41

Mucho antes de la primera señal, William Noringham ya había hecho los preparativos para su partida. Había metido cuidadosamente en una cartera de cuero los documentos que había preparado para las negociaciones: la constitución redactada y distintas propuestas para la regulación por ley del tráfico de esclavos. Antes del alba había ordenado ensillar los caballos y empaquetar las armas disponibles. Estaba decidido a luchar por la libertad con todas sus fuerzas. Aunque podía hacerse burla de su futuro cuñado, George Penn, había que admitir que tenía agallas. No había vacilado en el momento de actuar, y William también estaba decidido a contribuir con su parte. No quería que nadie le recriminara haber soltado grandes sermones y luego, en un caso de urgencia, no haber querido luchar. Se hizo acompañar por los doce trabajadores sometidos a contrato que, si bien carecían de experiencia en el manejo de armas, servirían para reforzar la infantería, por ejemplo, repartiendo comunicados o como auxiliares de artillería. En caso de que, como era de esperar, no se produjera ningún desembarco de tropas, aquella docena de hombres podrían disfrutar simplemente de unos días libres, en los que no harían otra cosa que participar en unos cuantos ejercicios. Las labores en los campos y en la zona de refinado progresarían de un modo más lento hasta que todo se aclarara. El capataz lo tenía todo controlado. Su afabilidad provocaba a veces cierta dejadez entre los negros, pero en general las tareas se efectuaban en el tiempo previsto.

Aquella mañana, William se había vestido con pulcritud, con una camisa limpia y blanca, un chaleco de seda perfectamente ajustado de color marrón y un calzón corto que había encargado a Mary, la costurera de Anne. Se había esmerado especialmente al afeitarse y en el habitual aseo matutino; había incluso tomado un baño, porque no quería ofender la nariz del comandante de la flota con un olor corporal desagradable. William confiaba en que aquel mismo día se emprenderían las primeras negociaciones. Además, planeaba hacer una visita en Bridgetown y también allí quería causar una buena impresión. Antes de partir se despidió de lady Harriet y de su hermana. Ambas estaban tremendamente preocupadas. Anne le suplicó que no se fuera a Bridgetown.

—¡Que ellos solos se monten su guerra! —dijo ella—. Bastante desagradable resulta ya que George se pase el día en la zona de ejercitación y no hable de otra cosa más que de disparar.

—Es la guerra de todos —repuso William con gravedad—. Si no podemos ganar nuestra libertad de ningún otro modo, tendremos que luchar por ella.

Anne negó con la cabeza y los ojos llorosos.

—¡Es un error! —insistió. Pero lady Harriet se le acercó y la asió por el brazo.

—Atiende a tu corazón y a tu conciencia, muchacho. ¡Sé íntegro y sé fuerte! ¡Tu padre estaría muy orgulloso de ti!

Las dos mujeres se quedaron de pie en la galería exterior y lo vieron partir al frente de su pequeño séquito.

Cuando William llegó a Bridgetown fue recibido por uno de los oficiales de la guarnición con el mensaje de que la mulata había sido liberada de la cárcel, sin duda por los esclavos huidos, que habrían entrado de forma furtiva en la ciudad. Dos guardianes habían sido salvajemente degollados. En su voz el oficial dejó oír cierto reproche, como si fuera culpa de William que los hombres hubieran perdido la vida y que una asesina se encontrara libre. William se esforzó por disimular su alivio por la huida de Celia. Aunque la muerte de esos hombres era lamentable, habría sido peor que se ahorcara a la chica por algo que ella no había hecho.

Puso a sus trabajadores sometidos a contrato a las órdenes de George Penn y luego se encaminó hacia la casa de la Asamblea, donde se encontraba ya buena parte de los terratenientes. Estaba previsto formar una comisión de mediadores encargada de transmitir las exigencias del Consejo de la isla. William, que había dado por sentado que él sería uno de los emisarios, se encontró inesperadamente con la desaprobación de los demás miembros del Consejo cuando, en su discurso, él resumió punto por punto las propuestas que había elaborado. Muchas de ellas fueron objeto de burla, sobre todo las referidas a la regulación del tráfico de esclavos. Winston negó con la cabeza con actitud benevolente.

