53
Deirdre volvió la cabeza a un lado cuando los hombres regresaron al campamento. Le costaba mucho soportar verles los rostros salvajes, los gestos agresivos y la sangre de sus asesinatos aún pegada en el cuerpo. Estaban envueltos por un aura de violencia. Sus voces airadas indicaban que esa vez no todo había ido de forma totalmente satisfactoria. Aunque Deirdre no oyó todo lo que contaron a su cabecilla, al parecer de camino a Bridgetown se habían topado con unas personas que, tras una encarnizada defensa, habían matado a dos del grupo y habían dejado a otro gravemente herido, al cual habían tenido que abandonar porque les habría demorado la retirada.
Akin, el gigantesco yoruba negro que dirigía a todos los sublevados de la zona, recibió la noticia con indiferencia. Dijo a los hombres que eso ya no tenía importancia. La gran batalla estaba próxima, en todos los frentes. Era solo cuestión de tiempo que llegaran los primeros hombres armados.
Por la tranquilidad con que él hablaba, Deirdre dedujo que ya hacía rato que lo sabía. Tal vez guardaba relación con el ruido de los tambores que hacía poco habían empezado a sonar después de permanecer silenciosos durante dos días. Ese retumbo sordo parecía llegar de nuevo de todas partes, subiendo y bajando, una y otra vez, como si fuera el grito hipnótico de un extraño ser. Para los hombres blancos que había entre los huidos era magia diabólica. Al anciano que siempre estaba junto a Akin lo llamaban hechicero; si de ellos dependiera, les habría gustado verlo muerto pues les resultaba inquietante presenciar cómo se arrojaba a los pies entre murmullos la cadena de conchas para luego contemplarla fijamente.
De hecho, ya había una serie de criados sometidos a contrato que se había separado del resto de los sublevados. Habían partido hacia el norte, donde pretendían hacerse violentamente con un bote y huir a una de las islas vecinas. Tal como uno de ellos había contado a Deirdre, si los pillaban con los negros, acabarían compartiendo el destino de todos ellos, que no era otro que ser carne de horca. Tan seguro como el amén en la misa.
Deirdre bajó la mirada al rosario que tenía entre los dedos.
—Ave Maria —rezó en un susurro, con los pulgares y los dedos índices posados en una diminuta y caliente perla—. Gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui, Jesus.
Una sombra se cernió sobre ella.
—Vaya, vaya, muñequita linda —dijo el escocés, un tipo grandote y grosero con cicatrices de viruela y una sonrisa lasciva que la asustó—, ¿no dedicarías tal vez una pequeña oración a este pobre guerrero herido?
Con un quejido fingido, le mostró el brazo, que, en efecto, había sido atravesado por una bala. La herida, solo vendada de forma provisional, tenía realmente mal aspecto, pero no parecía que eso importara mucho al hombre. Igual que tantos otros criados sometidos a contrato que habían huido, era muy fuerte, un deportado condenado a trabajos forzados. El viento, que en las últimas horas había arreciado, llevó a Deirdre su hedor: una mezcla repugnante de sudor y de la grasa apestosa con la que aquel escocés se refregaba el cuerpo para protegerse de los mosquitos.
—Sancta Maria. —Ella se apresuró a continuar rezando—. Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in hora mortis nostrae. Amen.
Deirdre se santiguó y fue a levantarse de la piedra donde estaba sentada, pero el escocés le posó su mano pesada en el hombro.
—¿Adónde vas, muñequita linda? ¿No íbamos a rezar un ratito los dos juntos?
—Déjala en paz, hombre.
Uno de los irlandeses apareció detrás del escocés. Se llamaba Ian. Él, igual que Deirdre, había trabajado para los Dunmore.
—Ya ves que no está interesada en ti.
—¿Y tú cómo lo sabes, mocoso?
El escocés irguió la espalda con ganas de armarla frente al joven irlandés, claramente más débil.
—¡Nada de peleas! —exclamó Akin.
