6
Harold Dunmore estaba de pie, reflexionando junto a la barandilla de la cubierta principal. El Eindhoven llevaba un ritmo sorprendentemente bueno desde que, una semana atrás, habían zarpado de Portsmouth. A menudo a esa altura de la travesía el avance resultaba más lento porque en aquellas latitudes el viento con frecuencia no parecía saber qué dirección tomar entre la corriente que procedía del oeste, al norte, y el alisio del sur. Harold no contaba con realizar un viaje tan bueno. Acababan de dejar atrás el extremo sur de Portugal, la punta de Europa. Según sus cálculos, estaban a la altura de la costa bereber y pronto llegarían a Madeira. Allí se abastecerían por última vez de provisiones y de agua antes de cruzar el Atlántico con los vientos alisios.
El retraso provocado por la escala en El Havre había enojado a Harold, pero el pasaje que embarcó allí resultó de cierta utilidad. Se trataba de cuatro damas francesas, cuyas vestimentas eran más finas que sus pretensiones. Los vestidos de encajes y las capas con forro de terciopelo no podían ocultar la procedencia de las señoras y a qué se dedicaban. Tal vez los establecimientos donde habían ejercido hasta el momento eran más distinguidos que los míseros barrios de muchas prostitutas de Billingsgate, pero esa era la única diferencia. Aunque había charlado con una de ellas en dos o tres ocasiones, Harold aún no había podido averiguar qué las había hecho salir de la cloaca de París. Vivienne era la más joven y la más comunicativa de las cuatro y hablaba un inglés aceptable, pero no había soltado prenda respecto al motivo de su decisión. Únicamente había dejado entrever que su partida había sido precipitada. Al parecer, a instancias de mademoiselle Claire —su señora, una pelirroja de belleza exquisita que viajaba con ellas—, apenas habían tenido tiempo para empaquetar sus cosas y marcharse en un coche de caballos. En El Havre habían esperado al primer buque que se dirigiera hacia las Indias Occidentales y así habían conocido al capitán Vandemeer. Este, por su parte, se dirigía a Portsmouth, pero les había prometido volver a hacer escala en El Havre en el viaje de vuelta a las Antillas y recogerlas. Las mujeres, le había explicado Vivienne, esperaban hacer fortuna en Barbados. Entonces había dirigido una sonrisa encantadora a Harold y le había preguntado si él veía alguna posibilidad de que ella y sus amigas pudieran ganarse bien la vida allí con una casa de trato.
—Tendréis mucho éxito —le había respondido Harold, divertido.
Era la verdad. La capital de Barbados estaba en pleno apogeo. En los últimos años, Bridgetown había pasado de ser un lugar sin vida y poco habitado a un auténtico hervidero de personas. Por doquier se alzaban bodegas y burdeles de una suciedad y reputación tan dudosa que apenas resultaba concebible. Esas francesas mejorarían mucho el nivel de entretenimiento y, sin duda, eclipsarían todo cuanto había existido hasta el momento. Harold lo había podido comprobar por sí mismo. Las mujeres compartían un camarote en la cubierta de popa de los que se habían dispuesto para los escasos pasajeros que pagaban bien. Vivienne se lo había llevado allí de noche, previa remuneración, mientras sus tres amigas, ya fuera de forma casual o acordada, aguardaban en cubierta. Lo había satisfecho de rodillas. A fin de cuentas, no había cama puesto que todo el mundo a bordo dormía en coyes, excepto el capitán, que disponía de lecho propio.
—Tú harás carrera —le había dicho él después.
Dirigió una mirada furtiva a Felicity, que se hallaba en la cubierta de popa junto a Vandemeer. Observó que la joven se comía con los ojos al capitán; era evidente que sentía mucha simpatía por él. Se podía pensar que, a la inversa, pasaba lo mismo. Vandemeer era un hombre atlético y de buen carácter. Apenas tenía treinta años, había enviudado hacía dos y era muy dado al encanto femenino, sobre todo ante el atractivo de una jovencita como Felicity. La chica irradiaba cierta inocencia sensual, aunque Harold sospechaba que ya tenía algo de experiencia. Por otra parte, era innegable que era una auténtica belleza. Tenía un rostro en forma de corazón y la expresión alegre; su cabello rizado, brillante y de color castaño, y la lozanía de su cuerpo, que ni siquiera la capa lograba ocultar, atraían todas las miradas masculinas. Tenía diecinueve años y, por lo tanto, estaba en edad de casarse. Apenas vio por primera vez a Niklas Vandemeer, le lanzó sus redes y desplegó todos sus encantos. El capitán, por su parte, no desperdiciaba ninguna ocasión para salir al encuentro de Felicity. Incluso aquel acontecimiento convenía a Harold. Impediría que la chica se preocupase demasiado a causa de Elizabeth.
