5

Tras cenar, Elizabeth preguntó por Duncan Haynes a su padre en su despacho.

—Padre, ¿recuerdas el capitán que me salvó en Banqueting House? Más tarde, cuando estábamos en el carruaje, me advertiste de que era peligroso. ¿Por qué lo dijiste?

James Raleigh tomó su cajita de rapé y la abrió.

—¿Para qué quieres saberlo?

Elizabeth había preparado una explicación de antemano.

—Bueno, él me protegió de los golpes. Y se comportó como un auténtico caballero. —Excepto esta tarde, dijo para sus adentros—. Me gustaría saber de qué es culpable.

Su padre cogió un poco de tabaco en polvo y lo inspiró sonoramente por un orificio de la nariz.

—Son historias antiguas —dijo.

—¿Por qué recelas de él?

—Ya oíste lo que dijo Harold Dunmore. Ese hombre es un pirata.

—Un corsario —replicó Elizabeth. Entretanto ella ya se había informado, preguntando para ello al escribano de su padre, que era un hombre extraordinariamente inteligente e instruido. De él había obtenido asimismo los libros sobre viajes por mar y sobre países desconocidos—. Los piratas roban barcos por cuenta propia, independientemente de su bandera. Pero él actúa por encargo de la Corona y solo ataca barcos enemigos. —Repitió la pregunta—: ¿De qué se lo acusa? ¿De qué lo conoces?

Su padre tomó una pizca más de rapé y, a continuación, se tapó la nariz con un fino pañuelo de seda.

—Ocurrió hace tanto tiempo que apenas lo recuerdo. Creo que sus padres eran arrendatarios de una de nuestras granjas, la que está ahí abajo, junto al mar. Si la memoria no me engaña, en algún momento surgió una disputa acerca del arriendo y ellos se marcharon. En esa época me vi obligado a expulsar a algunos arrendatarios. Eran tiempos difíciles… y yo no podía hacer excepciones porque no habría sido justo. Lo que ocurrió luego no lo recuerdo con exactitud. Solo sé que se produjo un accidente en el que alguien de esa familia murió.

—¿Un accidente?

—Sí, me parece recordar que fue un percance desafortunado. Pero no me preguntes los detalles porque los he olvidado. Eso debió de ocurrir hace veinticinco años o más.

—¿Eso es todo? ¿No te acuerdas de nada más?

El vizconde se limitó a encogerse de hombros; a continuación, tomó una gaceta que había sobre un montón de papeles y se puso a hojearla. Elizabeth tuvo la impresión de que él se acordaba perfectamente, pero que no quería hablar de ello, tal vez porque lo que le habría tenido que explicar lo dejaba en mal lugar.

Aunque ardía en deseos de conocer más cosas, ella no tenía ni idea de a quién preguntar. Seguramente los criados más antiguos lo sabían, pero todos eran fieles al vizconde y jamás explicarían algo de lo que su señor no deseara que hablaran. Y ese era, a todas luces, uno de esos casos.

Más tarde, aquella misma noche, en su aposento, Elizabeth se había sentado con Felicity frente al hogar. Las llamas estaban casi apagadas. Una de las doncellas ya había metido un ladrillo caliente en la cama. Era casi la hora de acostarse. Durante el día, Felicity no había hecho nada más que mirar las cajas que contenían las pertenencias que se llevarían para el viaje. Estaba convencida de que podría meter todavía más cosas si lo volvía a organizar todo y lo colocaba de nuevo.

—¿Cómo se entiende que tengamos que apañarnos con solo un baúl? —se lamentó.

—Son dos —respondió Elizabeth, distraída. ¡De ningún modo volvería al día siguiente a la vieja casa de campo!

—Dos que tenemos que compartir —la corrigió su prima—. Eso significa uno para cada una. Sin embargo, solo para tu ajuar y tu dote tendríamos que tener cuatro. ¡O cinco!

—Sí.

—¿Sí, qué? ¿Quieres decir que estás de acuerdo conmigo?

—No —se corrigió Elizabeth, distraída. Que sintiera curiosidad no era una excusa para buscar la compañía de aquel hombre. La había besado. Con solo que pensara en ello se le enrojecían las mejillas.

—¿Por qué? —quiso saber Felicity.

—Por qué, ¿qué?

