60
Elizabeth se había quedado adormecida en la butaca de la habitación de Claire. Tras el alboroto de la noche anterior, en la que apenas había podido pegar ojo, el cansancio la había vencido. Ni siquiera el hecho de que Duncan estuviera en el salón del local bebiendo y hablando con la francesa había logrado impedirle conciliar el sueño. No sabía qué la había despertado de pronto de su sueño, pero al hacerlo le sobrevino una sensación de ahogo. De buena gana habría abierto los postigos para poder respirar de verdad, pero eso era imposible a causa del temporal. Se aflojó el corpiño y se esforzó en respirar con tranquilidad. Miró el reloj de pie que había en el rincón de la habitación y vio que eran las cuatro y media. Entretanto, aguzó el oído hacia el exterior y se confirmaron sus sospechas: el viento soplaba todavía con más intensidad.
Deseó con todas sus fuerzas marcharse de allí; jamás había sentido una necesidad tan imperiosa. Una extraña urgencia se había apoderado de ella y, desconcertada, se preguntó por qué era tan acuciante. Era como si una voz interior le ordenara lo que tenía que hacer.
—¿Qué ocurre? —preguntó Felicity con voz somnolienta.
Su prima se había tumbado en la estrecha cama de Claire Dubois y sostenía a Jonathan en brazos. También ella y el pequeño se habían dormido en cuanto llegaron al lugar, y eso que antes Felicity no había podido evitar asombrarse al ver la alcoba junto a la escalera trasera y hacer conjeturas sobre los hombres que dejaban su dinero allí. Y en qué lo gastaban.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Elizabeth—. Tenemos que ir a la iglesia. —Se quedó atónita al escucharse a sí misma, pero a la vez tuvo el convencimiento de que eso era lo correcto.
—¿A la iglesia? —repitió Felicity, incorporándose con expresión de perplejidad. Con cuidado, recostó a un lado al niño, que dormía—. ¿Has vuelto a soñar con eso? Desde luego tal vez sería realmente bueno para la salvación de nuestras almas, pero no creo que hoy por la noche vaya a celebrarse ninguna misa. Además, con este tiempo no es recomendable salir. Escucha la tormenta: es como si toda la casa fuera a salir volando. —Arrugó la nariz—. Oh, vaya. Aquí hay una personita que tiene los pañales sucios. —Solícita, se levantó y rebuscó unos paños limpios en la bolsa que había llevado. Tras encontrarlos, despertó al pequeño—. Ya es bastante terrible que de nuevo no podamos bañarnos durante varias semanas. ¿Qué te parece, hombrecito? ¿Crees que podremos bañarte en el barco con agua de lluvia?
—Johnny baña —dijo Jonathan bien dispuesto. Sin embargo dejó oír su protesta cuando Felicity lo puso sobre la cama para cambiarle los pañales.
—¡Dios santo! ¡Fíjate! Las moscas lo han picado —se lamentó Felicity. Luego volvió la vista a sus propios brazos—. ¡Y a mí también! Deberíamos pedir a Claire una mosquitera. Pero tal vez no tenga. En el barco me comentó en una ocasión que ella se frota con un ungüento extraño que repele a los mosquitos…
Elizabeth no prestaba atención al parloteo incesante de Felicity; lo oía como al simple ruido, como el viento en el exterior. Pero esa referencia a frotarse con ungüentos… ¿Quién le había hablado antes de aquello? Celia, sí. Fue aquella noche en que Elizabeth, sonámbula, había tenido aquel sueño tan extraño de unos salvajes que bailaban, pateando contra el suelo, y de unos dioses que se unían de formas raras con la naturaleza y las personas. Le habían quedado algunas sensaciones extrañas de aquel sueño. A Elizabeth se le ocurrió de pronto que tal vez una parte del mismo había sido cierta. Quizá incluso más de lo que ella estaba dispuesta a admitir. Se puso la capa y se acercó a la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó Felicity.
—A ver a Duncan.
—¿Abajo? ¿A ese tugurio?
—Tengo que verlo. No podemos quedarnos aquí.
No hubo modo de hacer que Elizabeth cambiara de idea, aunque su prima juró que ella no pondría un pie en el salón. Felicity estaba firmemente convencida de que solo lo más bajo de la chusma podía estar ese día bebiendo y jugando allí; en su opinión, los hombres de honor y categoría habían tomado las armas para luchar contra los parlamentarios. No admitió tampoco la observación que le había hecho Elizabeth de que Duncan también estaba allí abajo. «Él tiene que protegernos. ¿Dónde debería estar si no es cerca de nosotros?».