Este se levantó del tronco de árbol tumbado en el que había estado sentado. Su rostro, oscuro como el ébano y con las mejillas cubiertas de cicatrices, tenía una expresión impenetrable. Su poderoso pecho desnudo brillaba bajo la luz de los últimos rayos de sol. Tenía la mano derecha posada en la empuñadura de su machete con el cual, tal como el escocés había visto con sus propios ojos, era capaz de matar en pocos segundos a varios hombres, con independencia de cómo fueran armados. Akin era rápido y ágil como un depredador, y podía hacer cosas con el machete que nadie antes había visto. Nadie se atrevía a contradecirle. Si alguien se negaba a obedecerle, tenía que marcharse, y además al momento, pues de lo contrario estaba condenado a morir ya que los yoruba no toleraban a ningún renegado entre sus filas. Quien se sometía a su dios sanguinario tenía que seguirlo hasta la muerte.
El escocés escupió con desdén, pero se retiró con una expresión de enojo tremendo. Al darse cuenta de que el viejo Abass, que estaba sentado en el suelo a cierta distancia de allí, lo miraba de un modo impenetrable, hizo la señal contra el mal de ojo de forma ostensible y visible para todos.
Deirdre se esforzó por no hacer más caso de aquel hombre y, en vez de ello, sonrió a Ian con alivio y agradecimiento. Se sintió aún más tranquila cuando en ese instante apareció de nuevo por fin el padre Edmond. Este se percató de inmediato de que había habido pelea y dirigió miradas de preocupación a todos lados; sin embargo, para entonces los hombres ya se habían separado y se acomodaban en torno al fuego del campamento en el que se estaban asando un par de piezas de un jabalí que habían matado hacía poco. Era, tal vez, su última comida tranquila en mucho tiempo. O, incluso la última de su vida, pues todos sabían que aquella noche lucharían y que esa vez se las verían con adversarios armados, bien dispuestos y decididos a todo. Había quien pensaba que era mejor mantenerse ocultos y conseguir más partidarios, pero Akin había dicho que la espera había llegado a su fin para siempre.
«Cuando termine la gran tempestad todo habrá pasado y la lucha se habrá decidido de forma definitiva», había dicho aquella misma mañana. Todos habían tenido que aceptar ese mensaje tan críptico. Se decía que el viejo Abass lo había predicho.
Deirdre odiaba pensar que de nuevo se produciría un baño de sangre. También había hablado de ello con Edmond, que estaba de todo menos contento ante el curso que tomaban los acontecimientos. Sin embargo, él tampoco sabía cómo cambiarlo. Estaba seguro de que si intentara influir en Akin o en los demás hombres para aplacar los ánimos con el consejo cristiano de ofrecer la otra mejilla a los adversarios, no obtendría más que carcajadas de burla. Por lo tanto, ni siquiera lo había intentado. Aquellos hombres solo querían su libertad, y mataban a cualquiera que se interpusiera entre ellos y su objetivo. Lo que más molestaba al sosegado Edmond era que aquellos hombres hubieran desplegado su campamento precisamente al lado de su capilla. Cuando, en el año anterior, se había retirado al bosque, había buscado uno de los sitios más seguros y menos accesibles de la jungla para levantar allí la iglesia, oculta en las colinas agrestes del interior y muy lejos del poblado más cercano. El campamento improvisado que tenía allí se había convertido luego en lugar de amparo para unos pocos huidos iniciados. Los oprimidos y los perseguidos por la justicia habían encontrado en él protección y, a la vez, el consuelo de Dios por medio de uno de Sus siervos. Ahora, aquel remanso tranquilo de paz se había convertido en un polvorín que podía estallar en cualquier momento.
Deirdre indicó a Edmond con la mirada que quería hablar con él. Al rato, ella se alejó del campamento y lo esperó junto al borde del barranco cercano. Cuando su silueta larguirucha asomó detrás de uno de los enormes árboles gigantescos y se aproximó a ella, inspiró profundamente. De pronto, el corazón se le agitó con fuerza y Deirdre se preguntó si ese nerviosismo estaba solo motivado por la astuta propuesta que ella quería hacerle, o si tal vez era porque al verlo sentía una atracción sensual contra la que ella no podía hacer nada, por mucho que rezara. Sabía que no debía provocarlo con su feminidad, pues Edmond era un hombre de Dios, pero necesitaba que la viera como a una mujer. A veces a Deirdre le parecía que él lo hacía, pero cuando ella entonces lo buscaba con su mirada inquieta, él apartaba la vista hacia otro lado.