—¿Por qué crees que con dos baúles es suficiente para ambas?

—Porque son enormes. Además, también nos llevamos el virginal, que ocupa tanto como otro baúl.

—Pero ¡dejaremos nuestra ropa de cama! ¡Con lo buena que es! ¡Y la cubertería de plata!

—Los Dunmore tienen suficiente ropa de cama. Y también tienen una cubertería de plata. ¿Para qué llevarnos más de lo necesario? Cualquier bulto de más nos quitará espacio en el camarote.

Así se lo había explicado Robert. A bordo había muy poco espacio, apenas podía uno volverse, por eso era importante limitarse a lo imprescindible. Aun sin cubertería ni sábanas, ella estaba bien provista con su dote: las monedas de oro no ocupaban mucho espacio.

No. A partir de ahora dejaría de pensar en ese capitán. De hecho, no tenía previsto volver a cabalgar de nuevo hacia allí; ese día se había despedido mentalmente de Raleigh Manor. Aunque Duncan Haynes le contara lo que el vizconde había hecho a su familia… ¿Qué importancia podía tener eso después de tantos años? A fin de cuentas, no se podía cambiar nada. Y si realmente su padre había hecho algo reprochable, era preferible no saberlo porque posiblemente entonces su confianza en él se resquebrajaría. No quería, por nada del mundo, que algo que se interpusiera entre los dos. No estaba dispuesta a permitir que Duncan Haynes sembrara la discordia entre ella y su padre.

—Podríamos dejar aquí el virginal y, en su lugar, llevarnos la plata y la ropa —propuso Felicity.

—Mmm —dijo Elizabeth. Pero, por otra parte… ¿qué mal había en volver a salir a caballo? Así oiría lo que él tenía que decirle. Todos los reproches acallados se pondrían sobre la mesa y así ella podría formarse un juicio. Tal vez todo era mucho más inocente de lo que Duncan Haynes pretendía hacerle creer.

—¿Estás segura? —preguntó Felicity, vacilante.

Elizabeth asintió, primero dudosa y finalmente con determinación. ¡Lo escucharía!

Aquella noche soñó con que veía a Duncan Haynes. Ella lo invitaba a que le contara todo sobre su pasado, pero él, con una naturalidad insolente, le pedía que antes lo besara. En el momento en que Elizabeth accedía, Felicity se movió junto a ella en la cama y exclamó en voz alta: «¡El espejo! ¡Hemos olvidado el espejo!».

Elizabeth percibió el eco de excitación que aquel sueño le había dejado. Le habría gustado seguir a partir de cuando se había despertado, pero el resto de la noche transcurrió con imágenes confusas e incoherentes que fue incapaz de recordar bien tras despertarse.

Durante el día guardó una actitud reservada y silenciosa. Esquivó la compañía de su prima y de su padre y sobre todo de los Dunmore, que cuando no estaban descansando en sus aposentos pasaban la mayor parte del día en el salón de las visitas. En Raleigh Manor ninguno de los dos tenía nada que hacer excepto aburrirse. En ocasiones salían de caza a caballo con el vizconde, pero aquel entretenimiento, en plena época invernal, no era del todo placentero. La falta de actividad incomodaba en especial a Harold. A menudo deambulaba de un lado a otro, inquieto, y luego, de repente, se detenía y miraba irritado a su alrededor, como si se encontrara en el lugar equivocado. Empleaba cada vez más a menudo expresiones como: «Cuando volvamos a Barbados», o «Cuando recuperemos la rutina habitual». En su ausencia había nombrado responsable de la plantación a su capataz —según Harold, un hombre muy avezado—, pero a nadie se le escapaba la impaciencia con que esperaba la partida.

Mientras se preparaba para salir a caballo, Elizabeth apenas podía contener su nerviosismo. Felicity se la quedó mirando con el ceño fruncido.

—¿De verdad quieres volver a salir a caballo?

—Sí —respondió Elizabeth sin más.

Mientras se vestía, notó la mirada de extrañeza de su prima. Por motivos inexplicables ese día se había cuidado de llevar ropa limpia y había puesto más esmero de lo habitual en su peinado.

—¿Estás nerviosa por mañana? —quiso saber Felicity, compasiva.

