrisa de esfinge, Claire le entregó el arca con el oro, la dote de Elizabeth, un dineral del cual a él le habría costado prescindir. Duncan le dio las gracias y se marchó silbando de contento. El brazo derecho le dolía, pero a quién podía importarle algo así cuando debajo del brazo izquierdo llevaba toda una fortuna.

Por suerte, el establo donde estaba Pearl había aguantado y la yegua estaba perfectamente, lo cual iba a alegrar a Elizabeth más que el oro. Duncan dejó que el mozo de cuadra preparara la yegua y montó en ella. A pesar de la lluvia, la gente a su alrededor se dedicaba a retirar los escombros. Aunque les aguardaban muchas semanas de trabajo, la tempestad en realidad no había sido tan grave. De haber sido así, en la costa no habría quedado piedra sobre piedra, y habría habido cientos o incluso miles de muertos, como ocurrió con el huracán de Cuba seis años atrás. Eso por no hablar de los barcos del puerto: por ejemplo, en los dos huracanes que habían asolado La Española hacía nueve y diez años se habían destruido y hundido varias docenas de embarcaciones.

Duncan ya se había asegurado de que el Elise había salido bien parado de la tormenta nocturna. Solo hacían falta unas pocas reparaciones de poca importancia y, además, podían llevarse a cabo en alta mar. No tenía previsto permanecer más tiempo del necesario en Barbados y, en lo posible, su intención era zarpar aquel mismo día. Tras cumplir su parte del trato y haber permitido al almirante un desembarco sin contratiempos, él tenía el paso abierto. Duncan regresó a la iglesia a caballo. Las mujeres y el pequeño habían encontrado refugio en la casa parroquial adyacente; a Duncan conseguir eso le había costado un gran esfuerzo de convicción puesto que el cadáver de Dunmore en el jardín no daba precisamente muchos motivos de confianza al reverendo Martin.

La lluvia seguía cayendo sin cesar mientras Duncan se aproximaba a la iglesia. A pesar de estar empapado, eso no le molestaba, ni tampoco el dolor en el brazo. Una satisfacción tranquila lo inundó al pensar en el viaje que se abría ante sí con Elizabeth y su hijo; igualmente albergaba algunas esperanzas en cuanto al futuro. Si el almirantazgo cumplía aunque solo fuera una parte de sus promesas, él, con la ayuda del Parlamento, empezaría a crear pronto una verdadera flota mercante. Y Barbados era solo el comienzo porque en el Caribe había aún otros destinos que, en cuanto los españoles fueran expulsados de allí, serían por lo menos igual de lucrativos.

Un carro se aproximó traqueteando, con las ruedas abriéndose paso con dificultad en el barro. Para su asombro, Duncan vio a George Penn sentado en el pescante. El oficial, en otros tiempos tan ansioso por enzarzarse en una guerra, era ahora un hombre empapado y vencido que había dejado atrás sus mejores años. En la superficie de carga iba un hombre sentado, reclinado en un montón de sacos y envuelto en una manta con el sombrero muy calado. Duncan se acercó a caballo.

—¡Qué me aspen! —exclamó, incrédulo—. ¿Sois vos, Noringham?

William se apartó el sombrero. El hombre estaba muy pálido y malherido, algo no muy difícil de adivinar por su postura encogida y la expresión de dolor de su rostro. Sin embargo, aunque la lluvia le cubría la cara de agua, logró forzar una sonrisa.

—Capitán Haynes. Confío en que vos habéis cuidado de que lady Elizabeth esté a salvo, ¿verdad?

—Podéis estar seguro de ello, sir. —Duncan le dirigió una amplia sonrisa. Pocas veces había sentido una felicidad mayor—. ¡Os creíamos muerto!

—Yo también lo creí. Pero, al parecer, aunque tengo un orificio en el pecho, debajo solo hay una costilla rota. Según parece, Dunmore ahorraba en pólvora. Lo de la pierna es bastante peor. Me la rompí al saltar por la ventana a causa del fuego.

—Ya me contaréis cómo pasó todo eso. Por el momento no creo que os sea posible.

Duncan señaló las mujeres, que salían a toda prisa de la casa parroquial. Anne iba al frente, sollozaba y reía a la vez, mientras se encaramaba a la superficie de carga del carro y abrazaba a su hermano, algo que él soportó con el rostro contrito de dolor. Elizabeth se aproximó al vehículo apretándose la boca con las manos, y Duncan observó que ella también lloraba, como Deirdre y Celia. Y también igual que Felicity, quien se unió al grupo llevando a Jonathan de la mano y quien estalló en lágrimas en cuanto vio a William, al que creían muerto. Finalmente, Jonathan también se echó a llorar, y lo hizo con una intensidad que superó sin problemas a la de las mujeres. Al parecer bastaba con que uno llorara para que todos los demás le hicieran coro.

Duncan suspiró para sí mismo y se dijo que él se lo había buscado. Sin embargo, entonces volvió la cara hacia la lluvia y se echó a reír. Unas cuantas lloronas no lograrían alterarlo a él. ¡Por todos los diablos! ¡Era todo un pirata! Pronto todos juntos zarparían en el Elise hacia el horizonte. Y mientras él tuviera una cubierta bajo los pies y las velas desplegadas sobre la cabeza, era capaz de afrontarlo todo.

Contento, descabalgó de su montura y se reunió con los demás.