33

William patrullaba por el campo con el arma de mano lista para disparar y la daga en el cinturón a tal efecto. Le parecía absurdo andar armado por sus propias tierras. Hasta entonces siempre se había sentido a salvo en Summer Hill. Era su hogar, se había criado allí. Recordaba todavía muy bien la vieja cabaña de madera, con las camas colgantes, las hormigas rojas que picaban y de las que era preciso protegerse, las mosquiteras que se mecían como fantasmas con la brisa nocturna, y la cabaña para la cocina, más pequeña y llena de humo, donde la cocinera irlandesa tenía siempre golosinas para él y Anne. El olor a tierra de los campos le era tan familiar como aquellas gentes de piel oscura y cubiertas de sudor que entonces le parecían gigantes, seres primitivos de una fuerza y resistencia formidables, aparentemente invulnerables y omnipresentes. Había jugado viéndolos mientras ellos abatían las cañas y, cuando tocaban los tambores delante de sus cabañas, él había bailado a su ritmo entre la maleza, abandonado a sí mismo. Su madre —para él Harriet nunca había sido otra cosa más que su madre pues apenas se acordaba de la primera lady Noringham— le había advertido en una ocasión que tenía que ser prudente ya que se decía que había negros que… En ese momento ella había vacilado y el padre de William había intervenido en su lugar para afirmar lo contrario: «Nuestros negros son unos buenos criados, Harriet. Nos honran y nos consideran sus amos. Se dejarían matar por nosotros».

William recordó por enésima vez aquellas palabras de su padre mientras andaba por los campos y vigilaba. Sin embargo, todo estaba tranquilo. Los esclavos se habían retirado a sus cabañas, ninguno se había marchado y nadie había mostrado una actitud de rebeldía. Solo los criados sometidos a contrato habían estado despiertos más tiempo de lo habitual discutiendo acaloradamente. Sin embargo, entretanto, después de que William se lo ordenara, se habían tranquilizado.

El que llevaba la voz cantante entre los criados sometidos a contrato quería saberlo todo sobre el levantamiento de los esclavos y había preguntado si eran ciertos los rumores que decían que los negros no solo masacraban a los propietarios de las plantaciones y a sus familias, sino también a los trabajadores blancos. William había intentado tranquilizarlos y les había asegurado que no corrían peligro alguno, pero en sus rostros insatisfechos y preocupados era fácil ver que no los había convencido. Algunos se habían quejado diciendo que sería mejor y más justo dejar que se quedaran con los machetes, por lo menos de noche, por si los negros aparecían. William, en un gesto muy poco habitual en él, había tenido que hablarles con mucha firmeza y los había enviado a sus cabañas con acritud. Él velaría por su seguridad.

Cumplió con su palabra. Llegó la medianoche. Aunque los molestos mosquitos se arremolinaban en torno a la luz del fanal que llevaba, William prosiguió su ronda de patrulla sin inmutarse. En la noche se oían los cantos intermitentes de las cigarras. El aire era fresco. El hedor penetrante causado por la humareda, y que había apestado la zona del sudeste de Holetown hasta primera hora del atardecer, ya no se percibía. Lo que la lluvia no se había podido llevar, el viento se había encargado de borrarlo.

William se detuvo a medio camino. En las cabañas de los esclavos se oían unos ruidos extraños; oyó voces airadas y luego un grito ahogado. Corrió a grandes zancadas hacia allí y llegó al cabo de unos instantes. Un hombre muy fornido había sacado a rastras de su choza al viejo Abass y lo había atado a un árbol. Era Harold Dunmore. En ese momento desenrollaba el látigo mientras el resto de los negros lo miraban con los ojos abiertos de espanto. Pero Abass tan solo recibió un latigazo porque entonces resonó el arma de William. El barro que había detrás de los pies de Dunmore estalló en una lluvia de lodo y algunos terrones se elevaron tanto que hicieron caer el sombrero que el terrateniente llevaba en la cabeza.

—Suelta ese látigo, Dunmore —dijo William con frialdad.

Harold se volvió hacia él. Tenía los ojos muy abiertos y el rostro sucio de tizne; apretaba los dientes como si estuviera fuera de sí, y William se dio cuenta, estremecido, de que aquel hombre no estaba en sus cabales. La muerte de su hijo así como la pérdida de sus esclavos y de su última cosecha seguramente lo habían trastornado. Sin embargo, entonces, su rostro contraído de rabia adoptó una expresión calmada y se volvió totalmente inexpresivo. Solo los ojos le brillaban de un modo tan poco natural que William se asustó. Dunmore dejó caer el látigo y cogió la pistola que había guardado en la funda del cinturón.