Elizabeth asintió. No había pensado para nada en el día siguiente. La boda le parecía tan distante como Barbados. Se sintió aliviada cuando por fin sacó a Pearl del establo y montó en ella. Galopó por los campos libremente, aspirando con fruición el aire fresco del invierno. Aquella tarde el tiempo era más apacible que el día anterior. No había llovido, el suelo estaba seco y bastante firme, y el cielo era azul. A medio camino fue presa de una gran inquietud. Fue como un presentimiento, una visión de acontecimientos futuros que eran inevitables. Una extraña certeza parecía ir unida a aquel presagio: todavía estaba a tiempo de cambiarlo todo, solo tenía que dar media vuelta y regresar a casa de inmediato. Allí mismo. Así no le pasaría nada. Su vida seguiría el camino trazado y nada alteraría su orden.

Pero, en lugar de volverse, Elizabeth espoleó a Pearl para que avanzara aún más rápido y cada trápala sonora era un paso más hacia la incertidumbre. Aquel ruido parecía ir al unísono con los fuertes latidos de su corazón. Entonces llegó a la casa de campo. De nuevo el humo se elevaba entre remolinos por la chimenea, y Duncan volvía a estar de pie allí, cortando madera. Como si el día anterior no hubiera existido, como si Elizabeth se hubiera ausentado un instante y hubiera regresado entonces. Él levantó la mirada cuando ella detuvo el caballo y, mientras se paraba junto a un manzano y desmontaba, él se acercó tras dejar caer el hacha al suelo con un gesto descuidado.

—Has venido —dijo.

Aquel tuteo fue como una caricia. Elizabeth asintió con el corazón agitado. Las riendas de Pearl se le escaparon de las manos, y la yegua se marchó trotando de inmediato al prado, a comer hierba.

—Quiero oír la historia —dijo Elizabeth.

Para su disgusto, la voz le salió ronca, pero él no pareció haberse percatado. Se había quedado de pie, muy cerca de ella, con la camisa abierta y el pecho bronceado cubierto de sudor. La joven percibió su olor y la invadió la excitación. Entonces se dio cuenta de que a ella la historia no le interesaba. Ella quería… No sabía lo que quería. En cambio él sí. Pasó la mano cálida y grande por la mejilla de ella. Elizabeth sintió el tacto áspero en la piel. La expresión inquisidora con que la miraba parecía quemarla por dentro.

—Sabes que vamos a tener que volver a despedirnos, ¿verdad? Lo de ayer ya no cuenta porque solo vale para el último día.

Elizabeth no retrocedió cuando él la acercó hacia sí e inclinó la cabeza para besarla. El corazón parecía a punto de estallarle, tal era la intensidad de su presencia, y se sentía atrapada en su firme abrazo. También esa vez ella respondió a su beso con ardor, quizá incluso con más avidez que el día anterior. Tampoco le apartó la mano cuando, con una naturalidad impúdica, empezó de pronto a deslizarla por su cuerpo, explorando en él lugares que ningún hombre había tocado aún. Le abrió la capa, le acarició el corpiño, se lo bajó y le frotó un pezón con el pulgar. Ella gimió entre sus labios y enarcó el cuerpo mientras él, sosteniéndola con fuerza, deslizaba la mano más abajo, le levantaba la falda y llegaba al espacio entre sus piernas. Y, cuando Duncan hizo resbalar los dedos por la untosa y caliente humedad, profirió un grito ahogado.

¡No!, se decía aturdida desde las profundidades de su conciencia. Él no podía hacer algo así. ¡Era pecado! ¡Una vileza! ¡Tenía que impedírselo de inmediato! Pero aquel pensamiento se desvaneció antes de formarse del todo. ¡Imposible resistirse mientras él le hiciera aquello! Nunca se había sentido así. Estaba convencida de que no volvería a experimentar nada igual a aquello.