—Deirdre —dijo Edmond con dulzura cuando estuvo a su lado. Esa vez él no desvió la mirada.
Entretanto el sol casi se había puesto. El viento corría ruidoso entre las hojas de los árboles y tiraba del sombrero de Edmond. Él se lo quitó y la miró. Tenía los ojos de color castaño, con unos diminutos puntos dorados. Su rostro juvenil le hacía parecer casi un muchacho, aunque Deirdre sabía que tenía casi veinticinco años. Se había afeitado la barba, como hacía cada día. La vida primitiva entre la naturaleza no le impedía asearse, aunque le resultara difícil. Se lavaba con regularidad, se limpiaba los dientes e intentaba, en la medida en que le era posible, ir con ropa limpia. Solo tenía dos camisas, pero aun así las lavaba con regularidad en un arroyo. A Deirdre le sabía mal que él tuviera que vivir en unas condiciones tan lamentables.
—¡Es injusto que tú tengas que vivir así! —le espetó sin más.
Edmond la miró con asombro.
—¿Qué quieres decir con eso?
Con un gesto desesperado, ella señaló el entorno que los rodeaba.
—¡Esto de aquí! ¡No es digno de ti! Este bosque atroz, el calor, las lluvias constantes… ¡Y toda esa gente, que te pone en peligro! ¡Eres un hombre con estudios, el hijo de un barón! —Decidida concluyó—: Te mereces una vida mejor que esta, Edmond.
—Pero, Deirdre, tú también llevas esta misma vida.
—Yo solo soy una simple criada —repuso—. No conozco a mi padre, y mi madre tenía ocho bocas que alimentar además de la mía. Me fui de Irlanda porque, si no, habría muerto de hambre, igual que dos de mis hermanos pequeños. El contrato fue mi salvación. De lo contrario, habría tenido que hacer la calle. Mi hermana mayor lo hizo, pero entonces contrajo el mal francés, y uno de sus clientes le cruzó la cara con un puñal. Las colonias no me parecían tan tremendas como eso. Y, desde luego, no lo son. —Dirigió una mirada febril a Edmond—. ¿Entiendes? ¡No hay nada tan terrible como Dublín! No tenía qué comer, ningún futuro y ninguna vida de verdad. Pero tu caso es muy distinto. ¡A ti te lo han arrebatado todo! ¡A ti te secuestraron, como si fueras un canalla callejero! ¡Este no es tu sitio!
A ella se le encogía el corazón al pensar en lo que le había ocurrido a él. Igual que a tantos otros, lo habían secuestrado sin más una noche mientras iba por la calle. Con tal de hacerse con trabajadores para las colonias, a los despiadados traficantes de personas de Dublín no les dolían prendas en secuestrar a ciudadanos irreprochables. De hecho, estuvieron a punto de matar de una paliza a Edmond; él aún conservaba las cicatrices. Durante la travesía por mar estuvo al borde de la muerte a causa de unas fiebres y el terrateniente, que lo compró pensando que se trataba de un presidiario, casi lo mató en un acceso de furia al saber que su nuevo criado sometido a contrato era un sacerdote papista. A Edmond no le quedó más remedio que huir, pues de lo contrario aquel hombre lo habría matado de una paliza. Nerviosa como estaba, Deirdre lo tomó de la mano y se la retuvo.
—Tienes que regresar, Edmond. Hablaré con lady Elizabeth. Tiene mucho dinero, lo sé, porque la oí hablar de ello una vez con miss Felicity. No solo tiene su asignación para gastos, sino que también le queda toda su dote. En su contrato nupcial, tras la muerte de su marido todo le pertenece a ella. ¡Podrá pagarte sin problemas el pasaje de regreso a casa!