—Acabas de quedarte sin pólvora —le espetó con sorna—. La culpa es tuya por no haber apuntado como es debido.

William volvió a tirar del gatillo una segunda vez y dirigió la pistola hacia su adversario. Tenía el pulso completamente tranquilo.

—Nunca yerro cuando disparo. Tened la seguridad de que con el próximo disparo habrá sangre. Esta es la mejor arma de que dispone hoy en día el armero y cuenta con dos cañones que disparan igual de bien.

De nuevo Dunmore contrajo el rostro. Se quedó inmóvil con los brazos colgando. Abría y cerraba los puños de forma espasmódica. En esa actitud tensa parecía un depredador acosado, incapaz de decidir si atacar o huir. Al final no hizo ni una cosa ni la otra sino que se puso a hablar.

—Tengo buenos motivos para sospechar que aquí, en tus tierras, es donde se ocultan mis negros. —Señaló con la barbilla al viejo que estaba atado—. Si no me hubieras interrumpido de un modo tan rudo, habría conseguido a base de azotes que él me lo dijera. Sin duda no se te habrá escapado que él es uno de esos que, con sus extrañas súplicas a los dioses y sus preguntas a los oráculos, soliviantan a los demás esclavos. Él está detrás de toda la revuelta y, por lo tanto, tiene que saber dónde se ha ocultado ese grupo.

—Estén donde estén vuestros esclavos, seguro que no es en mis tierras —repuso William.

—¡Para comprobarlo antes tendría que interrogarse de verdad a ese viejo!

—Ya os advertí una vez que no debéis tocar mi propiedad —replicó William. Con un ademán de cabeza hizo una señal a los esclavos que aguardaban—. ¡Soltad a Abass y curadle las heridas!

Entonces apareció el capataz. Con la camisa abierta sobre su enorme barriga pálida y los pantalones mal abrochados, se acercó corriendo y miró atónito a su alrededor al descubrir que William apuntaba a Dunmore con una pistola.

—¿Qué ocurre? —exclamó apenas sin aliento.

—Nuestro invitado va a volver a marcharse —dijo William.

Harold recogió el sombrero y lo sacudió.

—Créeme. Los encontraré. Te conozco desde que eras niño, William Noringham, pero no permitiré que me tomes por tonto. Si uno solo de mis esclavos se ha escondido en Summer Hill, yo te cortaré el cuello.

—Largaos. —William levantó el arma—. De lo contrario haré que mi capataz os ahuyente con vuestro propio látigo.

—Eso está por ver.

Dunmore iba a inclinarse para recoger su látigo, pero William se interpuso con un salto y se lo apartó con el pie. Le apretó a Dunmore el cañón de la pistola contra el pecho y lo hizo retroceder.

—¡Fuera de mis tierras! —le ordenó en tono autoritario.

El capataz cogió el látigo y lo hizo restallar.

Por fin Dunmore obedeció la orden de William. Se dio la vuelta al instante, tomó del suelo la lámpara que había dejado y se marchó a grandes zancadas.

En los días que siguieron, en las plantaciones del interior siguió reinando la calma, y el peligro de una revuelta amplia de esclavos parecía haberse desvanecido. Los negros huidos, sin embargo, daban la impresión de haber sido engullidos por la tierra. No había ni rastro de ellos. Unos criados sometidos a contrato dijeron haberlos visto una vez al norte de Speightstown; otra vez, un terrateniente de Saint Andrew afirmó que se encontraban en los bosques de allí arriba, pero los hombres que se enviaron al lugar no hallaron a nadie.

Lentamente la vida retomó su normalidad y la gente reemprendió su vida habitual. Para muchos el motivo de eso era que la revuelta se había circunscrito a una zona. Resultaba evidente que tenía que guardar relación con el hecho de que Harold Dunmore trataba a sus esclavos de forma excesivamente cruel. Al fin y al cabo, el levantamiento había comenzado en su plantación y se había extinguido el mismo día en que había empezado. Todo el mundo sabía que él echaba mano del látigo con facilidad y que incluso en alguna ocasión había matado a algún esclavo con sus propias manos. Además, su capataz era tenido por un maltratador peor que él, si tal cosa era posible, que disfrutaba infligiendo dolor a los demás.