Duncan no dejaba de besarla y acariciarla. Ella no sabía cuánto tiempo llevaba así ya que, para entonces, el tiempo había dejado de tener importancia. Solo sentía que aquello tendría un final grandioso, y que estaba muy próximo. En algún momento la mano se apartó, pero fue solo por un breve instante; Elizabeth notó, como a través de un velo, que él se agitaba. Luego dejó de sentir el suelo bajo los pies. Apenas consciente, tuvo la impresión de elevarse misteriosamente de la tierra al cielo; pero entonces reparó en que era él quien la alzaba asiéndola con las dos manos y con los dedos debajo de los muslos, mientras le apretaba la espalda contra un árbol. Ella solo podía agarrarse a la nuca de Duncan. El mundo se desvaneció ante sus ojos cuando algo caliente y palpitante apretó contra su zona húmeda y suave, avanzó un poco y luego se abrió paso en su interior. Elizabeth echó la cabeza atrás y gritó, entre sacudidas estremecidas de placer, mientras su vientre se aferraba con vehemencia a aquel intruso sin percatarse realmente de lo que le estaba pasando. Con dureza y rapidez, él la penetró hasta el fondo sosteniéndola sin esfuerzo, como si no pesara nada. Súbitamente, ella recobró sus sentidos obnubilados.

—¡No! —gritó al tiempo que se tensaba y se abrazaba, desvalida, al cuello de él—. ¡Para!

Fue como si hubiera ordenado al oleaje que se detuviera. Duncan ni siquiera la oyó. Su miembro literalmente la embestía una y otra vez; luego, dobló la espalda y profirió un grito contenido, al que siguió un gemido prolongado. Elizabeth sintió la sacudida convulsiva con la que él se derramó en su interior para luego resollar trabajosamente. Paralizada por el miedo, cerró los ojos mientras él la dejaba en el suelo lentamente y salía de ella.

Elizabeth era incapaz de hablar. Se quedó quieta, sin moverse, con la espalda todavía apoyada en el árbol y la mirada clavada en las pisadas del barro. Vio de reojo que Pearl pacía a apenas una docena de pasos. Duncan, vacilante, extendió una mano, le levantó el corpiño y le arregló la capa.

—Me temo que en el fragor de la batalla se nos ha ido la cabeza. —Le acarició el cabello con torpeza y le preguntó—: ¿Qué ocurre?

Ella salió por fin de su parálisis. No había nada que decir. Solo podía huir: cualquier otra cosa no haría sino aumentar aún más su deshonra. Corrió con las faldas al vuelo hacia Pearl, montó de un salto en la silla y golpeó con los talones los costados del animal.

—¡Arre! —gritó—. ¡Corre!

La yegua, asustada ante aquella urgencia inesperada, se encabritó, pero Elizabeth tenía las riendas bien agarradas. De nuevo empleó los talones y las pantorrillas, y obligó a Pearl a avanzar rápidamente hasta volar a galope tendido por los campos, lejos del mar y de aquel hombre que había sido a la vez testigo y causante de la peor deshonra de su vida.

La vergüenza le quemaba por todo el cuerpo, y tenía la mente en blanco. El espanto por lo ocurrido hacía que no pudiera pensar en nada. Solo cuando hubo dejado atrás las aldeas y tomó de nuevo rumbo hacia Raleigh Manor se obligó a reflexionar. Tenía que cavilar acerca de cómo comportarse en cuanto volviera a casa. Debía haber un motivo comprensible para que ella estuviera tan fuera de sí, que explicara además su aspecto tan descompuesto y, por supuesto, el desaliño de su ropa. Llevaba el corpiño roto por delante y notaba que se le aflojaba mientras cabalgaba. Se apresuró a desmontar para comprobar su estado y, al descubrir unas rasgaduras claras y muy visibles, maldijo la solemne idiotez que acababa de cometer. ¿Cómo no se había dado cuenta de inmediato de lo que iba a ocurrirle cuando él la había aupado? Había crecido en el campo y había visto con frecuencia cómo se apareaban los animales. Aunque en ellos algunas cosas fueran distintas, el proceso era el mismo.

Por un instante sopesó la opción de decir que Duncan Haynes la había atacado y forzado. Todo el mundo la creería a ciegas: a fin de cuentas, él tenía el barco anclado frente a la costa y estaba en la zona; además, se le consideraba una persona procaz y sin escrúpulos. Sin embargo, rechazó la idea al instante. Lo apresarían y sería colgado, y ella entonces tendría en su conciencia aquella muerte. Y no era que creyese que él no se lo merecía: la ira que sentía contra él no tenía límites y aumentaba cuanto más pensaba en ello. La había tratado como a una cualquiera. ¡Solo le había faltado ofrecerle dinero a cambio!

