56
Duncan, sentado muy inclinado en el pescante del coche de caballos, se dirigía hacia Dunmore Hall. Al este, en el horizonte, se vislumbraba el primer resquicio de luz pálida que anunciaba el alba; sin embargo, ese día el sol no se dejaría ver. El viento elevaba la espuma de las crestas de las olas del mar cercano, y esa humedad veloz azotaba a Duncan por el costado, en ráfagas ensordecedoras y racheadas, que le habían soltado el pelo y hacían que le golpeara los ojos.
Se apeó frente a la entrada de Dunmore Hall y aporreó con fuerza la puerta hasta que Sid le abrió. Sin que se lo pidiera, el hombre asió por las riendas el caballo de tiro hasta el interior del patio. Llevó al establo el caballo castrado que Duncan había atado atrás. Elizabeth bajó la escalera a toda prisa en cuanto Duncan entró en el vestíbulo.
—¡Por fin! —exclamó, aliviada.
Duncan la tomó entre sus brazos, la abrazó y la besó.
—¿Habéis terminado de hacer el equipaje?
Ella asintió.
—Sí, hace rato.
Él la contempló con curiosidad.
—¿Has pensado también en el oro? Ya sabes que es tuyo.
Elizabeth asintió de nuevo, aunque esa vez desvió la mirada. Él sabía que sentía remordimientos al respecto, a pesar de que, según las disposiciones del contrato nupcial, tras la muerte de Robert la dote pasaba a ser únicamente propiedad de ella. A Harold Dunmore no le correspondía ni un penique. Duncan sopesó por un instante la posibilidad de hablarle sobre sus sospechas, pero optó por no hacerlo pues no deseaba inquietarla más. Era mejor que ella no supiera cosas que luego podrían arrebatarle la paz interior que, por otra parte, difícilmente tendría en las actuales circunstancias. Felicity llegó al vestíbulo con el niño en brazos. El pequeño miró a Duncan con sus enormes ojazos.
—¿Barco? —preguntó—. ¿Cptán?
—En efecto, hijo mío. Vas a subir a mi barco y navegaremos por el mar. —Tendió los brazos hacia él—. Dámelo.
Felicity vaciló un momento antes de entregarle el niño. Era la primera vez que Duncan tenía en brazos a su hijo. Johnny se puso algo tenso al principio, pero luego apoyó la cabecita en el pecho de Duncan y se acomodó en el pliegue de su codo. Era sorprendentemente ligero, casi no pesaba nada. Duncan contempló la carita adormecida; miró los rizos desgreñados y las mejillas redondas sobre las que descansaban los párpados como arcos del color del hollín; el hilillo de saliva que le caía de la comisura de la boca mientras el pequeño se chupeteaba los dedos. El viento aullaba en torno a la casa, pero Johnny parecía ajeno a ello. Estaba tranquilamente recostado en brazos de Duncan. Él inspiró profundamente. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por reprimir el impulso de apretar a su hijo contra el cuerpo en un gesto de posesión. Eso habría asustado al pequeño. Se dio cuenta de que Elizabeth lo contemplaba y, por unos segundos, ambos se miraron. Sus miradas intercambiaron un mensaje silencioso, una promesa tácita.
Los hombres de Duncan cargaron los bultos en el coche de caballos que había tomado prestado de Claire. Estaba en deuda con ella y él lo sabía, aun sin la advertencia lacónica de la francesa. Con todo, eso no había impedido que ella le deseara mucha suerte en su nueva vida, donde fuera que él quisiera iniciarla.
Unas ráfagas fuertes levantaron arena y pequeños objetos por encima del muro. Las mujeres sostuvieron sus capas delante de la cara mientras subían a la zona de carga del vehículo.
Elizabeth tomó rápidamente en brazos a su hijo y lo cubrió con su capa, mientras los hombres afianzaban los faroles de tormenta al pescante.
—¡Pearl! —gritó Elizabeth—. ¡Tenemos que llevarnos a Pearl!
—Con este viento no vamos a poder subirla al barco —exclamó Duncan.