Edmond había escuchado aquel discurso en silencio. Lejos de intentar apartar la mano de entre las suyas, le tomó a ella la otra mano.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó—. Ella te lo ofreció a ti. ¿Por qué no lo aceptaste? —Se aclaró la garganta—. Ya hace tiempo que quería preguntártelo.
Deirdre notó que se sonrojaba.
—Yo no quiero volver; en Irlanda no me espera nada, solo hambre y miseria. Pero tú… tú llevabas allí una vida totalmente distinta, que puedes recuperar. Tú, y no yo, deberías pedir el dinero para el viaje de vuelta, y eso es lo que voy a suplicarle a lady Elizabeth. No quiero que sigas por más tiempo en esta tierra sin Dios.
—¡Por Dios bendito, Deirdre! ¿Acaso pretendes renunciar a tu viaje de vuelta por mí?
Ella asintió sin decir nada, y vio que él tragaba saliva y que era presa de muchas emociones. Le apretaba tanto las manos que casi le hacía daño.
—Deirdre, no quiero marcharme. Aquí soy feliz.
Ella se lo quedó mirando, perpleja.
—¿Tú eres…? —Incrédula, negó con la cabeza—. ¿De verdad? ¿Cómo es posible que esta vida miserable te guste?
Él tomó aire.
—Porque… porque tú la compartes conmigo.
—Oh —exclamó ella con torpeza, incapaz de decir nada más inteligente.
A pesar de la incipiente oscuridad, observó que él se sonrojaba intensamente. De pronto, Edmond apartó la mirada y le soltó las manos, como si se hubiera quemado. Se dio la vuelta y Deirdre le oyó rezar un padrenuestro. Mecánicamente lo acompañó, a pesar de que eso era lo último que le apetecía en ese instante. Para su sorpresa, Edmond calló súbitamente y se volvió hacia ella. En su rostro había una expresión atormentada y llena de preocupación.
—Deirdre, no puedo soportar la idea de que te ocurra algo malo. Me gustaría que te escondieras. Por lo menos hasta que todo esto haya pasado. Los hombres dicen que puede empeorar.
—Yo también lo he oído decir. Hay tropas que suben hacia aquí desde Bridgetown. Seguramente nos encontrarán pronto. Akin y los demás están seguros de eso.
—Lo sé. Los soldados tienen sed de venganza y no dejarán títere con cabeza. Aquí no estás a salvo. Tienes que marcharte.
—¿Y adónde?
—Ve a las cuevas —le dijo—. Allí nadie te encontrará.
Durante una de sus salidas exploratorias, Edmond había encontrado la entrada oculta a una galería ramificada de cuevas, un laberinto desconocido que estaba profundamente oculto bajo tierra y que consistía en varias grutas y cámaras de roca. No había contado nada a los demás, porque para él aquellas grutas eran su refugio más secreto y no quería profanar ese lugar compartiéndolo con aquella chusma sanguinaria que acampaba en la colina desde hacía semanas. Deirdre lo había acompañado dos veces a las cuevas y se había contagiado del entusiasmo de él. De hecho, desprendían un ambiente solemne, con las agujas que pendían del techo y surgían del suelo, y las paredes de piedra excavadas por ríos subterráneos. Aquellas grutas escabrosas, conectadas entre sí por cursos de agua y que penetraban hasta lo más profundo de las colinas, a Deirdre le parecían legados de tiempos primitivos. Le gustaba imaginar que en otra época habían vivido en ellas seres míticos, tal vez hadas y hechiceros, que se habían refugiado en la isla huyendo del mal del mundo cuando allí no había llegado aún ningún ser humano. Con el tiempo, esos seres mágicos se habían retirado, huyendo otra vez del mal, siempre con la esperanza de encontrar un lugar en el que nadie estorbara su tranquilidad. Deirdre suspiró.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Edmond.
Ella se encogió de hombros.
—¿Y qué haré yo sola en las cuevas? Sin ti, sentiría miedo.