Aun así, la culpa de todo ello recaía en una única persona: ella misma. Debería haberle parado los pies desde el principio, de hecho, desde el día anterior, cuando Duncan le había hablado de aquella presunta tradición. Ella, en cambio, se había puesto en peligro, volviendo a ir a caballo a la casa de él. No solo había consentido sus avances sino que, de hecho, se había echado literalmente en sus brazos. Igual que una mecha encendida por ambos extremos, Elizabeth se había encendido y luego se había ido extinguiendo. Duncan tenía razón en lo que había dicho. Era libidinosa y desinhibida. Al parecer, bastaba con un beso y un poco de toqueteo ardiente para que ella abandonara toda resistencia. Además, a la postre, era de una obviedad meridiana que había buscado otro encuentro con él solo y exclusivamente porque ardía en deseos de que la estrechara entre sus brazos. Él se había limitado a tomar lo que ella le ofrecía. Por mucho que le doliera admitirlo, se lo tenía bien merecido. Lo único que podía hacer ahora era procurar que nadie se enterara.

Elizabeth volvió a montar y, mientras seguía cabalgando, pensó hasta hallar la solución al problema más acuciante para ella. Tras llegar al linde de un bosquecillo, detuvo a Pearl junto a un riachuelo escondido. Solo había una posibilidad de eliminar de modo eficaz las huellas de lo ocurrido. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Empezaba a oscurecer y la gente ya estaba en casa, al calor de la lumbre; con aquel tiempo no habría nadie por el camino. Se quitó la ropa rápidamente, limpió en el riachuelo las manchas delatadoras en la medida en que le fue posible y luego volvió a vestirse. Tiritaba de frío, los dientes le castañeteaban y tenía los dedos como carámbanos. Pero eso no era suficiente. Hizo de tripas corazón, se quitó las botas y se metió en el riachuelo. Se mojó el cabello y la cara, y al final hundió también la capa en el agua. Luego se apresuró a subir a su montura. La yegua brincó asustada porque el agua gélida de la capa le goteaba en la piel, pero Elizabeth consiguió tranquilizarla con palabras suaves y por fin adoptó un trote uniforme. No faltaba mucho, apenas un kilómetro, pero cuando llegó finalmente a la mansión se sentía como si estuviese a punto de congelarse.

El criado guardó la compostura cuando la vio entrar a toda prisa en el vestíbulo. Había visto llegar a Elizabeth así a menudo. Al punto llamó a una doncella.

—¡Un baño caliente, rápido! —gritó.

Asustados por las voces, al instante acudieron el señor de la casa y los Dunmore.

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber el vizconde, preocupado—. ¿Te has vuelto a caer del caballo?

Elizabeth asintió mientras le castañeteaban los dientes. La doncella entretanto ya le había quitado las botas empapadas y le había echado una manta sobre los hombros.

—¡Dios mío! —exclamó Robert.

—No me ha pasado nada. No es la primera vez que me caigo. Ocurre en ocasiones al saltar un obstáculo. Lo malo es que esta vez he ido a caer a un riachuelo. Un baño caliente lo arreglará todo.

—¿Estás segura?

—Totalmente.

Harold Dunmore estaba al pie de la escalera; al dirigirse a la planta superior, Elizabeth tuvo que pasar junto a él. En sus ojos le pareció ver un brillo de admiración. Pasó a su lado con los párpados bajados y subió los escalones. Sentía el tacto de la piedra fría en los pies descalzos, y avanzó lo más rápido que pudo. Arriba Felicity le salió al encuentro con una manta forrada de piel en las manos.

—¡Qué cosas haces! ¡Y justo en la víspera de tu boda! ¡Vas a pillar un buen resfriado!

Eso me estaría bien empleado, se dijo Elizabeth conteniendo la rabia. Permaneció una hora en la tina de baño; durante ese tiempo las criadas le vertieron varias veces agua caliente mientras ella se frotaba con saña el cuerpo con jabón y cepillo, como si así fuera posible deshacerse de la deshonra sufrida. Felicity le lavó el cabello con jabón oloroso de lavanda mientras lamentaba una vez más la imprudencia de Elizabeth.

—¡Eso es lo que ocurre cuando una chica monta en una silla de hombre! —la regañó.

