20

Elizabeth, Anne y Felicity estaban sentadas en la galería exterior de la mansión señorial y se entretenían charlando. El calor tremendo de aquella tarde resultaba llevadero a la sombra de los gruesos muros de piedra; además, de vez en cuando soplaba una suave brisa marina que daba, al menos, la sensación de frescor.

Lady Harriet salió de la casa y anunció que era la hora del té. Era hermana de la primera lady Noringham, la madre biológica de Anne y de William, la cual había fallecido durante el primer año después de llegar a Barbados; tras el período de duelo apropiado, su marido se había casado con Harriet, que se había hecho cargo de los hijos y los había criado como propios. Dotada de una amabilidad discreta, lady Harriet Noringham era la anfitriona perfecta. En su apariencia refinada parecía reflejarse la noble exquisitez de toda la casa. Tocaba el virginal, era muy culta y las comidas que preparaban las criadas bajo su supervisión podían competir fácilmente con las de cualquier casa noble de Londres.

Sin embargo, Elizabeth sabía que los Noringham, como los demás terratenientes de la isla, se habían establecido en aquel lugar en unas condiciones míseras y pasando privaciones tremendas. Igual que los Dunmore, ellos también habían formado parte de los primeros colonos y habían convertido la selva en tierra cultivable. Para hacerlo solo habían dispuesto de su tesón y de la voluntad inquebrantable de crear un nuevo hogar para ellos. Su primera casa en Barbados había sido una precaria cabaña de madera, de una sola habitación, algo rudimentaria y llena de bichos. Para que las hormigas no les mordieran, habían tenido que dormir en hamacas y prender fuego sin llama en todos los rincones de la casa para alejar de ese modo a los enjambres de mosquitos.

Veinte años más tarde, en la galería exterior de Summer Hill, esos inicios tan duros apenas eran visibles, excepto por pequeños detalles que apenas habían cambiado desde los comienzos de la colonización de la isla. Así, por ejemplo, contra las hormigas, que eran imposibles de erradicar, aún tenían que colocar cuencos con agua y vinagre debajo de las patas de las mesas.

Celia, la mulata que trabajaba en la casa como doncella personal de Anne, les sirvió té y pastel. Descalza y en silencio, fue rodeando la mesa agarrando con seguridad y firmeza el asa de la tetera con sus dedos delgados, mientras sus labios carnosos dibujaban una dulce sonrisa. Tenía la tez del color de la aceituna, de una belleza impresionante y exótica, y sus ojos, con unas pestañas pobladas, brillaban con la misma intensidad que el ámbar. Cubría su cuerpo joven y flexible un vestido de algodón en forma de bata que tapaba más que realzaba su figura; con todo, ya solo el cuello de cisne, las curvas suaves de sus pechos, así como los finos tobillos y los pies evidenciaban su perfección externa. Era difícil apartar los ojos de ella, parecía rodeada de un encanto especial. Anne había contado a Elizabeth que lady Harriet había encontrado a Celia de pequeña abandonada en la jungla. Una de las esclavas de Summer Hill la había criado, y cuando tuvo suficiente edad para trabajar, la habían tomado como criada en la casa.

El té era excelente igual que el pastel. El ambiente era tan relajado que Elizabeth soltó un suspiro de satisfacción y comodidad. Comparado con Dunmore Hall, aquello era un remanso de paz. Llevaba tres días allí y lo disfrutaba visiblemente. Felicity no paraba de hablar, pero sus palabras resonaban como un torrente murmurador y agradable que no hacía otra cosa que subrayar la calma reinante. No hacía falta escucharla, bastaba con dejarse arrullar por su voz. Si Felicity hacía una pregunta, solo era preciso hacer una observación que demostrara interés y luego dejar vagar el espíritu mientras sus palabras proseguían con la misma cadencia. En esencia, la conversación giraba en torno a que se esperaba que Niklas Vandemeer también asistiera a la asamblea de terratenientes convocada para el día siguiente, ya que sus intereses como capitán de un buque mercante sin duda se verían directamente afectados por la decisión que se tomase. Además, había sido invitado igualmente a la fiesta de compromiso que seguiría a la reunión puesto que era un buen amigo de William.

En realidad, sin embargo, según Felicity le había confiado a Elizabeth, él iría a escondidas esa misma tarde, ya que la oportunidad de poder encontrarse con Felicity sin la presencia de Martha o de la anciana Rose no volvería a darse en mucho tiempo. A los pies de Summer Hill había una pequeña playa donde él la esperaría con la llegada de la oscuridad. La cháchara sin fin de Felicity, por lo tanto, se debía sobre todo a su nerviosismo. No paraba de alzar la vista al cielo, como si quisiera comprobar que el anochecer estaba próximo y eso a pesar de que aún faltaban horas para ello.

