31
Cuando tuvo noticia del levantamiento de los esclavos Harold montó en cólera. Dos de los criados sometidos a contrato de Rainbow Falls habían partido de inmediato hacia Bridgetown. Llegaron a toda prisa a Dunmore Hall, resoplando y empapados en sudor.
—El negro grande —resolló el mayor los dos, al cual solo le faltaba medio año de servicio—. ¡Ese es el cabecilla!
Harold se lo quedó mirando, pálido de rabia. El contraste de su piel y el chaleco negro que llevaba hacía que pareciera haberse quedado sin sangre. Aunque había asido la empuñadura del látigo y tenía los nudillos blancos de la tensión, logró dominarse porque era evidente que el criado no merecía castigo alguno, sino reconocimiento.
—Explícame exactamente qué ha ocurrido —le ordenó.
—Estábamos cosechando y el capataz había azotado a un negro. Entonces Akin se ha puesto a gritar, y el chico a quien el capataz había pegado se ha hecho con el machete y lo ha atacado. Luego todos se han abalanzado contra él, lo han abierto en canal y lo han mutilado. Yo solo he oído los estertores. —El criado añadió, esperanzado—: Quizá aún esté vivo.
Su compañero negó con la cabeza.
—No lo creo. —Con la voz entrecortada por la carrera prosiguió—. Akin nos dijo que podíamos luchar con él o huir. Nosotros hemos preferido huir. Hemos avisado a los muchachos del molino y luego hemos venido corriendo hasta aquí.
—Id a la cocina para que os den algo de beber —ordenó Harold mientras se disponía ya a reunir a todos los hombres que pudiera.
Envió a dos criados para que avisaran a los terratenientes de las plantaciones de la zona. Nervioso, recorrió el patio de un lado a otro y esperó su llegada.
Siempre había temido ese día y había alardeado de controlar de cerca lo que le pertenecía. Había asumido una responsabilidad y era consecuente con ello, por mucho que le costara. De forma distinta se comportaban los demás terratenientes, que, por temor a sublevaciones y aversión a sus negros, preferían estar entre los suyos en Bridgetown y dejaban en manos de los capataces los castigos a los esclavos y la producción de azúcar. Perezosos e indolentes, se quedaban en sus casas confortables y se llenaban la tripa. Él, por el contrario, trabajaba duro seis días a la semana sin permitirse descanso alguno excepto los domingos. Le disgustaba tener que ponerlos sobre aviso. A él esas plantaciones le traían sin cuidado.
Pero, por mucho que le fastidiara, no podía permitírselo. No era posible contener aquel levantamiento sin la ayuda de un buen número de hombres armados. Estaba convencido de que Akin no hacía las cosas a medias. Se apoderaría de las armas de la casa y, además, sabía cómo manejarlas. En una ocasión, Harold había visto que el negro miraba atentamente cómo el capataz limpiaba y cargaba el arma. Aquello le había costado diez azotes, que Akin había soportado sin quejarse, como todos los azotes previos y posteriores. En cierto modo, Harold siempre lo había admirado por ello. A sus ojos, la fortaleza, la propia y la de los demás, era una cualidad que merecía el máximo respeto. En ese sentido, pocas eran las personas a las que podía ver como iguales.
Harriet era alguien así. Y también el hijo de ella, aunque este adolecía de la perseverancia de su madre. Estaba además ese maldito pirata, Duncan Haynes, que sabía ocultar siempre su voluntad de hierro detrás de una sonrisa. Y, por supuesto, Elizabeth. Ella era la más fuerte de todos, más incluso que él mismo. Su vitalidad y su obstinación incontenibles a Harold a veces le resultaban tan acuciantes que parecía rodeada de un aura.
Mientras pensaba en ella notó la mirada de la joven en él. Era una sensación extraña, casi aterradora, que a veces le asombraba; sin embargo, ya había dejado de dar vueltas al respecto. Vacilante, se volvió y la vio arriba, en la barandilla de la galería. Llevaba en brazos al pequeño y había bajado la mirada hacia él con semblante preocupado.