—Sir, me temo que con ese equipaje no os aceptaremos en el viaje. La constitución que habéis ideado es buena y está bien. Pero es mejor olvidar de inmediato la cuestión sobre las limitaciones al tráfico de esclavos. ¡No nos arrojaremos piedras contra nuestro propio tejado!

Winston recibió ruidosas muestras de aprobación de todos lados. Algunos realistas veían con buenos ojos la opción de disparar de inmediato todos los cañones de la costa en cuanto los barcos ingleses cruzaran la línea de fuego. Tal vez esos cobardes, dijeron en tono fanfarrón, se darían la vuelta y desaparecerían, y la situación resultaría más simple, sin comisiones ni parlamentarios. Al poco estalló una discusión acalorada. Al final el gobernador dio un puñetazo en la mesa y ordenó a todos que callaran de una vez, que él, como máxima autoridad de la isla, se encargaría de llevar las negociaciones acompañado de su adjunto y del capitán Haynes, el cual, sin duda, como capitán experto y caballero de mundo, establecería una base adecuada para conversar con el comandante de la flota. Sin embargo, ese día al elogiado caballero no se le había visto aún el pelo. Se envió de inmediato un bote al Elise y resultó que el capitán estaba en su barco a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos, seguramente durmiendo incluso. De todos modos se dignó bajar a tierra y llegó a la casa de la Asamblea una hora después del comienzo de la reunión, exactamente en el momento en que la flota inglesa adoptaba su última posición ante la bahía Carlisle y bloqueaba de este modo el acceso al puerto. A partir de entonces ningún barco amarrado en él podía zarpar sin ponerse al alcance de los poderosos cañones, los cuales, a su vez, no apuntaban hacia tierra pues ninguno estaba de costado.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó el gobernador a Duncan Haynes.

El capitán dio un gran bostezo mientras se tapaba la boca.

—Lo más lógico. Esperar.

William Noringham, profundamente decepcionado por el desenlace de la reunión, abandonó la casa de Asamblea pues no tenía ganas de aguardar con los demás a ver cómo evolucionaba la situación. Prefería aprovechar el tiempo que quedaba antes de que ocurriera alguna cosa. Tenía muchas posibilidades de poder hablar con Elizabeth sin ser molestado porque Harold Dunmore llevaba semanas sin salir prácticamente de Rainbow Falls, y además se había llevado hasta allí a casi todo el servicio. Por otra parte, la ocasión resultaba aún más favorable por el hecho de que, a causa de la presencia de la flota de guerra inglesa, toda la isla estaba muy alborotada.

William descabalgó frente al muro exterior de Dunmore Hall y golpeó la puerta durante un buen rato hasta que por fin alguien le abrió. Un mozo entrado en años lo miró con curiosidad, y cuando William le solicitó educadamente que lo anunciara a lady Elizabeth el anciano se limitó a levantar los hombros con un gesto de sumisión, como si no le sorprendiera en absoluto esa pretensión.

—¿Os acompaño al patio? —preguntó.

—Tal vez antes deberías preguntar a lady Elizabeth si desea visitas. Me llamo William Noringham. Lord William Noringham.

—Eh… Sí. Eso será lo mejor.

William aguardó frente al portón, abierto de par en par, mientras el criado desaparecía en el interior de la mansión. Al cabo de un rato regresó.

—Podéis pasar.

El anciano acompañó a William hasta el vestíbulo fresco donde Elizabeth aguardaba. Ella lo miró con inquietud.

—¿Traéis acaso malas noticias, William?

—No. No hay ninguna novedad. La flota está frente a la bahía y ahora solo queda esperar. —Con torpeza se le acercó y la tomó de ambas manos—. Elizabeth, soy consciente de que sin duda os parecerá el momento más inoportuno para esto…

William tragó saliva y la miró. Con aquel vestido sencillo de muselina de color oscuro y con el cabello suelto resultaba tan bella y atractiva que sintió miedo de su propia valentía. La amaba desde la primera vez que la había visto, hacía casi tres años, cuando ella embarcó en el Eindhoven para ir con los Dunmore al Nuevo Mundo. De pronto se sintió totalmente fuera de lugar y se planteó con aprensión si él merecía a alguien como Elizabeth.

