8

Elizabeth llevaba días deseando morir. Había oído decir que hay personas que toleran peor que otras las travesías en barco, y también en los libros había leído que, en algunos casos, el mareo podía prolongarse de forma contumaz. Sin embargo, con lo que ella no había contado era con la sensación tan terrible que lo acompañaba. No había imaginado que pasaría el santo día tan mareada ni que en cuanto se llevara algo a la boca vomitaría, presa de las arcadas. Cuando conseguía ingerir un bocado lo echaba sin falta en el preciso instante en que el viento se avivaba un poco y el Eindhoven quedaba expuesto al oleaje. Al principio Felicity le había brindado fielmente su compañía, y apenas había abandonado el camarote, pero había llegado un momento en que su prima ya no lo había resistido más tiempo y había huido a cubierta, donde el aire era más fresco y la compañía más amena.

Elizabeth estaba sentada sobre su baúl de la ropa, con un balde a los pies y sosteniéndose el dolorido vientre. El cabello le caía en greñas por delante de la cara, a pesar de que Felicity se lo había peinado a conciencia y se lo había recogido. Elizabeth no había podido soportar por más tiempo aquel calor sofocante y se había quitado el tocado, pero con ello había echado a perder su peinado. De todos modos, ¿a quién podía importarle lo que le ocurriera con el cabello si el resto de su aspecto ya era tan lamentable? El hedor estaba en todas partes. El tufo intenso a sudor, orina y excrementos se mezclaba con el olor característico a brea, creando una mezcla aturdidora que la había hecho retroceder con horror cuando se instaló en el camarote. Sin embargo, poco después se había dado cuenta de que, tras unos días a bordo, no solo olían así esas construcciones similares a las chozas, con los retretes adyacentes en la galería, sino también sus moradores. Y ella no era una excepción.

Felicity afirmaba que eso solo era la mitad de desagradable que las pestilencias que el viento llevaba a veces a popa, procedentes de la zona de proa. Allí, en el castillo de proa, se encontraban los alojamientos de los marineros, los cuales dormían hacinados en coyes, en medio de los cañones del entrepuente; cuando debían hacer sus necesidades tenían que sentarse delante de todos en el tajamar, debajo del bauprés.

—¡Figúrate! La mayoría está a bordo en contra de su voluntad —le había contado Felicity, excitada—. Son maleantes y rateros que han sido condenados a servir en un barco. O borrachos y viciosos que han sido capturados a la fuerza en callejones oscuros.

—¿Cómo sabes tú esas cosas?

—Niklas, es decir, el capitán me lo ha contado. —Estremecida, añadió—: Y su cuñado, ese ricachón, dijo ayer durante la cena que esa gente es tan ruda y amoral que constantemente hay que azotar a alguno. De ahí los gritos que a veces oímos desde la parte delantera del barco. Y en cubierta tiene que haber siempre un destacamento de guardia, porque si no a alguno de ellos se le podría ocurrir degollarnos aquí arriba mientras dormimos.

Fuera cual fuese la procedencia y la naturaleza de aquellos hombres, las canciones que voceaban, el hedor que llegaba de la cubierta de popa y los gritos obscenos que proferían confirmaban la impresión que tenía Elizabeth de encontrarse en una cárcel infecta. En ese sentido no servía de mucho que los marineros tuvieran terminantemente prohibido acceder a la cubierta de popa, que estaba reservada en exclusiva al capitán, a los oficiales y a los pasajeros.

Con todo, en lo tocante al hedor, Elizabeth, en comparación con la tripulación, no se sentía precisamente como una fragante rosa. Puede que incluso oliera peor que las demás personas de a bordo porque siempre tenía delante ese balde repulsivo y el hedor a vómito había calado en toda la ropa que llevaba, hasta la última fibra. Al principio para vomitar corría hasta la barandilla, pero pronto dejó de hacerlo. El viento tenía la insidiosa costumbre de soplar siempre en contra. Por no hablar, además, de que en todo momento había espectadores que eran testigos de su debilidad. Desde entonces prefería sufrir en secreto.

¡Cuánto habría dado por poder bañarse una sola vez! Pero esos lujos no estaban previstos a bordo de un buque de las islas Occidentales. Con todo, en algún lugar en las profundidades de la bodega había varias tinas para bañarse. Elizabeth las había visto el día anterior, cuando se había sentido excepcionalmente bien para enfrentarse a su mareo y bajar a la bodega del barco a fin de ver cómo estaba Pearl. Robert había insistido en acompañarla, y ella había sido lo bastante tonta para agradecérselo. Pero entonces había resultado que a él no le interesaba tanto el bienestar de ella como el suyo propio.