—¿Qué ocurre? —exclamó Elizabeth.
—Un motín de negros —respondió él sin más.
Su nuera dibujó con la boca un «oh» de espanto y luego desapareció de nuevo a la sombra de la galería, seguramente para ir a contárselo de inmediato a Felicity.
Llegaron los primeros terratenientes acompañados de sus trabajadores sometidos a contrato. Jeremy Winston también estaba allí; había movilizado una pequeña tropa de soldados armados, lo que quedaba de una unidad que había creado él mismo cuando asumió su cargo para proteger de los españoles la propiedad real. Y había acudido George Penn. Él no residía en Bridgetown, sino en su plantación situada al norte, y era más un campesino que un hombre de ciudad; sin embargo, como entonces estaba creando una milicia ciudadana para la defensa de la isla contra los parlamentarios, llevaba en Bridgetown desde el día anterior. A modo de refuerzo, lo acompañaban asimismo los hombres que había reclutado entretanto. Seguramente con esa tropa someterían a los negros. Harold ordenó ensillar su caballo castrado y al instante se dio la voz de partida. Cuando salía del patio con los demás, volvió otra vez la vista atrás. Elizabeth y Felicity estaban en el segundo piso, junto a la barandilla de la galería mirando su partida.
Elizabeth estaba preocupada, pero habría podido ser peor, pensó. Al menos los Noringham no estaban amenazados. Tras el entierro no habían vuelto a Summer Hill; se habían quedado en la ciudad para interesarse por cómo estaba Celia en la cárcel y para visitar después a una familia amiga. Elizabeth les hizo llegar un mensaje allí por medio de una sirvienta para tenerlos al corriente.
Jonathan estaba sentado sobre una esterilla en el dormitorio de su madre jugando con su títere. No se cansaba de levantar las piernas y los brazos de la figurita de madera. Dijo «títere», con voz alta y muy clara. Miró a Elizabeth con una sonrisa y ella se forzó a responderle con otra. Le alegraba que, por lo menos en apariencia, él hubiera superado ya las tremendas impresiones del entierro.
No ocurría lo mismo con Felicity. Estaba tumbada en la cama mirando el techo con expresión deprimida. Aunque el Eindhoven aún estaba anclado en la bahía de Carslile, eso iba a cambiar muy pronto. Felicity contó a Elizabeth que no sabía qué le daba más miedo: que Niklas Vandemeer zarpara en su barco sin despedirse de ella o que él quedara al alcance de los cañones ingleses. Corrían ya los primeros rumores acerca de que la flota británica del Parlamento había atacado barcos holandeses. Entre los asistentes al entierro alguien había dicho que un capitán de navío que había llegado el día anterior había afirmado que los parlamentarios habían hundido un barco de esclavos holandés con doscientas personas a bordo. Al parecer, todos habían muerto ahogados.
El pequeño estaba cansado y empezó a gimotear. Elizabeth lo aupó y lo acunó entre sus brazos hasta que se quedó dormido. Tras acostarlo en la cuna, empezó a ir de un lado a otro con los brazos cruzados, inquieta, casi con desasosiego. Sintió la urgencia incontenible de moverse.
—Voy a salir a cabalgar —le dijo a Felicity, que dormitaba con los ojos cerrados.
Su prima se incorporó, sobresaltada.
—¡No puedes hacer eso! ¡Acabas de enterrar hoy mismo a tu marido!
Elizabeth levantó la cabeza con un gesto obstinado.
—No regresará, aunque me quede en casa.
—¡No lo hagas! ¡Podrías caer en manos de los sublevados!
Sin embargo, para entonces Elizabeth ya se estaba poniendo su ropa de montar. De todos modos, en atención a su viudedad, se envolvió con una fina capa negra con capucha. En cuanto estuviera lo suficientemente lejos de la ciudad, se dijo, se la quitaría y la pondría en la alforja.