Esa era una mentirijilla descarada, y ella lo miró con aprensión y con los ojos bajos, pero Edmond no pareció haber reparado en ello. Frunció el ceño, confuso, y dio varias zancadas de un lado a otro y con las manos cruzadas a la espalda, tal como acostumbraba a hacer cuando se sentía nervioso o preocupado.
—Podría ir contigo —consideró.
—Desde luego, deberías —corroboró ella.
El viento había arreciado aún más y se oía cómo bramaba por encima de las copas de los árboles. Allí abajo, en las capas profundas de aquel vergel frondoso, solo parecía una brisa ruidosa la cual, sin embargo, era lo bastante fuerte para agitar las hojas de los helechos y sacudir de un lado a otro las lianas colgantes y los extremos del musgo. En lo alto de las copas se oyeron los gritos asustados de los monos. La penumbra de la tarde casi había desaparecido por completo; en pocos minutos la oscuridad sería total. Tenían que regresar al campamento si no querían abrirse paso a oscuras entre la maleza. El viento le sacudió el cabello y se lo llevó a la cara. Impaciente, Deirdre se apartó los mechones a un lado.
—Esta noche va a haber tormenta. Si es así, estaremos más resguardados dentro de la cueva que fuera.
Edmond asintió.
—Los negros ya lo dijeron ayer. Resulta extraño que sean capaces de adivinar cosas antes de que ocurran, ¿verdad?
—Ese viejo hechicero que tienen, Abass, lo dijo. Tiene el don de la clarividencia. Y aún ve más cosas si sacrifica un animal y conjura el oráculo; entonces sus dioses hablan a través de una persona. Ellos a eso lo llaman vudú, o algo parecido.
—Deirdre, esas cosas no existen. Es solo pura charlatanería.
—Yo no digo que crea en eso.
—¿Dónde has oído todas esas insensateces?
—Celia me lo ha contado. A menudo los dioses de los yoruba han hablado a través de ella. Uno de ellos se llama Ogoun. Ayer por la noche volvieron a evocar. Ogoun ordenó que fuera a Summer Hill.
—¿Ese presunto dios? —quiso saber Edmond, atónito.
Deirdre sintió la necesidad de justificarse.
—Ellos creen en esas cosas. Para ellos eso es como para nosotros rezar.
—Menuda blasfemia —la reprendió Edmond. Para alivio de ella, pronto pasó a otro tema—. ¿Y por eso Celia lleva todo el día fuera?
Deirdre asintió.
—Akin ha hecho que Dapo la acompañe, para que no esté indefensa.
Deirdre pensó entonces si era conveniente decir a Edmond que el gran yoruba amaba a la mulata más que a su propia vida, pero finalmente decidió guardárselo para sí. Edmond no tenía que saberlo todo, en especial las cosas que él era incapaz de comprender.
—¿Y ese tal Ogoun dijo para qué tenía que ir allí? —preguntó él.
—Para recoger a alguien.
—¿A quién?
—Ni idea. Celia dijo que era un alma perdida.
—¡Eso son supersticiones de la peor calaña! ¿Cómo es capaz de prestarse a esas cosas? —Para Edmond era incomprensible que una cristiana bautizada y creyente como Celia fuera capaz de rebajarse a ir con hechiceros paganos—. ¿Será acaso por la sangre negra que le fluye por las venas?
—Yo le he visto la sangre —dijo Deirdre—. Es tan roja como la tuya o la mía.
—Ya sabes qué quiero decir.
Deirdre decidió cambiar de tema pues había cosas más importantes de que hablar, como su plan de retirarse a las cuevas.
—Tendremos que hacernos con antorchas y provisiones sin que los demás se den cuenta.