—¡Vamos! —le había susurrado su esposo con un tono zalamero mientras la empujaba hacia un rincón oscuro en el que había apilados varios sacos de comida entre cajas y barriles—. ¡Yo me encargaré de que olvides tu malestar! ¡Te hará bien! ¡Nos hará bien a los dos!

Acalló sus protestas con besos que sabían a brandy y, mientras ella luchaba contra una nueva náusea, Robert le había levantado la falda, se había metido entre sus muslos y la había tomado sin más preámbulos y a toda prisa. Todavía le ardían las mejillas de vergüenza y de humillación al recordar aquello, y lo peor era que algunos marineros se habían percatado de lo ocurrido. Algunos de ellos se habían apostado en medio del barco, en cubierta, junto a la escalera de salida, y habían dado voces y silbado cuando Elizabeth, acompañada de Robert, había subido de nuevo.

Apenas un par de horas más tarde, él se le había vuelto a aproximar; había sido al atardecer, cuando ya oscurecía y los demás se habían reunido para cenar. La había sometido de un modo parecido, e incluso había ido más rápido que la vez anterior. Elizabeth se sentía utilizada y sucia. Se preguntó con cierta aprensión si aquel era el modo habitual de mantener relaciones conyugales y, sobre todo, si eso ocurriría con tanta frecuencia. Agotada, se reclinó hacia atrás y pensó si atreverse a comer un trozo del bizcocho que Felicity le había llevado por la mañana. «Niklas, mmm… el capitán dice que pruebes esto. La gente que se marea mucho a causa del oleaje lo tolera muy bien».

Elizabeth lo olió. Era como pan seco y pasado, y olía un poco a moho. Los alimentos frescos escaseaban en el Eindhoven, algo que resultaba especialmente cierto en el caso de la carne, que tan solo podía transportarse viva, en forma de gallinas o cabras. De hecho, había muchos pequeños animales a bordo —las gallinas, por ejemplo, estaban en la toldilla, y en la bodega había un aprisco para las cabras—, pero no estaban destinados a acabar en el vientre de los marineros o los pasajeros. No habrían podido transportarse tantos animales para alimentar a más de cien hombres. Las gallinas se mantenían por los huevos, y las cabras proporcionaban al cocinero la leche que necesitaba para aportar variedad a las comidas que preparaba para los pasajeros privilegiados de la cubierta de popa. Los marineros, según le había contado Felicity, acostumbraban a comer siempre lo mismo: bacalao, alubias o gachas de avena y, a veces, cecina. Y como no podía ser de otro modo, mucho bizcocho. Al parecer, de eso había siempre suficiente, en todas partes y en cualquier momento.

Si tomaba pequeños bocados, las posibilidades de no vomitar eran mayores. Elizabeth mordisqueó un poco, insegura. Sabía a paja, pero al menos no había vomitado al primer mordisco. Cuidadosamente volvió a tomar un bocado y masticó, esperanzada. Cuando la puerta de abrió y entró Robert, la confianza de Elizabeth se desvaneció de golpe. Se incorporó, muy rígida.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó él.

—No especialmente bien.

—¡Cuánto lamento oír esto! Esperaba que pudieses comer algo de bizcocho. Dicen que en cuanto logras no vomitarlo significa que te estás recuperando. Y, según parece, es muy raro que alguien se encuentre mareado más de una o dos semanas. Así pues, pronto te habrás repuesto. Ayer ya te encontrabas mejor, ¿verdad?

No se dejó engañar por el tono de voz compasivo que su esposo adoptaba. Con el paso de los días había aprendido a interpretar la expresión de su cara, aunque en ese momento era difícil verlo bien porque los postigos cerrados apenas dejaban pasar la luz.

—Estoy cansada. Precisamente me disponía a echarme un rato —dijo Elizabeth.

Se quedó paralizada al ver que Robert se le acercaba. Era tan alto que parecía llenar por completo el estrecho camarote. Las cajas apiladas y el balde —afortunadamente aún vacío—, que vuelto del revés hacía las veces de asiento, apenas permitían una gran libertad de movimientos. Sin embargo, él apartó sin más el balde a un lado y se acercó mucho a Elizabeth.

—Deja que te mire, mi pobre cariñito. Mmm… No parece que te encuentres ya tan mal, ¿verdad? ¡Fíjate! Si hasta has comido un poco de bizcocho. ¡Eso es buena señal! No hay duda de que te estás reponiendo.