Al ir a bajar pasó frente al dormitorio de Martha y de Harold. Dio un respingo cuando, de repente, la puerta se abrió y Martha apareció ante ella. El aspecto de su suegra era lamentable: tenía los ojos profundamente hundidos en su rostro abotagado por el llanto; su cabello se había convertido en una masa grisácea y confusa, y llevaba el vestido negro, que todavía no se había quitado, arrugado y manchado. Despedía un hedor rancio a sudor de días y alcohol. También de la habitación llegaba un intenso olor a bebida. Su suegra, evidentemente, había estado sirviéndose ron durante un buen rato.
—¿Adónde vas? —inquirió Martha con la lengua pastosa.
Elizabeth vaciló. De pronto se consideró despiadada y dura de corazón; sin embargo, dijo con tono firme:
—Voy a salir a caballo. Si no me da el aire fresco, creo que me volveré loca.
Para su asombro, Martha asintió.
—Sí, sal a caballo. Márchate muy lejos. Aléjate de él.
—¿De quién? —preguntó Elizabeth, insegura—. ¿De Robert? Pero…
Ella se calló, acongojada.
—¿De Robert? —repitió Martha con voz pastosa—. Sí, de Robert. No eres buena para él. Para nadie. Has traído la desgracia sobre nuestras cabezas. Vete y déjanos en paz.
Con gesto brusco levantó la mano, como si fuera a pegar a su nuera, y Elizabeth, de forma automática, retrocedió, pero Martha solo cogió el pomo de la puerta y la cerró con un portazo.
Elizabeth intentó en vano ahogar su sentimiento de pérdida y de soledad. Se sintió mejor en cuanto hubo montado en la silla y partió a toda velocidad. Como siempre, varios curiosos la vieron pasar y ella notó, con más intensidad que nunca, su desaprobación. Tal vez, se dijo, solo eran imaginaciones suyas. Tenía que dejar de dar tanta importancia a lo que pensaran los demás. Lo máximo que podía pasarle era que la mirasen de reojo. Pero entonces recordó a la mujer que el año anterior había sido condenada por adulterio. Era una joven con ganas de vivir mientras que su marido era viejo y feo y, sobre todo, violento. Ella había querido huir del matrimonio concertado por sus padres y marcharse con su amante, y ambos habían trasladado ya sus pertenencias a un barco portugués. Sin embargo, el marido la había descubierto antes de que el buque zarpara y la había conducido ante del juez. La sentencia había sido muy severa: a la mujer se le rapó el pelo y se le puso una máscara de la vergüenza. Estuvo todo un día expuesta así en la picota, bajo el sol intenso, convertida en objeto de miradas burlonas y también de compasión. Ya había fallecido. La primavera anterior había sufrido un aborto a resultas de cual murió. Se decía que su marido, que no había pedido auxilio para ella, había permitido que muriera desangrada.
Elizabeth no quería pensar en ello, pero le resultaba imposible. ¿La habrían sentenciado de ese modo si la hubieran descubierto con Duncan Haynes? En su caso, se preguntó, ¿no debería haberse condenado también a Robert? Nunca había oído hablar de un hombre que hubiera sido condenado por adulterio. En cualquier caso, ella se había librado de eso. Pero solo en cuanto a la recriminación pública. Haber rechazado a su marido poco antes de su muerte continuaría siendo para ella un recuerdo mortificante que, unido a sus pasos en falso adúlteros, formaban una imagen perdurable de la deshonra. Durante la noche anterior se había despertado repetidamente con pesadillas en las que Robert le imploraba que lo amara. Cada vez que eso ocurría, ella lo rechazaba con rabia y se volvía dándole la espalda, y entonces él asomaba por el otro lado aunque, esa vez, muerto. La sangre le chorreaba de su cabello rubio y húmedo; sus ojos claros parecían de vidrio helado y le clavaban la mirada hasta el fondo del alma. «¿Qué has hecho? —le preguntaba él con voz lastimosa—. ¿Por qué me has abandonado? ¡Por tu culpa! ¡He muerto por tu culpa!».