Anne también estaba nerviosa, si bien en su caso se evidenciaba por su mutismo inusual. Su compromiso inminente con George Penn la inquietaba y no dejaba de pensar en su futuro. Por una parte, anhelaba profundamente tener una familia propia pero, por otra, se preguntaba, no sin cierta aprensión, si sería capaz de sentirse tan a gusto en la plantación de Penn como en Summer Hill. Meses atrás ya había hablado de eso con Elizabeth y, con cierto aire fatalista, había dicho que solo los que se arriesgan consiguen algo; sin embargo, Elizabeth notaba que Anne seguía teniendo esos miedos.

Ella, por su parte, también se esforzaba por ocultar al mundo sus problemas, lo cual se le daba extraordinariamente bien. Summer Hill ejercía un extraño efecto atemperador en Elizabeth; en el apacible aislamiento de la plantación, todas sus preocupaciones parecían carecer de importancia. A primera hora de la mañana, Maggie, la costurera irlandesa de Anne, había hecho los últimos arreglos a los vestidos que llevarían para la fiesta del día siguiente. Mientras se los probaban, todas habían reído y tomado limonada; y Elizabeth se había sentido tan contenta y dichosa como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Incluso por un rato logró no pensar siquiera en Duncan.

William Noringham se acercó procedente de los campos de caña de azúcar. Iba sin chaleco y se había remetido descuidadamente la camisa en el pantalón, el cual llevaba manchado de melaza. Su cabello oscuro le caía indomeñable sobre la frente. En su rostro despejado y juvenil brillaba la ilusión.

—¡El nuevo molino funciona a las mil maravillas! —exclamó.

—Eso es fabuloso, querido —respondió con alegría lady Harriet, como si en el mundo en ese instante no hubiera nada más importante que el nuevo molino.

Sin embargo, cuando William, sudado y sucio a causa del trabajo, subió hacia la galería exterior dejando a su paso terrones de tierra en los escalones, dijo con amabilidad:

—Por tu aspecto se diría que has estado trabajando, jovencito.

Él se miró y se sonrojó.

—¡Oh, caramba! Lo siento. Solo quería comunicaros lo bien que funciona el molino. Es una de las mejores inversiones desde hace tiempo. —Sin sentarse, tomó un vaso, se sirvió té y bebió ávidamente hasta apurarlo. Al terminar, se volvió hacia Elizabeth—: Si os apetece, puedo mostraros el molino.

—¿Por qué no? —repuso Elizabeth, contenta con la perspectiva de dar un paseo con William.

Lady Harriet frunció el entrecejo.

—Eso es algo que Celia también puede hacer.

—¡Oh! —A William las mejillas aún se le enrojecieron más, como si en ese instante hubiera reparado en que su propósito podía ser malinterpretado—. Desde luego.

Elizabeth, avergonzada, clavó la vista en su taza de té. No había sabido ver nada de malo en la oferta de William, y menos aún cuando había accedido a ella. Harriet, evidentemente, había ido más allá.

La incomodidad de ese instante se desvaneció al momento, William se afanó a regresar al trabajo, y las mujeres empezaron a hablar sobre la fiesta inminente. Cuando las sombras de la tarde se volvieron más alargadas, Elizabeth se disculpó ante las demás y dijo que quería dar un paseo. Anne se ofreció a acompañarla, pero Elizabeth le dijo que prefería estar sola un rato. Anne asintió, comprensiva. Como solo hacía dos semanas que Elizabeth había tenido noticia de la muerte de su padre, se le toleraban aquellas excusiones, aunque los Noringham no veían con buenos ojos que ella saliera sin compañía.

Elizabeth fue a buscar su sombrero de paja a la habitación que compartía con Anne y Felicity.

El sonido sordo de tambores procedente de las cabañas de los esclavos le provocó una sensación de ensueño. Era casi como si, al oírlo, su cabeza se vaciara de pensamientos y todo dejara de ser importante. El olor a flores, que el calor sofocante hacía más intenso, le embotó los sentidos y sintió el deseo de pasear por la jungla y unirse a la naturaleza. Una extraña urgencia se apoderó de ella. La calma del día parecía expandirse y querer engullirla. En el vestíbulo de la entrada, que carecía de ventanas y donde casi hacía frío, Celia barría el suelo de baldosas de piedra. Cuando Elizabeth pasó junto a ella, levantó la mirada con cortesía.