De todos modos, en esos momentos el enfrentamiento armado no era la mayor amenaza. Alrededor del mediodía se había producido una breve escaramuza entre las partes enfrentadas, porque el Consejo de la isla no estaba dispuesto a rendirse sin condiciones, dado que la comandancia de la flota no admitía ninguna otra base de negociación. Luego, sin embargo, la tormenta, cada vez más poderosa, había impedido que la batalla prosiguiera. Las dos partes se habían atrincherado y esperaban a que el tiempo mejorara. A esas alturas, la gente temía más al huracán que a los soldados ingleses.
Elizabeth salió de la habitación y atravesó la indescriptible alcoba del amor para salir y dirigirse a la escalera trasera. El viento la abrazó con fuerza y le levantó la capa de los hombros. Mientras forcejeaba con la ropa que se agitaba, vio una silueta abajo. Una voz de mujer la llamó:
—¡Lady Elizabeth!
—¿Celia?
Perpleja, Elizabeth soltó la capa, que salió volando como una vela negra por encima de la barandilla de la escalera y quedó pendida en la fachada de un local cercano, delante del cual unas prostitutas risueñas bailaban al viento con sus clientes borrachos. Elizabeth se asió la falda y se sostuvo con la otra mano a la barandilla para que las ráfagas no la lanzaran contra la fachada de la casa. Rápidamente descendió los escalones. La mulata estaba abajo. Iba envuelta en una gran manta que prácticamente le ocultaba el cabello y la cara. Debajo llevaba un vestido harapiento. Sus pies finos estaban desnudos y cubiertos de rasguños ensangrentados.
—¡Dios bendito! ¿Qué haces aquí? ¡Te podrían apresar!
Elizabeth, preocupada, miró a su alrededor. Sin embargo, no había ningún soldado a la vista, solo las prostitutas que bailaban. Dejaban que el viento les levantara las faldas por encima de la cabeza y agitaban despreocupadamente los brazos y las piernas entre chillidos. El estruendo del viento apenas permitía oír la música que las acompañaba, un violín estridente procedente de una de las tabernas. Elizabeth tomó a Celia de la mano.
—¡Entra un momento para que te curemos!
Celia negó con la cabeza, desesperada. La muchacha estaba bajo una tremenda presión, tenía la cara rígida y pálida.
—No. No puedo. Debo seguir. Quieren quemar a Akin.
—¿Qué dices?
—Lo han metido en una jaula. Harold Dunmore ha hecho una pira. —Tomó aire y añadió—: Akin no lo hizo. No mató a mistress Martha. Fue el propio míster Dunmore.
Elizabeth se quedó mirando a la mulata, horrorizada.
—¿Cómo lo sabes?
—Akin me lo dijo.
—Podría haberte mentido.
—¿Por qué? Ha matado a mucha gente, a muchos blancos. ¿Para qué mentir precisamente en el caso de mistress Martha? —Celia negó con la cabeza—. Quería acabar con míster Dunmore, pero no lo encontró. En cambio se encontró a mistress Martha. Estaba en la cama, y estaba muerta. Tenía las extremidades rígidas.
Elizabeth se estremeció al recordar, de pronto, que Harold, en efecto, había regresado un instante antes de marcharse.
—Aguarda aquí. Voy a buscar al capitán Haynes.
—No hay tiempo. Tengo que seguir, de lo contrario será demasiado tarde para Akin. He venido por vos. No debéis permanecer aquí.
Elizabeth sintió un escalofrío glacial.
—¿Qué quieres decir con ello?
—Tenéis que ir a la iglesia —dijo Celia sin más—. Todos tenemos que ir a la iglesia. Esta es la noche de la tempestad.
Elizabeth dio un respingo y se la quedó mirando fijamente. Los ojos de color ámbar de la mulata reflejaban un conocimiento sobrenatural, y no le cupo duda de que ambas lo compartían. Celia se apartó y corrió rápidamente, apretándose con fuerza la manta en torno al cuerpo.
—¡Aguarda! —gritó Elizabeth.
Pero la muchacha ya había desaparecido por uno de los callejones. La tormenta arreciaba. Un letrero, que antes colgaba en una de las casas de juego, pasó volando por la esquina y estuvo a punto de golpear a Elizabeth. Se quedó pegado por un momento contra la pared de la casa que ella tenía al lado, apretado contra la madera a causa de la fuerza del viento. Cuando Elizabeth leyó el nombre, El Cuervo Negro, que estaba grabado con letras oscuras, volvió a sentir ese extraño escalofrío, como si aquella fuera la constatación de que entre la realidad y las pesadillas amenazadoras había solo una línea muy fina, que cada vez se desdibujaba más. El letrero se soltó con estrépito de la pared de madera y siguió volando. Elizabeth se agarró la falda, que se agitaba, y corrió hacia la parte delantera del edificio para ir a buscar a Duncan.