Elizabeth se había despertado con la respiración entrecortada, se había dado la vuelta y se había apretado los puños contra los párpados, pero no había conseguido exorcizar esa mirada. Luego había soñado con Duncan; en esos sueños él la volvía a poseer y, mientras ella se entregaba a él, sus jadeos no eran de espanto sino de puro placer. De todos modos, la tremenda sensación de vergüenza que tuvo al despertarse no hizo más que empeorar, si cabía, su desazón.
Cuando llegó a campo abierto, clavó los talones en los flancos de Pearl. Su salida la llevó a Oistins, un grupo de chozas miserables situado al sur que a duras penas podía considerarse aldea. Justo al lado de la playa estaban unos cobertizos en los que se ponía a secar el tabaco, un amarradero para las barcas y, como en todos los rincones de la isla, la obligada taberna, donde los terratenientes y los trabajadores libres de la zona se reunían para emborracharse y jugar.
En un pequeño aprisco situado en las afueras del poblado, pacía media docena de cabras, y en un patio vallado picoteaban unas gallinas. Al lado había una cabaña con un porche pequeño en el que estaba sentada una mujer recia y de cabello oscuro: era Miranda, el ama de cría de Jonathan. Su marido cultivaba tabaco, y entre los dos llevaban una pequeña plantación y además criaban ganado pequeño, que luego vendían en la ciudad en los días de mercado.
Elizabeth desmontó, ató a Pearl a la sombra de una palmera y se dirigió hacia Miranda. Rebuscó en el bolso y encontró un par de monedas, las cuales entregó a la mujer. La portuguesa se metió el dinero en el escote y dibujó una amplia sonrisa.
—¿Ron? —preguntó.
Elizabeth le dio las gracias pero negó con la cabeza. Se sentó junto a Miranda en los escalones del porche.
—En Saint James ha habido un alzamiento de esclavos y es posible que se extienda. Id con cuidado, tú y tu marido.
De pronto notó lo cansada que estaba. Se quedó aún un rato callada, sentada junto a Miranda y mirando el mar. El sol se había desplazado hacia el oeste y estaba notablemente más bajo que cuando había salido de casa, pero Elizabeth perdió la noción del tiempo. Al cabo de un rato, se levantó, se despidió de Miranda y se acercó a Pearl. Al montarse, de nuevo volvió a sentir cansancio y decidió regresar sin tardanza. Si fuera otro día y fuera más pronto, se dijo, continuaría cabalgando un poco más, tal vez incluso hasta la costa agreste del este de la isla, donde rompía con fuerza el oleaje bravío del Atlántico.
Tomó un sorbo del agua que había llevado consigo y luego, tras pasar a través de un grupo de palmeras mecidas por el viento, condujo a Pearl hasta la playa, una cala diminuta con un aspecto muy atractivo. Su fina arena blanca tenía un ligero tono rosado, debido tal vez al sol, que estaba muy bajo, o al calcio de coral que unía la isla al fondo marino. Las olas vertían la espuma en la orilla, que estaba suavemente inclinada. Elizabeth ató las riendas de Pearl a una de las piedras que rodeaban la pequeña cala. Tras acariciar la grupa de la yegua, se desnudó de forma decidida y entró en el agua. Aunque estaba casi tan tibia como el aire, resultaba deliciosamente refrescante. Luego se zambulló en las olas, nadó un poco a contracorriente y flotó de espaldas para dejarse ir. Sobre ella el cielo era de un azul intenso, pero en dirección oeste había adquirido el color rojo del fuego. Se preguntó con vaguedad si habría en el mundo un lugar más paradisíaco que aquel. Inglaterra, con aquellos inacabables inviernos nublados y las numerosas lluvias de verano, era tan diferente de Barbados, tan mimada por el sol, que al recordarlo, su antiguo hogar se le antojaba ajeno. Intentó rememorar otra vez la sensación del viento gélido en la piel, la lluvia fría en el pelo y el entumecimiento de los brazos y las piernas después de una salida a caballo en invierno. Se esforzó por conjurar el amor por el paisaje que había sentido en su juventud, y tuvo que recordarse que Raleigh Manor era su hogar verdadero, en el que tenía sus raíces. Pero entonces vio y olió en torno a ella el océano y sus murmullos, y se sintió unida a ese mágico mundo tropical que la había fascinado sin remedio desde su llegada a la isla.