—¿Queréis que os muestre la nueva presa de azúcar? —Al ver la expresión perpleja de Elizabeth, prosiguió—. El señor Noringham ha dicho que, si queréis, puedo hacerlo.

La prensa de azúcar no interesaba especialmente a Elizabeth. En Rainbow Falls también había uno de esos ingenios y, vista una vez cómo los animales de tiro daban vueltas en círculos infinitos con las cabezas agachadas, bastaba para entender el principio que escondía. Se disponía a rechazar la oferta de la mulata, pero se contuvo.

—Podrías enseñarme las cabañas de los negros —dijo de forma impulsiva. Ella no había estado nunca en una, y tenía ganas de saber cómo eran.

Celia la miró con sorpresa y con algo de recelo.

—Los esclavos aún están trabajando.

—¡Oh! Comprendo. Entonces tal vez es mejor que aguarde.

—No, no —se apresuró a responder Celia—. Os lo enseñaré todo. ¡Venid!

Dejó la escoba en un rincón y se encaminó de buena gana hacia allí, mientras Elizabeth la seguía, vacilante. De la casa salía un sendero trillado que discurría entre palmeras y papayos y pasaba delante de los cobertizos en los que había el molino, la zona destinada a refinar y el almacén. Así Elizabeth tuvo también ocasión de ver el nuevo molino que, como en Rainbow Falls, era accionado con animales de tiro. Un hedor sofocante a animal cubría el lugar, y un enjambre de moscas zumbaba en torno a los animales. La refinería adjunta irradiaba un calor inhumano procedente de los hornos encendidos en los que quemaban los restos inservibles de la caña de azúcar, en los cuales, dentro de unos calderos de cobre enormes, burbujeaba la melaza al cocerse. En las sombras agitadas de humo y vapor se desplazaban unos cuerpos negros, esclavos desnudos excepto por el taparrabos, con la piel resbaladiza por el sudor y los ojos enrojecidos a causa de la humareda acre. A un lado, William hablaba con un trabajador. Saludó contento al ver pasar a Elizabeth y a Celia, pero al instante fue requerido por un esclavo viejo y manco, y desapareció en el calor intenso del cobertizo dedicado al refinado.

El camino prosiguió en dirección hacia la caña de azúcar que, a modo de muro verde único, bloqueaba la vista en dos direcciones: hacia el norte, donde se encontraba buena parte de la extensión de la plantación, y hacia el sur, donde había también aproximadamente un cuarto de hectárea de tierra cultivada. Al este estaba el mar y al oeste se abría la jungla. El camino hacia Bridgetown —que no era otra cosa sino la rodada que había dejado el paso frecuente de los carros— transcurría muy pegado a la costa, al igual que el camino que llevaba a Holetown, que era la población grande más próxima.

Había más de una docena de esclavos y trabajadores irlandeses en acción; con los machetes brillantes al sol cortaban los tallos y los arrojaban formando pilas. Los negros cantaban mientras blandían los grandes cuchillos; se trataba de un extraño canto monótono lleno de sonidos guturales, el cual, pese a su singularidad, tenía un ritmo casi hipnótico. El capataz de Noringham, un hombre grueso entrado en los cuarenta y ataviado con un sombrero de paja hecho jirones y una camisa gris sucia, dormitaba sentado a la sombra de una roca. Tenía los carrillos repletos de tabaco de mascar, y de la boca abierta le caía un hilillo de saliva marrón. Cuando Elizabeth y Celia pasaron delante de él, levantó la mano y se la llevó a la frente con cortesía. Al hacerlo, expectoró con fuerza pero, después de hacer unos movimientos mecánicos con los carrillos, volvió a adormecerse.

El camino por el que Elizabeth seguía a la mulata la hizo pasar por delante de las casas de los trabajadores: unas cabañas de madera con el techo de paja, de construcción muy sencilla, con la puerta baja y sin ningún tipo de adorno. A un tiro de piedra de allí estaba el lugar donde se alojaban los esclavos, que no era distinto de las cabañas de los trabajadores sometidos a contrato. Se encontraba al borde de los campos situados al norte de la mansión, separados apenas por un claro de la plantación de caña de azúcar.

—¿Por qué las cabañas de los esclavos están tan lejos de las de los demás trabajadores? —quiso saber Elizabeth.

—Porque los blancos y nosotros no podemos estar juntos —respondió Celia en un tono de voz con el que dejó entrever que esa era una de las preguntas más estúpidas que había oído jamás.