Le apartó el pelo de la cara. No parecía que le molestara ni el hedor que ella desprendía ni su aspecto desarreglado y sucio. Su sonrisa era tan radiante y abierta como siempre, a pesar de que Elizabeth adivinaba en ella cierta tensión. Advirtió que tramaba algo, y al punto supo de qué se trataba. Él le puso la mano sobre el muslo y lo acarició con gesto animoso.

—Robert —musitó ella—. No me siento en condiciones para eso.

—Tonterías —dijo él sin darle importancia—. Ayer funcionó. ¿No te pareció bonito?

Se inclinó hacia Elizabeth para besarla, pero ella lo esquivó.

—¡No, te lo ruego!

—¡Eres mi mujer! —La voz de él se volvió más cortante.

Elizabeth estaba tan indignada que olvidó por completo sus problemas digestivos.

—¿Acaso pretendes decirme que es mi obligación consentir en eso una y otra vez a pesar de que me siento indispuesta?

Él se sobresaltó, y a Elizabeth le pareció que aquella actitud expresaba cierta inseguridad. Pero al momento Robert recuperó la compostura.

—Quiero que seas mía y tengo derecho a ello. Además yo te amo. —Su tono de voz volvió a adquirir un aire zalamero—. ¡Será muy rápido!

—¡Olvídalo! —Ella le apartó la mano y se puso en pie de un salto—. ¡No quiero! Aquí todo está… sucio y apesta. No hay espacio ni cama, y el ambiente es… ¡atroz! ¡Es un auténtico desastre! ¿Lo entiendes? Lo de ayer para mí ya fue demasiado. No tengo ningunas ganas. Es lo último que quiero hacer ahora mismo. ¡Márchate, Robert!

Con esas palabras le provocó un acceso de ira. Robert la agarró con fuerza, la hizo sentarse sobre su regazo y la apretó contra él de tal modo que la dejó sin aire. A la vez le manoseaba tanto la ropa que el corpiño se le rompió. Para horror de Elizabeth, observó que él ya tenía la entrepierna al descubierto, claramente dispuesto a mantener relaciones a cualquier precio. Sin embargo, ella se resistía con firmeza y sostenía la falda contra su cuerpo con las dos manos al tiempo que intentaba separarse de Robert haciendo presión con el codo.

—¡No! —Ella se debatía mientras él la agarraba con fuerza y se sacudía de un lado a otro.

—¡Maldita sea! —exclamó Robert.

Al final la empujó delante de sus rodillas de modo que Elizabeth cayó al suelo. Pero antes de que pudiera volver a ponerse en pie, él la asió con brusquedad por el cabello y la atrajo hacia él hasta que le colocó la cara muy cerca de su miembro erecto.

—Así también me gusta —le espetó mientras Elizabeth permanecía de rodillas ante él, incapaz de apartarse debido a la fuerza brutal con que la retenía—. No nos causa tantos problemas e incluso va más rápido. Tienes que aprender a respetar mis deseos. ¿Para qué, si no, me he casado contigo?

Ella nunca llegó a saber si Robert habría sido capaz de obligarla por la fuerza a hacer aquello puesto que, al instante siguiente, la puerta se abrió con un crujido y la voz de Harold resonó, cortante como un cuchillo.

—Suéltala.

No le habló con especial dureza, pero Robert se sobresaltó como si alguien le hubiera golpeado. Soltó el cabello de Elizabeth, quien cayó hacia atrás y dio con las posaderas en el suelo, entre arcadas. Vomitando, se recogió la falda y se retiró a rastras lo suficiente para mantenerse alejada de Robert. Sin embargo, para entonces él ya se había esfumado. Salió a grandes zancadas del camarote, y Elizabeth oyó resonar los tacones de sus botas en el suelo de madera de la cubierta y luego en los escalones de la escalera. Felicity se asomó en la puerta abierta, detrás de Harold, muy cerca de él y con expresión horrorizada.

—¡Dios mío, Lizzie!

Harold asió a Elizabeth por el brazo y la ayudó a ponerse en pie. Tenía el rostro descompuesto por la ira. Su nuera lo contempló medio asustada y medio avergonzada, incapaz de saber si estaba enojado con ella; aun así, levantó la barbilla con orgullo. ¡Ella no tenía nada que reprocharse! Harold tenía los ojos muy brillantes, y Elizabeth notó que la mano le temblaba. La tensión lo hacía vibrar como si fuera un arco de violín muy tirante.

