30
Mientras Robert era enterrado, en la plantación de los Dunmore todo parecía seguir el ritmo habitual.
Akin tensó los músculos y tomó aire inspirando con fuerza. En la mano sostenía, relajado y seguro, el machete, como siempre cuando cortaba caña. Una tras otra. Sin cesar. Golpeaba con tanta facilidad la espesura verde que esta parecía agua apartándose a su paso. Los bordes afilados de los puntos de corte y las hojas se le clavaban en las manos y en los antebrazos, pero hacía tiempo que ya no notaba las heridas que aquello le provocaba. Aquel bosque verde, casi el doble de alto que él, se inclinaba en crujidos misteriosos, como si ocultara la respuesta a todas las preguntas. A su lado, los hombres trabajaban en simetría estoica, con las cabezas agachadas la mayor parte del tiempo, excepto aquellos que comprendían el lenguaje de los tambores. Estos le dirigían un vistazo más a menudo, vigilando con miradas inquisidoras a que él diera la señal.
Entonces llegó el momento. El capataz estaba en el lindar del campo y se distrajo con un esclavo que cortaba la caña demasiado arriba. Sacó el látigo. El chasquido fuerte del cuero sobre la espalda negra, el gemido de dolor. Había llegado la hora. El grito espeluznante de Akin fue la señal.
Todos, como un solo hombre, se abalanzaron a la vez contra el capataz. El que acababa de probar el látigo fue más rápido que los demás y agarró el machete, que había tenido que dejar en el suelo por orden del capataz, y arremetió contra su torturador. Este aún tuvo la oportunidad de renegar antes de que el cuchillo le atravesara el cuerpo. Mientras contemplaba sin poder creerlo cómo las entrañas le salían e intentaba detenerlas con manos temblorosas, el resto de los esclavos se acercaron a él. Recibió el golpe de dos, tres, cuatro machetes y le despedazaron la cabeza, los brazos y la cara. Esos golpes no lo mataron, aún no. Estaba consciente cuando cayó de espaldas al suelo. La sangre le brotaba a borbotones por la boca cuando Akin se le acercó por encima y bajó los ojos para mirarlo.
—Así se quedará —dijo—, para que tenga tiempo de darse cuenta.
Miró atentamente a su alrededor. Algunos negros que no pertenecían a la tribu de los yoruba se habían agrupado y lo miraban intimidados y con espanto.
—Sois libres —dijo Akin—. Podéis marcharos a donde queráis. Quien así lo quiera puede venir conmigo y luchar.
Intercambiaron las miradas. Tres de ellos se fueron y los otros cinco se quedaron.
Los esclavos yoruba se habían agrupado en torno a Akin. Dos o tres dieron una patada al capataz moribundo quien, entre estertores, intentaba decir algo aunque solo lograba lanzar borbotones de sangre. Los cuatro irlandeses sometidos a contrato también habían formado un grupo. En sus rostros se reflejaba el más puro espanto. Al parecer ya se veían colgando en el patíbulo.
—También vosotros podéis iros o quedaros —dijo Akin.
—Esto es una locura —exclamó uno, el contrato del cual, según sabía Akin, terminaba la próxima primavera.
También los otros dos se encogieron y se retiraron. Estaban tan poco dispuestos a luchar como el primero. Solo el cuarto levantó la cabeza con decisión; era un irlandés de diecinueve años de cabello rojizo oscuro llamado Ian. Aún le quedaban cinco años por delante y, en general, se le tenía por incorregible y nada dócil. Había sufrido tantos latigazos de Harold Dunmore y del capataz que su espalda era un amasijo de cicatrices mal curadas.
—Yo estoy con vosotros —dijo.
Los otros tres ya se habían ocultado entre la maleza.
Akin se inclinó hacia el capataz y le cogió la pistola, la llave de mecha, la mecha y el chifle, y se lo metió todo en el cinto. Sabía cómo manejar el arma porque había observado con frecuencia y prestando mucha atención al capataz mientras la cargaba, tensaba el gatillo para probar y a veces incluso, si le venía en gana, hacía pruebas de tiro, sobre todo los domingos, cuando el amo estaba con la familia en Bridgetown. Una vez, para divertirse, había atado a un esclavo a un árbol, le había puesto una calabaza en la cabeza y había disparado. A resultas de ello el esclavo había perdido una oreja. Días después la herida se le infectó y, al cabo de una semana, el hombre estaba muerto. El capataz había dicho al amo que el esclavo había sido torpe manejando el machete.
Akin bajó la vista, pensativo, hacia el capataz. Intentó calcular cuánto tiempo le quedaría aún a aquel hombre para reflexionar sobre sus actos y sobre lo que le ocurría. Tal vez media hora. Tras pensarlo un poco, se inclinó hacia él y le cortó una oreja. Los esclavos le vieron hacerlo con un asentimiento mudo. El grito del capataz se vio anegado por una tos ahogada en sangre.
Todos los esclavos restantes —una docena contando los yoruba— siguieron a Akin hacia las chozas, donde, en cuanto aparecieron los que estaban manchados de sangre, se levantó un griterío nervioso. Muchos tenían miedo, pero la mayoría sabía que aquel día tenía que llegar y se quedaron quietos, en actitud contenida, mientras Akin les hablaba.
Si cada negro de la isla mataba a un blanco, les dijo, ellos serían libres y la tierra les pertenecería. Cuantos más matasen, más pronto ocurriría.