Elizabeth reflexionó sobre aquel «nosotros»; al parecer, Celia se consideraba más negra que blanca. Sin duda, tenía que ser extraño haber nacido con un color de piel que la obligaba a estar en medio de dos mundos. A diferencia de los trabajadores sometidos a contrato, los esclavos no tenían derecho a la libertad, porque ningún contrato temporal limitaba el poder que el amo tenía sobre ellos. Eran esclavos de por vida. El caso de Celia era igual porque, a pesar de ser un poco blanca, era considerada negra y, por lo tanto, propiedad de otro.

Delante de una cabaña había un viejo negro sentado en el suelo de tierra. Tenía entre las piernas cruzadas un tambor, un artilugio hecho con una piel de cabra tensada, con la forma amplia por arriba y más estrecha por abajo. Por medio de un palo emitía unos sonidos sordos que resonaban a lo lejos. Alternaba los golpeteos rápidos con los lentos, y los duros con los suaves. Desde lejos, como atraídos por el eco, otro tambor le respondía con golpeteos parecidos.

Cuando el anciano se percató de la presencia de Elizabeth y de Celia, colocó el tambor a un lado, asió una cadena larga de la que pendían unas conchas marinas y la arrojó lejos de él de forma que los extremos abiertos de la cadena quedaran ante sus pies; después se dedicó a observar detenidamente las conchas. Mientras lo hacía iba musitando para sí mismo, en un lenguaje extraño y de sonidos guturales.

—¿Qué hace ese hombre? —preguntó Elizabeth en voz baja a la mulata.

—Reza a los dioses para que le muestren el futuro. —Celia añadió a continuación, a modo de explicación—: Es de la tribu de los yoruba. Ellos creen en muchos dioses. Se llama Abass. Es un babalawo y sabe leer los odù.

—¿Qué es un babalawo? ¿Una especie de adivino?

Celia asintió con un ademán vago.

—Conjura a los orishas, que conocen el camino que va del más allá al presente. Ellos nos dicen lo que va a ocurrir.

Al oír esas últimas palabras, Elizabeth sintió un escalofrío inexplicable. Se quedó mirando al anciano. Él alzó la mirada y sus ojos se posaron en ella; por un instante se sintió extrañamente ensimismada, como si de pronto el tiempo se hubiera detenido para hacer sitio a otra cosa distinta que no tenía nombre. Desde algún lugar muy lejano se oyó de nuevo el sonido sordo de los tambores.

El anciano levantó la cabeza, atento, mientras seguía con la vista clavada en Elizabeth y con la cadena de las conchas medio levantada. Pareció que su rostro oscuro, la piel correosa, el pelo gris y encrespado, y su diminuta figura acuclillada se desvanecían en una sombra frente a la cabaña y se fundían con el fondo; Elizabeth cerró los ojos y luego los volvió a abrir para que esa imagen engañosa desapareciera y la realidad regresara. Había contenido el aliento. Sin embargo, al punto ese extraño momento se desvaneció. En algún lugar un niño lloriqueaba, y se oían también las regañinas de una mujer. El anciano había bajado la vista y había dejado de lado la cadena.

De nuevo las hojas altas se doblaron entre crujidos con el viento. Los tambores habían enmudecido.

Akin aguardó a que los pasos de la mujer blanca se hubieran alejado. Salió ágilmente a cuatro patas de la cabaña y posó la mano sobre el hombro huesudo de Abass.

—¿Qué has visto?

—La muerte del hombre blanco.

—¿Cuándo?

—Antes de la segunda salida del sol.

Akin se tensó. Una satisfacción inmensa se le reflejó en el rostro. Celia dejó escapar un grito de espanto. Tenía miedo. Akin se acercó a ella y bajó los ojos para mirarla.

—No temas. Los orishas están con nosotros. Ogoun forjará nuestra espada y beberá la sangre de los hombres blancos.

—De un hombre blanco —puntualizó Abass con su fina voz de anciano.

Akin se volvió hacia él con el ceño fruncido.

—Pero…

—Del resto no veo nada. Aún no. Pero volveremos a preguntar al oráculo.

—¿Pronto? —preguntó Akin de forma imperiosa.

Abass asintió con los ojos entrecerrados.

—En cuanto la luna salga. —Se volvió a Celia y le dijo—: Tienes que prepararte.

El corazón de ella se encogió de terror; le habría gustado poder huir de allí. Pero eso no le habría servido de nada porque, allá adonde fuera, los dioses la encontrarían.