Tomó aire y se zambulló en las nítidas profundidades. Bajo el agua, deformados por la visión submarina, admiró los corales y sus curiosas ramificaciones, así como las plantas multicolores que se agitaban ondulantes entre ellos. Un grupo de peces diminutos y brillantes pasaron a toda prisa, se detuvieron como hechizados sobre el banco de coral y luego prosiguieron su avance. Una tortuga, grande como un barril, pasó junto a ella con majestuosidad.
Elizabeth permaneció bajo el agua hasta que los pulmones estuvieron a punto de estallarle, fascinada por aquella diversidad abigarrada y maravillosa que se ofrecía ante ella. Con desagrado regresó a la superficie y sacó la cabeza con un resoplido. Salió del agua, sacudiéndose como un cachorro de forma que las gotas se vieron despedidas hacia todos lados. Se escurrió el cabello con las manos y fue a buscar un peine y un cepillo a la alforja. Se había acostumbrado a llevar siempre consigo ambas cosas cuando salía a nadar, al igual que una toalla para secarse. Se peinó el cabello mojado, se secó el cuerpo con la toalla, se puso las enaguas y se tumbó en una roca plana y caliente por el sol. Aún tenía tiempo para relajarse un momentito. Solo sería un cuarto de hora… Cerró los ojos y no pensó en nada. Estar allí tumbada, con el sol de la tarde en el rostro y el viento suave en la piel, le hacía sentir bien.
Cuando volvió en sí, el sol ya se había puesto y ante ella, recortada contra el sol del amanecer, se erigía la silueta de un hombre. Antes incluso de dejar de gritar, se dio cuenta de que no corría peligro. Pero eso, sin embargo, aún la enfureció más.
—¿Acaso siempre tienes que asustarme? —exclamó.
Duncan estaba tan enfadado como ella.
—¿Qué crees que haces?
Elizabeth se incorporó en la roca y renegó para sí al darse un golpe en los dedos del pie.
—Solo me he tumbado un segundo para descansar.
En realidad, a la vista de la penumbra, Elizabeth hubo de reconocer que tenía que haber sido una hora. Se dijo que pediría un fanal a Miranda y así no tendría que encontrar el camino a su casa a oscuras. No quiso ni pensar en lo preocupada que debía de estar Felicity a esas alturas. Por no hablar de la escena que le haría Harold si llegaba a saber que su nuera no estaba en casa. Solo podía confiar en que Felicity la encubriera, algo que, por otra parte, no cabía esperarse de su prima. Lo más probable era que hubiera puesto el grito en el cielo porque ella siempre se imaginaba lo peor, si bien, la vista del levantamiento de los esclavos, no era en absoluto inverosímil. Duncan dijo en voz alta lo que a Elizabeth le pasaba por la cabeza.
—Tienes suerte de que no hayan enviado ya una patrulla en tu búsqueda.
Ella estaba junto a Pearl, poniéndose rápidamente el corpiño y el vestido. No se entretuvo con los cierres y se limitó a tirar de todo de forma provisional tan fuerte como le resultaba posible.
—¿Cómo se te ocurre volver a rondarme?
Miró por detrás de Duncan y vio que había ido a caballo. Sintió una rabia inexplicable al reconocer el animal. Era la yegua árabe que él había transportado hacía un año en la bodega del Elise. Para Claire Dubois.