—El pobre Robert hace poco que murió —prosiguió con arrojo y, al darse cuenta de que ella se estremecía y contraía el rostro apenada, se maldijo por ser tan poco delicado—. Disculpad —dijo mientras, nervioso como estaba, le apretaba con más fuerza las manos—, pero os lo tengo que preguntar ahora mismo.

—¿De qué se trata? —Un leve rubor asomó en las mejillas morenas de Elizabeth, dándole un aspecto todavía más encantador—. ¿Acaso queréis pedirme la mano, William?

—Oh, no —farfulló él—. Eso sería… desconsiderado y muy anticipado. ¿Cómo podría atreverme a…? Acabáis de convertiros en viuda y el duelo aún es muy reciente… —Se interrumpió e intentó recuperar la compostura, asustado por su balbuceo. Inspiró profundamente y empezó desde el principio—. Me gustaría pediros una cosa, Elizabeth. Tras el pertinente período de duelo, me gustaría que me permitierais cortejaros.

La miró esperanzado, escrutando su rostro asombrado en busca de un indicio de consentimiento. Sin embargo, súbitamente la cara de ella se transformó y dibujó el horror más puro.

—¡No! —gritó Elizabeth.

William dio un respingo al pensar que el grito iba dirigido a él, pero entonces reparó en que ella tenía la mirada clavada detrás de él. Al momento se oyó un disparo y William notó un impacto en el brazo izquierdo. Elizabeth volvió a gritar mientras él se daba la vuelta y contemplaba a quien le había disparado, que permanecía de pie en la puerta doble del vestíbulo.

Era Harold Dunmore.

Elizabeth todavía notaba el aire caliente de la bala que acababa de pasar junto a ella.

Alarmada, dirigió la mirada hacia su suegro. Tenía la ropa tiesa por la suciedad, llevaba las botas cubiertas de barro, el rostro abrasado por el sol y la barba espesa y revuelta. Tenía el aspecto de haber pasado semanas durmiendo en la jungla, lo cual, en cierta medida, tenía algo de cierto. Sostenía en la mano derecha una pistola humeante mientras que con la izquierda se sacaba la bolsa de pólvora para volver a cargar el arma. William, sin embargo, ya había desenvainado su pistola y apuntaba a Harold con ella.

—¡Será mejor que no lo hagáis! —le advirtió mientras por su brazo izquierdo se extendía una mancha de sangre.

—¡Estáis herido! —exclamó Elizabeth.

—Es solo una rozadura de disparo. —William se volvió hacia Harold y le dijo—: Lo que tengo que tratar con lady Elizabeth solo nos concierne a ella y a mí. Aun así, reconozco que no ha sido correcto por mi parte aparecer por aquí en vuestra ausencia. En cierto modo, es casi lo mismo que vos hicisteis conmigo al entrar en mis tierras sin que nadie os lo hubiera pedido. Es algo que lamento mucho, y me pongo a vuestra disposición si exigís una compensación. —Se inclinó un poco como dando énfasis a sus palabras—. Pero si cargáis esa pistola y volvéis a dispararme, mi bala os alcanzará mucho antes. Podéis tenerlo por seguro. —Se acercó a Harold apuntándolo con la pistola y le arrebató la bolsa de pólvora de la mano. Luego le quitó el látigo del cinturón—. Solo es una medida de precaución, pues me consta lo temperamental que sois.

Harold se lo quedó mirando fijamente, con el rostro, aunque oculto por la barba espesa, pálido como la tiza. Elizabeth vio que las manos le temblaban. En cualquier caso, William temblaba también, pero su voz sonaba tranquila como si él fuera la calma en persona. Se alejó hacia el portón de la salida caminando de espaldas.

—Si deseáis un duelo entre caballeros, podéis enviarme a vuestros padrinos, míster Dunmore. Milady…

Tras inclinarse por última vez William desapareció en el exterior y, al instante, se oyeron los cascos de su caballo.

Elizabeth, estremecida, se llevó los brazos en torno al cuerpo. De haber estado un poco más a la derecha, el disparo le habría dado en el pecho. Mientras se esforzaba por recuperar la compostura, Harold se acercó a ella y la agarró con fuerza del brazo.

—¿Qué significa esto? —protestó ella, asustada.