Lo mismo se sabía de los otros dos propietarios de plantaciones cuyas familias y campos habían sido víctimas de los negros fugados. Ambos trataban muy mal a sus esclavos, a veces incluso por mera diversión. Al considerarlo desde ese punto de vista, buena parte de la gente estaba convencida de que el destino había querido que los perjudicados fueran esos terratenientes. A muchos les alegró lo ocurrido a Harold Dunmore, porque este siempre se vanagloriaba de su éxito. El domingo, durante la misa, Elizabeth reparó en algunas miradas de regocijo por el mal ajeno dirigidas hacia su suegro.

Desde el incendio Harold se dedicaba, casi sin pausa, a comprar material de construcción, herramientas y nuevos criados y esclavos para reconstruir Rainbow Falls. Trabajaba como un poseso y nunca se le oía lamentarse. Incluso sus accesos de ira se volvieron menos frecuentes. Solo una vez había estallado en gritos en la casa porque a primera hora de la mañana una criada le había llevado a Martha ron a la cama. Elizabeth había intervenido antes de que su suegro llegara a castigar a la muchacha.

—No puede hacer otra cosa. Ha cumplido una orden. Sin duda Martha se recuperará pronto, pero de momento necesita algo que la calme. Me encargaré de comprar láudano para ella. Le irá mejor que el ron. Y me ocuparé personalmente de que no cometa excesos. ¿De acuerdo?

Harold reflexionó un instante y luego asintió de mala gana. Finalmente dio orden a todo el servicio de no cumplir ningún mandato de su esposa que tuviera que ver con el alcohol. Así el caso quedó zanjado para él.

Por la noche permanecía sentado en la butaca, encorvado, apenas sin fuerzas para mantener los párpados abiertos. En la cara llevaba dibujados el agotamiento y el dolor. Solo en contadas ocasiones se le relajaba la expresión, por ejemplo cuando Jonathan lo miraba sonriente o cuando lo llamaba «abuelito», una palabra nueva que había aprendido recientemente. Elizabeth se lo había enseñado al pequeño sin decírselo a Harold. Había querido que fuera una sorpresa y lo logró. Por primera vez en muchas semanas se reflejó en los ojos de él cierto atisbo de alegría.

También su cara mostró satisfacción cuando tuvo noticia de que el tribunal había declarado a Celia la mulata culpable del pérfido asesinato de Robert y que había sido condenada a morir en la horca. Al parecer pronto se fijaría un día para la ejecución. Elizabeth, incapaz de compartir la alegría de Harold, se retiró a su habitación en cuanto lo supo. Aunque Celia hubiera cometido de verdad el asesinato de Robert, para Elizabeth la sentencia de muerte era el derroche de una vida joven que no devolvería la suya a Robert. Por otro lado, ella recordó también su parte de culpa, ya que si no hubiera rechazado a Robert esa noche aciaga, seguramente él no habría ido a buscar a Celia. Aquellas reflexiones dolorosas a su vez le hicieron pensar en Duncan, algo que ella quería evitar a toda costa. Tan solo las obligaciones domésticas que fue asumiendo poco a poco en Dunmore Hall la ayudaban. Como Martha pasaba la mayor parte del día a oscuras en su dormitorio, Elizabeth tenía que hacer frente a las tareas del hogar pues alguien tenía que cuidarse de mantener la rutina diaria. Se encargaba de confeccionar el menú de comidas de la semana e iba con un criado al mercado para hacer las compras necesarias; además, tenía que supervisar el trabajo de limpieza de las criadas. Eso significaba más trabajo y más responsabilidad de lo que ella imaginaba y por primera vez sintió cierta admiración por su suegra. Para que una casa tan grande funcionara sin problemas hacían falta una planificación y una supervisión completas. Eso exigía una atención inmensa por parte de Elizabeth, quien pronto se vio obligada a distribuir muy bien su tiempo para poder salir a caballo y ocuparse de su hijo.

Además cuidaba de Martha. Vigilaba que su suegra comiera a sus horas, se lavara y llevara ropa limpia. También la obligó a bañarse. Martha se dejó hacer con actitud adormilada y ausente y con la mirada perdida, aunque posiblemente su buena disposición se debía a que Elizabeth le había dado previamente un poco de láudano. Aquella fue la única condición de Martha para entrar en la tina y dejarse lavar el cabello. A continuación volvió a meterse en la cama de inmediato.

Durante esos días Elizabeth no podía contar mucho con la ayuda de Felicity, porque su prima no podía pensar en nada más que en su capitán. Seguía citándose con él, sobre todo con la llegada de la oscuridad, en la playa, donde no resultaba muy fácil ser descubiertos. Una noche llegó llorando y explicó a Elizabeth que la situación se había agravado y que Niklas estaba a punto de zarpar. La flota inglesa se aproximaba.