Elizabeth montó de un salto y condujo a Pearl desde la cuesta hacia el camino. Duncan se apresuró y la siguió. Ella no quería mirar atrás, pero su curiosidad por verlo montar se impuso. Para su disgusto, montaba de forma intachable; tenía que haber cabalgado mucho. Por otra parte, eso a Elizabeth le pareció muy extraño ya que, por lo que él le había contado sobre su infancia, su familia era muy humilde. Además, luego había navegado. ¿Dónde, entonces, había aprendido a montar? Tras reflexionar un poco, se dio cuenta de que había otras contradicciones. El modo en que Duncan se expresaba, los modales que tenía (cuando él quería emplearlos) y su conducta social. En él no había nada en absoluto que lo delatara como hijo de campesinos. Elizabeth se dijo que eso no era asunto suyo y que le daba igual, pero esas preguntas sin respuesta la intrigaron y no la dejaron tranquila. Frenó un poco a Pearl para que él pudiera acercarse y la yegua árabe se pusiera a su lado. Mientras buscaba un modo de empezar la conversación que fuera inocente y no diera pie a muchas confianzas, él se le adelantó.
—Lizzie, los esclavos han quemado Rainbow Falls y han asesinado al capataz. Los campos se han convertido en pasto de las llamas así como las cabañas y las barracas. Han destruido también el molino y han acabado con toda la cosecha.
Ella lo miró horrorizada. A pesar de la creciente oscuridad, la expresión de la cara de él se distinguía con claridad. Su actitud era neutra y concentrada, la de alguien que decía la verdad sin ninguna otra expectativa. Ella era incapaz de pensar con claridad.
—¿Cómo sabes tú eso? —fue lo único que se le ocurrió preguntar.
—Un par de hombres de la patrulla de búsqueda han vuelto y lo han explicado. Me los he encontrado en la ciudad. Otros continúan peinando los bosques, entre ellos, tu suegro. He venido lo más rápido que he podido.
—Y eso ¿por qué? —preguntó Elizabeth—. Quiero decir, ¿por qué te afanas tanto en venir a contarme todo esto? —Con desconfianza añadió—: Si te figuras que yo…
Él la interrumpió bruscamente.
—¡Maldita sea, Lizzie! ¡Me tienes harto! ¡Como si yo no tuviera otra cosa en la cabeza que meterme bajo tus faldas! —Se interrumpió un instante y recuperó la compostura—. Bueno, admito que sería una mentira descartar eso por completo pero, en este caso, mis motivos son absolutamente nobles. Estaba preocupado. ¡A fin de cuentas en la isla reina un gran revuelo! —El tono de su voz era algo burlón: ese era el Duncan que ella conocía. De todos modos, Elizabeth se dio cuenta de que él hablaba de corazón.
—¿Cómo has sabido dónde encontrarme?
—No lo sabía. Tu querida prima me lo ha dicho. Al ver que no volvías a casa, ha preguntado en qué dirección te habías marchado. Luego ha corrido hasta el puerto, ha hecho que la llevaran al Elise y me ha pedido que te buscara pues, si no, acabarías siendo víctima de los esclavos amotinados.
—¡Oh! —exclamó Elizabeth sin que se le ocurriera nada mejor. Había contado con muchas posibilidades, pero desde luego no con que Felicity afrontara el problema de ese modo.
—Sus deseos son órdenes para mí. He pedido prestado el caballo y he partido a toda prisa. Al fin, he visto a Pearl y, al cabo de un momento, a ti; parecías una ondina dormida extraviada en la tierra.
—No debería haberme dormido —se reprendió ella con disgusto.
Duncan la miró con severidad.
—¿Tu prima sabe lo nuestro?
Elizabeth notó que se sonrojaba y se alegró de que él no se percatara a causa de la poca luz.
—No hablamos sobre ti. La primera vez, antes de mi boda, se dio cuenta. Notó que tú y yo… Que había ocurrido. Y luego, en el barco… Sí. Creo que también se percató, pero nunca lo hemos hablado. En cambio, la última vez, en la playa… No, no creo que ella lo notara. —Negó con la cabeza, como queriendo convencerse de que así era, pero sabía que no podía estar segura. Sobre todo considerando además que la única alternativa lógica para Felicity había sido recurrir a Duncan Haynes—. De todos modos, aunque lo supiera —indicó Elizabeth—, no hay más que decir al respecto: lo nuestro ha terminado y, además, para siempre. —Molesta, añadió—: Ella no debería habértelo pedido.