Edmond se quedó pensando y luego asintió. Deirdre constató con alivio que resultaba mucho más fácil de lo que pensaba. En cuanto a su plan para convencerlo de que regresara a Irlanda, era preciso volver a reflexionar sobre eso. Si realmente él se sentía tan bien allí… ella también. Lo único que quería era que las cosas le fueran bien a él. Era algo que deseaba incluso más que estar junto a él. Nunca se había atrevido a esperar que una cosa pudiera combinarse con la otra, y, en cambio, eso parecía posible en aquel momento. De pronto se sintió tan contenta que le habría gustado echarse a gritar de alegría. Incluso había conseguido olvidar un poco el miedo a las patrullas de búsqueda. Sin embargo, se quedó inmóvil, y Edmond también se quedó quieto. A lo lejos había sonado el silbido de alarma con que los vigías apostados a cierta distancia en torno al campamento anunciaban la proximidad de intrusos. Se oyeron varios gritos de aviso. Deirdre fue presa del pánico. ¿Había llegado la hora? ¿Era el momento de la lucha?
Ella y Edmond no podían llegar a la cueva sin luz. Si ahora no conseguían regresar al campamento para hacerse con una antorcha o un fanal, tendrían que aguardar escondidos hasta el amanecer. Tal vez incluso podían encaramarse a un árbol. O enterrarse. En todo caso, fuera cual fuese su decisión, tenían que apresurarse. Entonces se oyó la voz de una mujer procedente del campamento y luego el silbido doble que indicaba que ya no había peligro. Celia había regresado.
Cuando Deirdre y Edmond se acercaron a la hoguera, Celia levantó la mirada. Akin estaba sentado a su lado, con un brazo en torno a la espalda. Había dejado de avergonzarse por demostrar su afecto, lo cual hizo que Deirdre dirigiera una mirada de reojo a Edmond en la que se adivinaba un reproche disimulado. No sabía muy bien qué la había obligado a hacer eso y rápidamente prestó atención a la mulata.
—¿Qué locuras son esas? —le espetó.
—Estoy bien —afirmó Celia—. Solo me siento cansada.
Ciertamente no exageraba al decir eso. Celia tenía el cabello desgreñado y llevaba la extenuación escrita en la cara. Su piel delicada estaba cubierta de arañazos, y debajo de sus ojos almendrados había unas sombras intensas. Deirdre maldijo en silencio a ese tal Ogoun, si existía, por obligar a la mulata a pasar por aquella calamidad tan poco tiempo después de su aborto. Posiblemente detrás de aquella excursión a la fuerza hubiera tan solo las chifladuras de ese Abass. Los ancianos a veces se volvían raros y tenían ocurrencias muy abstrusas.
Deirdre levantó la mirada hacia el cielo. Estaba tiritando. Las estrellas y la luna habían desaparecido, y el cielo estaba encapotado. El viento cada vez bramaba con más fuerza y esparcía la hojarasca sobre el campamento y la hoguera. Se levantaron algunas chispas que iluminaron los rostros imperturbables de los hombres que había sentados en torno al fuego. Con los demás, que se encontraban algo apartados de la lumbre y dormían, sumaban cuatro docenas; entre ellos había ocho blancos. Todos descansaban tumbados con las armas al alcance de la mano. ¿De verdad creían que reconquistarían y conservarían su libertad? Tal vez, en realidad, esperaban un milagro, igual que Deirdre había hecho a menudo. De hecho, en una ocasión ella llegó a experimentar uno: el día en que se tropezó con Edmond. Había dado con su iglesia en verano. Estaba casi muerta de hambre; literalmente había ido a parar a sus manos y él la había acogido, también en el sentido más literal de la palabra. ¿Acaso eso no había sido un milagro?
—Y dime, ¿has traído el alma perdida? —preguntó con curiosidad a Celia.
Ella asintió.
—Anne Noringham. En Summer Hill hubo una masacre terrible y ella es la única superviviente. Está al otro lado, detrás de las rocas; duerme.
De nuevo el viento sopló encima de la hoguera y elevó varias chispas consigo. Los hombres se apartaron renegando. Por encima de las llamas, Deirdre se topó con la mirada del anciano.
Abass llevaba el tambor en los brazos y, de repente, empezó a golpearlo. Deirdre se apartó rápidamente y corrió detrás de las rocas, que resguardaban su lugar de descanso del fuego del claro. Anne, en efecto, se encontraba allí, pero estaba despierta y se había incorporado. Aunque tenía los ojos muy abiertos, parecía mirar más allá de Deirdre.