—¿Estás bien? —preguntó a la joven.

Ella asintió, vacilante. Con alivio se dio cuenta de que él no dirigía su enojo contra ella, sino contra su hijo. Harold le acercó la mano para apartarle el pelo de la cara. Tras tomar aire profundamente, señaló el baúl donde antes había estado Robert.

—Siéntate porque si no te desmayarás. Estás pálida como un lienzo.

Elizabeth obedeció, y reparó en que las rodillas le temblaban. Harold tenía razón: estaba a punto de desvanecerse. Felicity se abrió paso junto a él y se aproximó a su prima. Rápidamente sacó de su bolsa un frasco de sales y lo agitó delante de la nariz de Elizabeth. Sin embargo, esta se lo apartó de inmediato porque aquel olor tan penetrante parecía querer revolverle de nuevo el estómago.

—¡Necesitas una comida como es debido! —sentenció Harold. Su tono de voz no admitía réplica—. Si no comes, morirás de hambre. Voy a encargar al cocinero que te prepare caldo de gallina. Eso ayuda en todo tipo de enfermedades.

—El caldo de gallina es un remedio excelente —se apresuró a corroborar Felicity—. ¡Te vendría muy bien, Lizzie!

—Seguramente lo vomitaré también. —Elizabeth odiaba el tono apagado y lamentable de su voz. ¿Desde cuándo se había vuelto ella un ser tan lastimero?—. Pero intentaré tomar un poco. A fin de cuentas, es imposible que me encuentre peor.

Felicity frunció el ceño.

—Pero para hacer caldo habrá que matar una gallina —dijo—, y he oído decir que son para poner huevos.

—Habrá caldo de gallina —dijo Harold como si no le cupiera la menor duda.

Se encaminó hacia la puerta, donde se volvió y miró a Elizabeth con el ceño fruncido.

—En cuanto al otro asunto… Hablaré con Robert. Tú no te preocupes por nada.

Al instante se marchó. Elizabeth suspiró aliviada. Felicity le acarició el cabello.

—Lo siento muchísimo —dijo muy afectada—. Debería haber venido más pronto. Pero pensé que… —Se interrumpió para luego añadir, compungida—: Bueno, como estáis casados… Pero al menos Harold ha llegado a tiempo para… —Se sentó junto a Elizabeth y le acarició la mano—. Robert, bueno, es… Me parece extraordinariamente fogoso.

—¿Acaso no todos los hombres son así?

Elizabeth no pudo evitar pensar en Duncan. Recordó el encuentro apasionado, fogoso y apremiante que habían tenido en la vieja casa de campo. En el fondo Duncan había actuado de forma similar a la de Robert. La diferencia era solo que ella se había sentido de manera distinta.

Felicity sacudió la cabeza con determinación.

—¡En absoluto! ¡Niklas no es así! Él jamás… abordaría a una mujer de ese modo. Aunque, sin duda, también él a veces se siente solo cuando pasa tantas semanas en alta mar.

—¿Qué opinas de que Harold pida caldo de gallina para mí? —preguntó Elizabeth cambiando de pronto de tema.

—Se preocupa de verdad de que te recuperes —dijo Felicity aunque, por el tono de voz que empleó, parecía que ella tampoco se lo acababa de creer—. Aunque he de admitir que me parece un poco extraño. Lo mismo que eso último que ha dicho. Es como si quisiera mantener a Robert alejado de ti. De hecho, yo pensaba que él apoyaría los… los intereses de Robert. A fin de cuentas, eres su mujer y él, en el fondo, tiene derecho a… bueno, a eso. —Tras adoptar un tono consolador prosiguió—. Pero tú no te preocupes: de ahora en adelante voy a cuidar mejor de ti. Aunque sea tu marido, no permitiré que Robert se te acerque en estas circunstancias tan degradantes. —Examinó detenidamente a Elizabeth—. Tienes mejor aspecto. Juraría que tus mejillas han recuperado algo de color.

Elizabeth se puso en pie, un tanto vacilante pero decidida. Le pareció que el estómago se le resentía por el movimiento, pero se esforzó por no hacerle caso.

—¿Dónde está mi peine? Necesito una jofaina con agua para lavarme la cara.

—¡Oh, qué bien suena eso! —dijo Felicity con alivio—. ¡Casi como mi Lizzie de siempre!

—La Lizzie de siempre lleva demasiado tiempo aquí dentro, sola, con la única compañía de este balde y de su malestar. ¡Ya es hora de que le dé el aire fresco!