—Oh, bueno, de hecho, esa no era su intención —dijo Duncan con cierto regocijo—. Al principio ha ido a pedírselo a Niklas, y ha solicitado que la llevaran al Eindhoven. Allí le han dicho que el bueno de Niklas estaba cenando en el Elise. Y ella, al instante, ha aprovechado la ocasión para ir a mi barco y me ha encargado sin más que te buscara. Por lo visto le ha parecido que yo era más indicado para ello.
—No te hagas ilusiones. Seguramente lo único que quería era hablar en privado con el capitán Vandemeer de las implicaciones de mi desaparición.
Duncan echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Elizabeth, contra su voluntad, se contagió de aquella alegría y le resultó imposible reprimir una risa discreta. Al instante, sin embargo, se interrumpió. ¡Cómo era capaz de reír cuando la noche anterior Robert había muerto! Apenas se había secado la tierra sobre su sepultura y ella ya iba por ahí a caballo con su antiguo amante en la oscuridad del atardecer, riendo con sus bromas. Su cambio de humor fue tan súbito que las lágrimas acudieron a sus ojos. Eran lágrimas de rabia y de odio contra sí misma.
—¡Basta! —gritó a Duncan.
Acto seguido se echó a sollozar. El dolor le brotó del interior de un modo tan inesperado e intenso que el cuerpo le empezó a temblar. Víctima de una debilidad repentina, casi no podía mantenerse en la silla. A duras penas reparó en que Duncan descabalgaba y la ayudaba a desmontar. Lloró desconsolada con todas sus fuerzas mientras él la abrazaba y la atraía hacia sí para consolarla.
—Ha muerto —gimió ella—. ¡Robert ha muerto!
Estando junto a su tumba ella había sido incapaz de derramar ni una sola lágrima y ahora, en cambio, brotaban en abundancia. Duncan la sostuvo y le apoyó la mejilla contra la sien.
—¡Por mi culpa! —dijo Elizabeth entre sollozos.
—Tonterías.
—¡Lo es! ¡No debería haberlo rechazado! Si yo…
—No, Lizzie —la interrumpió Duncan.
—¡Pero es así! Esa noche, cuando él… Vino a mí y quería… Y yo… ¡yo lo rechacé! ¡Me negué tal como llevaba haciéndolo durante casi dos años! —Entre balbuceos y sollozos intentó explicarse, pero Duncan le posó las yemas de los dedos en los labios.
—¡Chist! No tienes nada que reprocharte. Déjalo.
—¿Cómo puedes decir algo así? ¡Yo cometí adulterio!
—Querida, incluso durante vuestro viaje en el barco él apenas estuvo un día sin buscar otras faldas. Me consta que ya entonces acudía a las francesas a diario. Y no solo en el Elise, también en el Eindhoven. Les tuvo que pagar tanto por esa diversión que incluso hoy en día Claire se mofa de ello. Y, sin duda, a ti no te pasó por alto lo que hacía en Barbados. Lo que siempre hacía.
—Estaba enfermo. No podía evitarlo.
—Es posible, pero también es cierto que al final él fue víctima de esa enfermedad. Tenía que llegar ese día. En Summer Hill había por lo menos media docena de hombres que tenían un buen motivo para matarlo.
Elizabeth se quedó tan asombrada que dejó de llorar.
—¿Tú crees que Celia no lo hizo?
Duncan soltó una risa suave.
—Lizzie, todos los terratenientes invitados para la asamblea y la fiesta de compromiso tienen esposas e hijas. O hermanas, cuñadas, nueras, sobrinas, nietas… Y Robert las poseyó a todas. Bueno, tal vez a todas no, pero ya me entiendes.
Elizabeth recordó a la chica que había muerto al dar a luz un hijo de Robert. Pensó en el padre de ella, que lo había intentado matar. Duncan le apartó con una caricia un mechón húmedo de cabello que le caía sobre la frente.
—Sin duda, la mayoría ha recibido la noticia de su muerte con alivio. Quien más quien menos tenía motivos para desearle la peste o cosas peores. Y además todos tuvieron ocasión para hacerlo. Así pues, deja ya de culparte por ello.