—Milady —dijo Deirdre, asustada—. Soy yo, Deirdre, la criada de lady Elizabeth. ¡Estuve muchas veces con vos en vuestra casa de Summer Hill! ¿Me reconocéis?
Anne no reaccionó. Su aspecto era terrible. Tenía prácticamente todo el cuerpo cubierto de arañazos y heridas. Llevaba como vestido tan solo unas enaguas hechas jirones y cubiertas de sangre, y su cabello se había convertido en una maraña. Tenía el tobillo derecho hinchado; en torno a la articulación se apreciaba una mancha de color negro azulado y, en el centro de ella, la piel presentaba dos incisiones de color rojo. Seguramente una serpiente la había mordido allí, pero alguien le había abierto la herida. Debía de haber sido Dapo porque sabía cómo hacer ese tipo de curas.
Deirdre oyó unos pasos detrás de ella. Celia se aproximó y se sentó a su lado. Cogió una manta del sitio donde ella dormía y arropó a Anne por los hombros. Deirdre señaló con la barbilla a Anne.
—¿Qué le ocurre? —preguntó en voz baja.
—Su espíritu vaga por encima de las nubes y vuela con la tormenta —contestó Celia. Aunque esas palabras parecían raramente poéticas, resultaron a la vez perfectamente comprensibles, como si no fuera extraño que Anne estuviera totalmente fuera de sí—. Y además, está la fiebre a causa de la mordedura de la serpiente.
—¿Qué ocurrió en Summer Hill? —quiso saber Deirdre.
—Los mataron a todos menos a Anne. Me la encontré en la cocina del edificio principal, delirante y totalmente loca de sed. Viendo como está, seguramente vagó por el bosque durante horas. Cuando yo me encontraba examinándole las heridas, Harold Dunmore entró en la casa de repente.
Deirdre no dio crédito a lo que oía.
—¿Míster Dunmore? —preguntó para cerciorarse.
Celia asintió.
—Había vuelto para matar a Anne.
—¡Dios mío! —Deirdre estuvo a punto de caerse al suelo a causa de la sorpresa—. ¿Y cómo puedes saber que esa era su intención?
—Lady Anne fue la única testigo, y por eso míster Dunmore tiene que librarse de ella.
—¿La única testigo de qué?
—Él mató a lady Harriet —dijo Celia con amargura—. Y también a las dos criadas. Solo Anne logró librarse de él.
—¿Cómo sabes que fue él?
—Porque ella, con la fiebre, hablaba: «Míster Dunmore, no lo hagáis. Míster Dunmore, por favor, no. Por favor, no matéis a mi madre. ¡Míster Dunmore! Ella no os ha hecho nada».
La voz de Celia se quebró, levantó la mano y se restregó los ojos, furiosa.
Deirdre se estremeció, cada vez más convencida de que su oportuna huida de Dunmore Hall en verano le había salvado la vida. Había sentido en todas las fibras de su cuerpo que él era un asesino. ¡Qué bien que la vieja Rose hubiera explicado a los dos criados que habían huido de Rainbow Falls que míster Dunmore había encerrado a lady Elizabeth y a Felicity! Si no hubieran sido liberadas a tiempo del dormitorio, posiblemente Dunmore también las habría matado.
—¿Qué ocurrió luego? —quiso saber Deirdre—. ¿Dónde estaba Dapo?
—Él fue a por agua. Yo estaba sentada junto a Anne en la cocina, mientras Harold la llamaba a gritos por su nombre. Pensé que se me pararía el corazón.
—¿Y luego? —la apremió Deirdre.
—De pronto él empezó a gritar como un loco, y comenzó a rabiar y a aullar en todos los registros. Pero se quedó arriba. Entonces saqué a Anne de la casa hasta que encontré a Dapo. Él se la cargó al hombro y salimos corriendo.
Deirdre solo podía mirarla fijamente y callar. Aquello era tan tremendo que no había palabras para expresarlo. Dunmore era el diablo en persona. Rápidamente se santiguó y se palpó el rosario que llevaba en el bolsillo de la falda. El sonido de los tambores iba en aumento, igual que el ruido del viento, que les agitaba el cabello en torno a la cara y levantaba la arena, como ceniza, por el aire.