Elizabeth estuvo a punto de echarse a reír histéricamente al percatarse del doble sentido, no buscado, de aquellas palabras. En vez de ello se quedó mirando el agua humeante en silencio, con el cabello mojado que le colgaba y la cabeza gacha, escondiendo la cara. Aquello pareció funcionar, pues nadie le preguntó por qué estaba tan alterada si no había sufrido ninguna herida. Todos pensaban que aquella conducta ausente se debía a la boda con Robert Dunmore. Era la zozobra tímida de la novia. Y, si ese no era el caso, entonces sería por el largo viaje que tenía por delante. Le sobraban motivos.

Y así, al día siguiente, la embutieron en su vestido de boda de seda y la cubrieron de joyas. Le rizaron el cabello y luego se lo adornaron con un velo de encaje. Bajo el suave repique de las campanas de la capilla privada se inició la ceremonia del matrimonio. Su padre la acompañó solemnemente hasta el altar, y allí el sacerdote santificó la unión con una larga retahíla de palabras en latín. Junto a ella, el novio, vestido con sus galas nupciales —un traje de terciopelo azul—, apenas reparó en la presencia de Elizabeth y, cuando hizo sus votos de matrimonio, a ella le pareció como si estos procedieran de muy lejos. Ella, por su parte, susurró más que dijo su juramento y, cuando ya estaba a la mitad, se confundió y tuvo que empezar de nuevo.

«Yo, Elizabeth Mary Catherine Raleigh, te tomo a ti, Robert Harold Henry Dunmore, como marido legítimo. Prometo honrarte y amarte a partir de este día y hasta que la muerte nos separe».

Era incapaz de mirarlo pero, por suerte, nadie parecía esperar tal cosa. No sabía lo que él estaba pensando y, si reflexionaba detenidamente, no le preocupaba gran cosa. Se intercambiaron los anillos y el sacerdote bendijo su unión. Al terminar la misa de boda, cuando otra vez entre repiques de campanas salieron de la iglesia las pocas personas allí congregadas, un chubasco inesperado puso fin al entumecimiento de Elizabeth. Por primera vez levantó la mirada hacia Robert. Parecía feliz y relajado, y su sonrisa le daba la apariencia de un joven dios risueño, más bello que aquel del cuadro. Empapado de lluvia, se inclinó para besarla. «¡Ahora ya somos marido y mujer! ¡Por fin!».

Ella se obligó a responderle con una sonrisa. Aquello era un contrato que tenía que respetarse. Había contraído una obligación que debía cumplir. Soportaría todo cuanto fuera necesario porque aquello salvaría a su padre. Lo ocurrido el día anterior no contaba. Ya había pasado, y ella lo borraría de la memoria. En el vestíbulo, el vizconde se la llevó a un lado.

—¿Eres feliz, Lizzie?

—Sí, claro —afirmó ella.

—Eso está bien.

Su padre calló. Hizo ademán de querer decirle algo más, pero fue interrumpido por un pelotón de invitados que entraban entre risas y los envolvieron.

La fiesta que siguió en el salón de banquetes de la mansión estuvo acompañada por el ruido incesante de la lluvia. Esta fustigó los ventanales durante horas, como una cantilena monótona al son de los violines y las flautas que se oían de fondo. Los músicos tocaron durante todo el banquete pero, en atención a las muertes del año anterior, la música no era para bailar sino para entretener a los invitados. Estos últimos disfrutaron de lo lindo pues el vizconde ofreció todo cuanto daba de sí la cocina. Se sirvieron sopas y volovanes, pescado de mar y también de los estanques cercanos, marisco, carne de caza, aves, carne de cerdo y de vacuno, menudillos, embutido así como platos gratinados, budines dulces y suculentos, y pasteles, y todo ello en gran variedad. Los invitados aplaudían con entusiasmo la comida que les iban sirviendo. En cambio, Elizabeth apenas tomó un par de bocados de los numerosos platos del banquete; no tenía apetito. Más tarde no habría sabido decir qué platos había ni el orden en que los criados habían servido las numerosas fuentes y bandejas de trinchado. Solo recordaba la crema de almendras de la que había tomado unas pocas cucharadas. En cambio, bebió más de la cuenta. Jerez, vino, licor… Todo le apetecía, y cada vez que un criado pasaba cerca con una jarra para escanciar dejaba de buena gana que le rellenara la copa.