Elizabeth empezó a pensar con rapidez; por un momento su dolor pasó a un segundo plano. Duncan tenía razón: ¡no podía probarse que Celia hubiera cometido el asesinato! Posiblemente ella había huido por miedo o por vergüenza después de que Robert intentara obligarla a hacer algo que ella no quería. Anne le había dicho que Celia llevaba una vida muy decente en Summer Hill. «No es una de esas», había comentado mientras en su voz se percibía su amargura por la compañera negra de cama de George Penn. Elizabeth, sin querer, se estremeció.
—¿Tienes frío? —preguntó Duncan.
La abrazó con más fuerza; por un instante ella se dejó llevar por su calidez y la cercanía protectora, pero luego se puso tensa. ¡Estaba volviendo a hacerlo! Dio un respingo.
—Tengo que seguir. ¡Es casi de noche!
—En la próxima casa deberíamos pedir un fanal —dijo Duncan al tiempo que la ayudaba a montar.
—Yo lo pediré —dijo ella—. Y a partir de aquí cabalgaré sola; conozco bien el camino y tengo muy buena vista, incluso de noche.
—Lo sé. —Duncan le apretó la mano cuando ella fue a coger las riendas—. Lizzie, quiero volver a verte.
—No —dijo Elizabeth.
—Todavía no he acabado de contarte la historia.
—Ya no quiero oír esa historia tuya.
—Mientes —dijo él con suavidad. Levantó la mirada hacia ella y le acarició el dorso de la mano con el pulgar—. Lizzie, eres mía. A estas alturas seguro que ya lo sabes.
—¡Basta ya! ¡Mi marido acaba de morir!
—La última vez que me acosté contigo él aún estaba vivo. ¿Cómo su muerte puede haber cambiado lo que antes teníamos? —Le soltó la mano—. En realidad siempre has sido mía.
Ella no quiso escucharlo más. Sin vacilar, clavó los tacones en los flancos de Pearl y la yegua partió, primero al trote y luego al galope. Elizabeth solo tiró un poco de las riendas cuando estuvo segura de que Duncan ya no podía verla.
Cuando llegó a Dunmore Hall, reinaba una calma adormecida. No había ningún indicio de inquietud por el amotinamiento de los esclavos. En la ciudad parecía que había más antorchas encendidas de lo habitual, pero allí, en las afueras de la población, todo estaba tan tranquilo como siempre a esa hora. Entretanto la oscuridad ya era completa. El guardián de la entrada se inclinó con deferencia al abrirle el portón. Al preguntarle, él le explicó que el amo aún no había llegado. Las criadas le dijeron que Felicity seguía fuera de casa. Un mensajero había llevado recado de que iba a pasar la noche con su amiga Mary Winston. Como Elizabeth sabía que Felicity no sentía un especial aprecio por la hija del gobernador, para ella fue evidente que, en realidad, pasaría la noche con Niklas en el Eindhoven. Posiblemente con eso arruinaría su buen nombre para siempre, pero Elizabeth no estaba en condiciones de pensar, ni mucho menos de preocuparse por ello. Bastante tenía con sus propios problemas. Para su alivio, Jonathan descansaba tranquilo en su camita. Felicity había encargado a una de las criadas que pasara la noche junto a él.
Martha estaba claramente sumida en el sueño profundo provocado por la bebida. La criada le explicó, no sin dar varios rodeos, que al oscurecer la señora había pedido más medicamento y que luego se había ido a acostar. El modo en que la sirvienta bajó la mirada al decir aquello no dejaba lugar a dudas para saber a qué medicina se refería. Elizabeth ordenó a la muchacha que se retirara y se quitó la ropa. Se tumbó en la cama, escuchó la respiración pausada de su hijo e intentó reflexionar sobre los acontecimientos del día. Pero su agotamiento era inmenso y los padecimientos sufridos le pasaron factura. Ni siquiera tuvo fuerzas para apagar las velas antes de cerrar los ojos. Aquella noche su descanso fue profundo y sin sueños.