—Parece que se aproxima una auténtica tempestad —comentó Deirdre.
—Es un huracán —sentenció Celia.
Deirdre volvió a santiguarse, molesta por la determinación con que hablaba la mulata, como si, por medio de esos dioses extraños, ella tuviera además un vínculo con la naturaleza del que carecían el resto de los mortales. De pronto Celia cerró los ojos y ladeó la cabeza; luego se levantó y empezó a dar patadas contra el suelo de forma contenida. Sus pies desnudos se movían al ritmo de los tambores, arriba y abajo.
—Celia —dijo Deirdre, desconcertada—, ¿qué haces?
La mulata dio patadas aún más fuertes contra el suelo, con la cabeza vuelta hacia atrás y los ojos cerrados. Gimió como si sintiera algún tipo de dolor hasta que, de pronto, empezó a sacudirse. Las extremidades se le contrajeron con unos espasmos, el cabello se le agitó al aire y el viento le sacudió el vestido. Deirdre observó con aprensión que algunos negros se habían congregado sobre las piedras y contemplaban lo que ocurría como si fuera lo más natural del mundo. Tres de ellos bajaron de un salto hacia ellas y siguieron el ritmo del baile, moviéndose de forma parecida a la de Celia. Abass se había sentado en las rocas y golpeaba sin descanso el gran tambor. Deirdre nunca había presenciado esa ceremonia, Celia solo se la había explicado. Ver con los propios ojos cómo los yoruba evocaban a sus dioses le inquietó tanto que empezó a rezar en silencio el salterio de María.
De pronto se impuso el silencio; incluso el viento pareció apagar por un momento sus bramidos. Celia estaba de pie, erguida, con los ojos abiertos.
—¡Tú! —Señaló con actitud autoritaria a Deirdre y esta se encogió, asustada—. Llévate a esta y a esa. —Celia se señaló primero a ella y luego a Anne, que tenía la mirada clavada en el aire, totalmente ensimismada—. Llévalas a la cueva.
Deirdre se quedó atónita. ¿Cómo podía saber eso Celia? Jamás había mencionado la cueva ante ella, ni le había dicho ni una sola palabra.
—Hazlo rápido. Ahora.
Celia cerró los ojos, y las extremidades se le aflojaron. Abass empezó a golpear de nuevo el tambor, y los hombres entonaron una salmodia monótona. Deirdre sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Su sobresalto fue mayúsculo cuando oyó un pitido muy cerca.
¡Se acercaban! Se oyó un disparo en la oscuridad. Era como si ya hubieran llegado. Uno de los negros puso una antorcha en la mano de Celia antes de encaramarse junto con el resto sobre las piedras para regresar con los demás. Deirdre oyó las voces nerviosas que se dirigían entre ellos, ahogadas por las órdenes a gritos de Akin y el sonido del tambor, que Abass seguía marcando acompasadamente con el palo de madera.
—¡Ayúdame! —dijo Celia poniendo a Anne en pie.
—Aguarda un momento —le pidió Deirdre.
Se encaramó a la roca y buscó a Edmond con la mirada; sin embargo, no logró distinguirlo entre las siluetas oscuras que iban de un lado a otro entre carreras. Entonces alguien apagó la hoguera y el campamento quedo sumido en la oscuridad.
—¡Edmond! —gritó Deirdre—. Edmond, ¿dónde estás?
Pero no obtuvo ninguna respuesta.
De nuevo se oyeron los disparos, esa vez más cercanos que antes. Luego siguieron los ladridos de los perros, impregnados de aullidos sanguinarios. Tenían que marcharse de allí. Sujetaron a Anne entre las dos, y Celia sostuvo con la mano derecha la antorcha para iluminar el camino. A sus espaldas, en la oscuridad, se oyó el ruido de la lucha, en el que se mezclaban maldiciones y gritos de dolor. Sobre sus cabezas, la tempestad aullaba y bramaba.