En pelotón, se dirigieron todos a los cobertizos de trabajo. Allí se encontraron con más esclavos y trabajadores sometidos a contrato que ya estaban al corriente de lo que ocurría. Uno de los tres hombres que se había marchado les había informado de la muerte del capataz. De los siete trabajadores sometidos a contrato que trabajaban en el molino y en la zona dedicada al refinado, cinco optaron por unirse a los esclavos y dos prefirieron marcharse.
Akin quitó los arreos a los mulos y los ahuyentó a golpes. Luego se lanzó a destrozar la zona de prensado. Retiró la suspensión de la barra central y, acto seguido, ayudado por otros dos esclavos, lo utilizó de martinete para sacar los rodillos de su anclaje. Al terminar, ordenó a los hombres ir hasta una alberca cercana y arrojarse a ella. En la maraña confusa de plantas trepadoras sería muy difícil encontrarlos. Ordenó arrojar también allí las reservas de azúcar de modo que, en un instante, se deshizo la cosecha de dos meses por lo menos.
Destruyeron los conductos de madera y golpearon el caldero de cobre hasta hacerlo añicos. Finalmente, empleando la barra como martinete, arrasaron asimismo el horno. Allí, Akin vigiló que el fuego no se apagara porque lo necesitaban. Prendió entonces un manojo de hojas y se encaminó hacia los campos para incendiarlos. Los demás lo imitaron. Las panojas secas prendieron y el fuego lo engulló todo con rapidez, convirtiendo en un instante el lugar en un mar de llamas y humo.
A continuación entraron en la casa y forzaron la puerta del armario donde ellos pensaban que había machetes. En efecto, los encontraron y también dieron con algo con lo que no habían contado: una docena larga de armas con cañones brillantes —dispuestas, la una junto a la otra, en un soporte— y también, en el compartimiento inferior, bolsas de pólvora y cajas repletas de munición.
Akin repartió las armas entre sus hombres y les enseñó a manejarlas; luego prendió una mecha. Antes de incendiar la casa, la miró por un momento. Aunque llevaba cinco años viviendo en la plantación, nunca había estado allí dentro. El amo compartía el edificio con el capataz y muchos días también con su hijo. Akin se sorprendió de la sobriedad del lugar; no hacía mucho, cuando había tenido que ir a la otra casa para ayudar en los preparativos de la fiesta, había visto el palacio suntuoso que el amo tenía en Bridgetown.
Nada de lo que se veía en esa cabaña denotaba riqueza. Había solo tres habitaciones, cada una de ellas con una cama que colgaba del techo. Las sábanas estaban deshilachadas y sucias. El mobiliario estaba formado por unos taburetes mal ensamblados, un baúl deslucido y una mesa destartalada sobre la que se amontonaban papeles y legajos. Al parecer el amo llevaba allí la contabilidad de la plantación. En una ocasión le había oído hablar de ello con el capataz. «Una buena contabilidad es la mitad de las ganancias», había dicho. También los traficantes de esclavos llevaban unos libros en los que registraban sus ganancias después de subastar a un negro.
Akin se acercó a la mesa y sostuvo la mecha brillante junto al papel. Observó un momento cómo prendía en llamas, miró el humo que se alzaba y sopló contra las cenizas que se levantaron. Luego arrojó la mecha encendida sobre una de aquellas camas apestosas. El jergón de paja prendió en un instante y quedó envuelto en una humareda pestilente.
Akin se dio la vuelta y abandonó la casa.
Prosiguieron adelante, sin detenerse, convertidos en figuras sucias de tizne y de sangre sobre las cuales el cielo se teñía de negro a causa del humo. Tras dejar atrás al capataz muerto pasaron, guardando la debida distancia, junto a los campos en llamas y atravesaron una zona de selva en dirección este hasta llegar a la siguiente plantación. Era una plantación pequeña, de poca extensión. Su propietario solo tenía cinco esclavos a los que castigaba de forma brutal a la menor ocasión. Cierta vez había atado desnudo entre dos árboles a uno de ellos, que casi era un niño, y lo había cubierto de melaza. Las enormes hormigas rojas no se hicieron esperar. El muchacho quedó completamente cubierto por ellas, que le penetraron por los ojos, la boca, la nariz y el ano. Casi agonizante a causa de los mordiscos y medio paralizado por el veneno, apenas había llegado a darse cuenta de que lo desataban y le arrojaban encima agua de la fuente.
El terrateniente salió corriendo de la casa, con el arma dispuesta. Akin le disparó al pecho. Luego mataron a machetazos a todos los que quedaban en la casa: la esposa del terrateniente, sus dos hijos adolescentes y la hija, que gritaba de forma tan aguda que a Akin le retumbaron los oídos durante un buen rato. En cambio perdonaron la vida a la anciana madre del propietario. Estaba ciega y no podía andar. Cuando Akin entró en su dormitorio, ella volvió la vista hacia la nada con sus pupilas de color blanco pálido y farfulló unas palabras. Akin escuchó su voz rota y le pareció entender lo que decía.
—¿Ahora ya puedo irme a casa?
Las palabras «a casa» retumbaban en su cabeza: las galopadas salvajes por las llanuras calcinadas de Oyo. La voz de su padre llamándolo. La risa alegre de su hermano cuando se sentaban de noche junto a la hoguera. Su patria, traicionada por sus propios gobernantes. No. Akin ya no tenía hogar. Pero se sometería a uno nuevo. Los orishas estaban en todas partes y el día de la libertad estaba muy próximo.