—Ya lo verás —respondió él con la voz temblorosa de rabia—. Voy a impedir que tú sigas pelando la pava con ese tipejo mientras yo trabajo de sol a sol para volver a poner las cosas en su sitio.

—Pero ¡no ha habido nada de eso! —exclamó ella dando un taconazo en el suelo y oponiéndose ante aquel agarre violento; sin embargo, Harold la arrastró sin problemas hacia la escalera y luego por los escalones—. ¡Él solo pretendía ser amable!

Harold soltó una carcajada fría.

—Amable. ¡Esa sí que es buena! He oído perfectamente lo que decía.

—Si hubieras esperado un poco más, habrías oído también lo que yo le habría contestado. —Elizabeth intentaba librarse de sus manos, pero él la asía con fuerza y sin piedad—. ¡Ni se me ha pasado por la cabeza concederle mi favor! —exclamó.

—Pero ¡si tú no veías el momento de que él ocupara el lugar de Robert! ¡Desde el principio ese impertinente no ha hecho más que lisonjearte! —Su voz adquirió un tono amenazador—. ¡Quién sabe! ¡Tal vez Robert no murió a manos de esa mulata, sino de Noringham, para poder tenerte!

—¡Eso es una locura! —dijo Elizabeth, horrorizada.

Su suegro la arrastró por la galería en dirección a los dormitorios. Felicity, que estaba en el pasillo con Jonathan en brazos, los contemplaba aterrada.

—He oído un disparo y he pensado que tal vez fueran ladrones; iba a esconderme con el pequeño, pero entonces os he oído gritar… ¡Santo Dios! ¿Qué te ha ocurrido, Lizzie? Harold, ¿qué haces ahí?

Harold ignoró aquella cháchara confusa y siguió tirando de Elizabeth hasta arrojarla dentro de su dormitorio. Felicity los siguió. Entonces Harold se volvió hacia ella y, con un gesto rápido, agarró al niño y se lo arrebató. Felicity soltó un grito y quiso retener a Jonathan, pero Harold le apartó las manos, la agarró por el pelo, se la acercó y luego la arrojó también dentro de la habitación para, a continuación, echar la llave por fuera.

—¡Así podréis pensar un poco sobre lo que les pasa a las mujerzuelas desvergonzadas cuando no saben contener sus instintos! —bramó desde el otro lado de la puerta cerrada. Su vozarrón tosco se vio apagado por el llanto de espanto de Jonathan.

Elizabeth aporreó la puerta con los puños.

—¡Abre de inmediato! ¡Devuélveme a Johnny! ¿Qué pretendes hacer con él?

—Tú no te preocupes, que ya me ocupo yo de él. Es un Dunmore. Él también tiene que aprender que para serlo hay que sacrificarse. Lo mismo que tú.

Las mujeres oyeron sus pasos alejándose. Elizabeth gritó, sollozó y golpeó la puerta como una loca. Cuando, de forma inesperada, volvió a oír la voz de Harold a apenas dos palmos de ella, se sobresaltó y dio un brinco. ¡Había vuelto! Elizabeth iba a soltar un suspiro de alivio, pero lo que le oyó decir la dejó helada.

—¡Como intentéis escapar por detrás, al niño le ocurrirá algo!

Inmediatamente Harold volvió a alejarse. Ellas se miraron aterradas. Felicity se apretaba las manos sobre la boca y tenía el rostro tan blanco como la cal. Elizabeth iba de un lado a otro de la habitación, fuera de sí, debatiéndose entre la urgencia de no hacer caso a la advertencia de Harold y seguirlo por la galería, y el miedo atroz a que él cumpliera su amenaza y le hiciera algo al pequeño. Mientras pensaba qué hacer, por las ranuras de los postigos dejó de colarse la luz y empezó a oírse un martilleo atronador. Harold cerraba desde fuera con tablas de madera la única vía de escape que tenían.

—¡Dios bendito! —exclamó Felicity—. ¿Qué hace ahora?

—¡Harold, por amor de Dios, no hagas eso! —le suplicó Elizabeth.

Lo repitió una y otra vez, le suplicó entre sollozos que la dejara salir, pero no obtuvo ninguna respuesta de su suegro. Se quedó quieta, sin apenas respirar, escuchando aquel martilleo, que parecía rubricar un destino temible con una determinación despiadada.