Robert brindó con ella una y otra vez. Su buen humor era contagioso y atraía hacia sí la mayoría de las miradas, como si fuera un imán. Charlaba animadamente por todas partes. Sus observaciones eran divertidas y agudas, y se granjeó muchas miradas favorables y risas aprobatorias. Su padre también parecía de buen humor, aunque Elizabeth tuvo la sensación de que a Harold Dunmore no le hacían mucha gracia las intervenciones de su hijo. De vez en cuando notaba que la estaba observando; entonces Elizabeth procuraba adoptar una expresión pudorosa, algo que, achispada como estaba, no le resultaba nada fácil.

El grupo de comensales estaba formado por viejos amigos del vizconde de Raleigh, un par de vecinos, los representantes del pueblo, el sacerdote, y también una prima del vizconde con toda su familia: en total eran unas dos docenas de invitados. Cuando llegó la hora de acostarse, varias mujeres se reunieron para llevar a Elizabeth al aposento nupcial, mientras que Robert era acompañado por varios de los caballeros presentes. Era ya de noche y los gritos y las risas llenaban el salón, para entonces iluminado con velas, y no dejaban oír la música.

Elizabeth, aturdida por el alcohol y con dificultades para tenerse en pie, fue acompañada al dormitorio por las mujeres, que reían con sorna, con Felicity a la cabeza. Allí todo estaba preparado para la noche de bodas. En la chimenea chisporroteaba el fuego; en un brasero ardían hierbas aromáticas, y la cama estaba dispuesta de forma esmerada. Unas sábanas blanquísimas y olorosas, almohadas de pluma, un dosel de damasco… El vizconde había dado carta blanca a las veleidades decorativas de Felicity. A fin de cuentas era la noche de bodas de la única hija que le quedaba y, además, sería el último lecho cómodo que tendría en mucho tiempo. Felicity y el resto de las damas rodearon a Elizabeth para ayudarla a desvestirse mientras fuera, al otro lado de la puerta, los hombres aguardaban y alborotaban.

Por fin ella se quedó en camisa. Las mujeres le peinaron el cabello, le susurraron consejos al oído, y le pellizcaron las mejillas antes de retirarse entre cuchicheos y risitas para dejar pasar al novio. Robert entró, vestido también con una camisa. Hizo retroceder a los invitados que reían y les cerró la puerta en las narices. Fuera se oyeron todavía algunas obscenidades y carcajadas; luego los visitantes se alejaron y la pareja se quedó a solas.

Robert se cercioró de que el pasador de la puerta estuviera corrido; luego se volvió hacia Elizabeth con una sonrisa.

—Llevo todo el día esperando este momento —admitió. Tenía la voz algo balbuceante; era evidente que él también había bebido algunas copas de más—. Pero ¡qué digo! ¡Llevo semanas así! Apenas podía pensar en otra cosa, ¿sabes? —Con unos pocos pasos se aproximó a ella y la tomó entre sus brazos. Su abrazo era delicado, pero también firme. Tenía el cabello y el cuerpo recién lavados y olía bien—. ¿Estás contenta de ser mi mujer?

Ella asintió sin decir nada —¿qué otra cosa podía hacer?— y respondió sin ganas al abrazo.

—¡Eres tan bella…!

Él le besó las sienes y luego las mejillas, mientras con las manos le recorría suavemente la espalda. Finalmente posó los labios en su boca y de inmediato su beso se volvió apremiante. Elizabeth esperaba experimentar el mismo arrebato ciego del que había sido presa cuando Duncan —¡ojalá el diablo le arrebatara su alma siniestra!— la había besado. Pero no fue así. A Robert el aliento le apestaba a aguardiente, y además le metía la lengua demasiado en la boca, lo cual le impedía respirar. De todos modos, la joven no se mantuvo indiferente; de hecho, sentía una titubeante aunque notoria excitación que aumentaba lentamente con las caricias de él. Por su parte, ella no hacía nada excepto acariciarlo mientras él le deslizaba las manos por el cuerpo. Notó en el vientre de su esposo aquella parte rígida de su cuerpo que pronto penetraría en ella. No sintió ningún temor; de hecho, tenía mucha curiosidad por saber cómo sería hacerlo con Robert. Ardía en deseos de experimentar las mismas sensaciones que con Duncan.