Pero Elizabeth no comprendió sus palabras. El ruido era demasiado intenso. Uno de los postigos de la casa se había soltado y no dejaba de golpear contra el muro. Duncan, dubitativo, volvió la vista hacia el establo. En el interior se oían los relinchos de Pearl. Vio la mirada implorante de Elizabeth y accedió. Corrió a buscar a la yegua. La dejarían en el establo de Claire.
Entretanto no estaba claro que pudieran trasladarse al Elise. Bajo la luz mortecina de las primeras horas de la mañana, las olas del mar casi alcanzaban la altura de las palmeras que bordeaban la orilla. Tras romperse en una extensión de espuma, rebasaban la playa y penetraban tan adentro en la tierra que las últimas olas llegaron al camino e hicieron que las ruedas del vehículo se hundieran en él.
Sid estaba sentado en el pescante junto a Duncan y conducía el coche. El otro hombre iba montado en Pearl y el tercero avanzaba delante con la cabeza inclinada. Rodeadas de las pesadas cajas de viaje, Elizabeth y Felicity se apretaban en la superficie de carga y se inclinaban en actitud protectora sobre el niño. Se lo habían llevado todo. Para disgusto de Felicity, solo habían dejado el virginal. De todos modos, se dijo, lo único que ella quería era marcharse. Tal como había dicho con voz firme, de haber dependido de ella, haría ya días, semanas incluso que habrían partido. Parecía afrontar el futuro con más valor y decisión que Elizabeth, que no dejaba de mirar el mar con preocupación. No le faltaban motivos: el viento y el oleaje eran demasiado intensos, y resultaba muy arriesgado llevar a las mujeres y al niño al barco y zarpar.
Con disgusto, Duncan empezó a hacerse a la idea de que deberían cambiar de planes. Iban a tener que permanecer en la isla hasta que el temporal amainase. Y se quedarían en casa de Claire, tanto si a Elizabeth le gustaba como si no. Él no estaba dispuesto a llevarla de nuevo a casa de Harold Dunmore.
—¿Cómo vamos a zarpar con esta tormenta? —gritó Elizabeth para hacerse oír por encima del ruido del viento.
—¡No lo haremos! —le respondió Duncan también a gritos—. ¡Vamos a tener que esperar!
—¿Dónde?
Al ver la cara de él supo cuál era la respuesta pero, para asombro de Duncan, pareció recibirla con cierto alivio. Un grupo de cuatro soldados adelantó al coche de caballos a toda carrera, con los rostros contraídos por el esfuerzo y el miedo. Tenía que ser la patrulla que George Penn había apostado en la bahía de Oistins.
—¡Los parlamentarios están en la isla! —gritó uno de los hombres.
El viento le arrancó las palabras de los labios. Aunque Duncan no lo comprendió todo, pudo hacerse una idea del resto.
—¡Han llegado a la playa con unos botes! Hemos dado la señal de alarma, pero seguramente nadie de la guarnición la ha oído. Nos han disparado de inmediato al acercarse. ¡Son varios cientos de hombres! ¡Que Dios nos asista! Lo único que podemos hacer es huir.
El soldado estaba al borde de las lágrimas. Era un muchacho enjuto de no más de diecisiete años, y estuvo a punto de caer bajo el peso del mosquetón y de la canana.
—Había algunos de los nuestros que les hicieron luces de posición. ¡Lo juro! ¡Malditos sean esos traidores puritanos chaqueteros!
—¡Poneos a salvo, buenas gentes! —gritó otro, que seguía corriendo—. No falta mucho para que caigan sobre Bridgetown.
Y al momento el grupo siguió su carrera y desapareció en la luz crepuscular que se iba iluminando.
Detrás, en la zona de carga, el pequeño empezó a llorar. Al parecer empezaba a tener miedo. Duncan no se sentía mucho mejor. No había contado con que la tormenta fuera a crecer tan rápidamente. En el mar lo habría podido prever mejor, pero en tierra él nunca había visto un huracán.
—¡Más rápido! —ordenó.
—¡Arre! —gritó Sid, y volvió a atizar el animal de carga.
Entre sacudidas y balanceos, el coche de caballos volvió a ponerse en marcha.