El rostro de Harold se ensombreció al pensar en ello. No había acabado de comprender qué había ocurrido dos días atrás entre Robert y Felicity, pero era evidente que había pasado algo. Como era de esperar, Robert insistía en que no había sido nada, solo una agradable discusión entre él y la prima de su esposa; a fin de cuentas, dijo, ella ahora era algo así como una hermana para él. Pero Harold sospechaba que se había tratado de una riña —si no de algo más grave— puesto que, de otro modo, Felicity no rehuiría a Robert con tanto empeño. Harold no se hacía ilusiones sobre el motivo del enfrentamiento. La única duda que tenía era si se lo haría saber a Elizabeth o se lo guardaría para ella. De todos modos, incluso esas cavilaciones resultaban superfluas. Era solo cuestión de tiempo que Elizabeth averiguara con qué tipo de hombre se había casado. Pero, hasta entonces… Lo único que podía hacerse era retrasar al máximo ese momento. Las posibilidades al respecto eran buenas ya que Elizabeth se dejaba ver muy poco: era víctima del mal del mar. No podía permanecer alejada ni a dos pasos de su balde omnipresente y no quería que los demás fueran testigos de su malestar. Hasta el momento solo había asistido en una ocasión a la cena en el camarote principal, el único acontecimiento diario que, en aquella estrechez pestilente, proporcionaba a los pasajeros que viajaban en aquella cárcel de madera tambaleante la sensación de civilización. Personalmente, Harold no concedía gran importancia a esos encuentros, más formales que agradables, pero cualquier cosa era mejor que permanecer en ese cuartucho angosto y maloliente que les habían asignado. Compartía camarote con su hijo y con dos comerciantes de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales, bajo cuya égida navegaba el buque. Uno de ellos era cuñado del capitán, una masa de sebo parlanchina con trastornos digestivos de pestilencia intensa que a veces llegaban a impedir el acceso al compartimiento, a pesar de que había un óculo de ventilación. En la popa se alojaban también los oficiales, el sacerdote —que asimismo hacía las veces de escribano— y el médico, que era un médico de verdad, no uno de esos barberos que solía haber en los barcos. Con todo, ni siquiera este había podido hacer nada contra el mareo permanente de Elizabeth, la cual, por su parte, compartía camarote con Felicity. Desde ese punto de vista, ellas dos disfrutaban del mejor alojamiento. Eso sin contar, por supuesto, a William Noringham, quien durante la travesía podía dormir en el camarote de su buen amigo el capitán Vandemeer, una estancia muy espaciosa y casi confortable, con ventanales traseros y un balcón exterior.
¡Noringham! A Harold se le encogía el estómago con solo pensar en él. Ya durante el viaje de ida a Inglaterra, a duras penas había soportado tener que compartir con ese hombre durante semanas el reducido espacio. De hecho, entonces, cuando el Eindhoven había fondeado durante tres días en Rotterdam para descargar parte de la mercancía procedente de las Antillas antes de proseguir hasta Portsmouth, Harold no había dudado en pasar el tiempo en la ciudad. Un día lejos de Noringham era un buen día. Sin embargo, para viajar de Barbados a Inglaterra no había muchos medios de transporte donde elegir. Los barcos ingleses que llegaban a la isla lo hacían de forma esporádica y, además, acostumbraban a estar más sucios y ser más estrechos que los buques mercantes de las Indias Occidentales de los holandeses, los cuales, al menos, acudían a la isla con cierta regularidad. Muchos veleros ingleses no disponían siquiera de espacio reservado para los camarotes. En estos incluso los oficiales tenían que dormir con los soldados y los marineros entre los cañones de la cubierta de batería.