Él había dejado de besarla, algo que a ella no le importó lo más mínimo. Entonces la arrojó sobre la cama y la apretó contra las sábanas, mientras él se levantaba la camisa con una mano y con la otra hacía lo mismo con la de su esposa hasta desnudarla. Elizabeth no tuvo tiempo para sentir pudor. Robert se tumbó a su lado con un gemido profundo. A ella le pareció que la habitación daba vueltas y se sintió desorientada, aunque no sabía si era por el vino o por la lengua de él, que le recorría el pecho y, tras agarrarse a uno de los lados, se lo succionaba a la vez que le deslizaba una mano entre las piernas. Elizabeth gimió y enarcó el cuerpo. Sentía un gran deseo de acariciarlo, pero no se atrevió por miedo a que él la tomase por indecente. Sin embargo, de repente él la asió de la mano y se la acercó, le llevó los dedos a su miembro entumecido hasta que ella notó en la palma su calor y rigidez. Por un momento se sobresaltó, pero luego lo apretó vacilante y comprobó su tamaño y su dureza. Elizabeth no podía ver nada porque tenía la camisa de dormir levantada y el hombro de Robert le tapaba la vista. Cuando él se deslizó sobre ella y le abrió las piernas, se tensó por un momento y deseó poderlo apartar de sí con un empujón.

—No temas —le susurró él al oído.

Entonces empezó a toquetearla, palpándola con los dedos, abriéndola, hasta que por fin la tuvo lista para él. La penetró, pero no fue lo mismo que con Duncan. El cuerpo de Robert resultó ser inesperadamente pesado. La voluptuosidad de ella aumentaba con lentitud, embate tras embate, y cuando ella creyó que tal vez lograría alcanzar la cima del placer, Robert llegó al final entre gemidos. Permaneció flojo e inmóvil sobre Elizabeth, con la cabeza vuelta a un lado y cubriéndole el cuerpo casi por completo, sin que ella pudiera respirar.

—¡Ha sido fabuloso! —le oyó musitar—. Te quiero.

Súbitamente desencantada, ella contuvo la respiración. ¿Acaso esperaba que le dijera lo mismo? ¿Cómo podía amarla después de aquellas breves semanas en las que apenas habían podido estar a solas? ¿Acaso lo que acababan de hacer era suficiente para que los hombres se enamoraran? Difícilmente, se dijo con amarga ironía. No, teniendo en cuenta cómo Duncan se había comportado después.

¿Qué le pasaba a Robert? ¿Por qué no se movía? Tomó aire con dificultad, esperando que él se diera cuenta y se volviera; sin embargo, él se limitó a resoplar y empezó a roncar suavemente. Elizabeth, incrédula, miró el techo, por encima del hombro de él. ¡Se había dormido!

Lo sacudió con cuidado, pero de él solo obtuvo un resoplido de enojo. No lo despertó. Le apretó las dos manos contra el pecho y lo apartó de sí hasta que pudo salir de debajo de él. El líquido entre las piernas le recordó lo que había experimentado en su encuentro con Duncan e, involuntariamente, hizo comparaciones que no dejaron a su marido en buen lugar. De todos modos, Elizabeth se sintió contenta de que él no se hubiera comportado de forma tosca y de que ella hubiera podido disfrutar del acto, a pesar de no haber experimentado aquel éxtasis aturdidor en el que Duncan la había sumido durante unos instantes al final. Posiblemente aquello tampoco era nada extraño. Al contrario. Poco antes de que Robert entrara en el dormitorio, su tía le había susurrado que no se amargara por ello. «Solo los hombres se benefician, pero así son las cosas. Tú cierra los ojos y piensa en algo bonito, de esta forma pasa más rápido».

Elizabeth se sentía aliviada de que no hubiera sido necesario recurrir a aquello. Robert la había sorprendido de forma positiva. Podría sentirse satisfecha. Seguramente, la próxima vez iría mejor. Se acurrucó junto a su marido, que seguía roncando, miró todavía un rato medio adormecida el fuego de la chimenea, que se extinguía, y finalmente se durmió.