Harold escuchó a medias las órdenes que vociferaba el oficial de servicio a la tripulación. Apenas lograba entender una sola palabra de aquellos mandatos guturales proclamados a gritos, y estaba seguro de que a muchos de los hombres andrajosos y procedentes de distintos países les ocurría lo mismo. Sin embargo, todo parecía funcionar a pedir de boca; por lo menos, no había ninguno de pie como un pasmarote preguntándose qué tenía que hacer. Sin duda el látigo de nueve colas se había encargado de corregir rápidamente esa actitud. No se permitía la desidia entre la tripulación, y, al menor indicio de rebeldía, los azotes eran la consecuencia inevitable. Ni siquiera la presencia de mujeres a bordo impedía al capitán mantener la disciplina del modo habitual. A cada poco alguien era atado a un palo y sometido a una tanda de latigazos mientras a los demás los obligaban a mirar. Solo así podía asegurarse que los aproximadamente cien hombres que bregaban en ese barco no se rebelasen con demasiada frecuencia contra su suerte. Al resto se les proporcionaba ron y cerveza. Todos los días recibían una buena ración de ambas cosas para que pudieran soportar mejor la dureza de esa vida. Una vida que muy pocos de ellos habían elegido libremente. Harold calculó que, de todos aquellos tipos andrajosos y cubiertos de cicatrices, la mitad de ellos, si no más, habían sido secuestrados por patrullas de leva, algo que, al menos en Inglaterra, era muy habitual. Los capturaban lejos de las miradas de la gente; tras acecharlos delante de las tabernas o en rincones oscuros, los aturdían, los ataban como fardos y eran llevados a las bodegas de los grandes buques de ultramar. En cuanto los barcos levaban anclas, dejaban de tener escapatoria. Solo había comida para quienes se mostraran dispuestos a trabajar. Al final, la mayoría aceptaba su suerte y pasaba a formar parte de esa ruda y violenta cuadrilla llamada tripulación. Aprendían a resistir y muchos incluso llegaban a amar la vida del mar. A pesar de ello, generalmente de cada cien hombres que se hacían a la mar menos de la mitad sobrevivía al viaje de vuelta. Comida en mal estado, falta de agua, fiebres, caídas, peleas, septicemias, ataques armados, huracanes… Los océanos propiciaban adversidades suficientes para la vida de un marinero. Desde que el Eindhoven había zarpado de Portsmouth, Harold ya había visto arrojar a las aguas a dos muertos, y eso que aún no había empezado la parte más peligrosa de la travesía. La rápida misa de difuntos que el sacerdote había oficiado en la parte central del barco prácticamente había pasado desapercibida para los pasajeros, los cuales tampoco habían visto cómo se arrojaban por la borda los cadáveres cosidos a sus coyes. En fin, sin duda, la próxima vez se darían más cuenta, aunque solo fuera porque habría más ocasiones para ello: en el viaje de ida entre la tripulación había habido casi treinta muertos. El trayecto de vuelta no iba a ser distinto.
Harold miró ensimismado por encima de las aguas. Bajo el bauprés las olas se convertían en espuma, precipitándose en un chapoteo constante por los costados del barco. En lo alto, encima de su cabeza, se hinchó la resistente lona de la vela mayor, acompañada del crujido sordo de las amarras al tensarse. El sol brillaba con intensidad y reflejaba en los tableros de cubierta un dibujo centelleante de luces y de sombras. En esas latitudes sureñas el aire era notablemente más cálido. El tremendo frío de Inglaterra no era algo que pudiera soportarse bien durante mucho tiempo. Harold inspiró profundamente. ¡Si el viaje seguía así, sería muy llevadero! Sin embargo, tal como él comprobaría al cabo de unos instantes, aquella era una vana esperanza.
Robert había subido a la cubierta de popa y charlaba con esa furcia pelirroja. Claire atendía animadamente y con una sonrisa a lo que él le contaba, pero luego negó con la cabeza. Robert se apartó un poco de ella, como si quisiera regresar a los camarotes. Parecía decepcionado. Harold dejó escapar un suspiro. Al parecer, él tenía que encargarse de todo.