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En Rainbow Falls imperaba la desolación. Los campos estaban completamente arrasados, los cobertizos se habían convertido en montones de ceniza y la casa de madera no era sino una pila de vigas ennegrecidas todavía ardientes. El molino de azúcar y la zona de refinado estaban destruidos de tal forma que tan solo las manchas tiznadas en el suelo señalaban el lugar donde habían estado en su momento.
Harold Dunmore deambulaba entre los escombros humeantes. Su mente estaba llena de pensamientos sombríos. Se preguntó si había sentido alguna vez tanta desesperación como ese día y concluyó que nunca había experimentado algo tan tremendo. Exceptuando, evidentemente, el día en que Harriet le había contado la verdad. La suya. No la de él. Aquel día había sido peor porque no podía cambiarse nada mientras que los daños que había causado la revuelta de los esclavos podían mitigarse y repararse. Solo hacía falta sentido común, trabajo duro y dinero. Y él tenía todo eso. Recuperaría a sus esclavos, y a los que mataría a latigazos los reemplazaría en cuanto llegara el próximo barco de negros. Además, ya tenía pensado comprarse un molino de azúcar nuevo.
En cuanto a los campos, había comprobado con sorpresa que el incendio no había acabado por completo con las cañas, solo con las partes secas de las mismas. Entre las cenizas, los tallos desnudos seguían en pie por todas partes; al parecer el fuego no les había afectado mucho. Para comprobarlo había cortado una caña y la había examinado: el interior parecía completamente utilizable. Se dijo que prensaría unas cuantas y que cocería el jugo. Si la melaza era buena, empezaría la cosecha cuanto antes, todo para evitar que las cañas deshojadas se pudrieran en el campo.
En este sentido su situación no era totalmente desesperada. Aún era el amo de Dunmore Hall y los suyos estaban vivos. Otros propietarios de tierras no habían corrido la misma suerte: dos familias habían sido masacradas y sus casas reducidas a ceniza. Eran terratenientes de poca importancia, pobres como ratas, con unas superficies de cultivo pequeñas cuya cosecha apenas bastaba para mantenerlos a ellos y a sus criados. Por otra parte, esas tierras tenían la ventaja de que lindaban con Rainbow Falls. Pronto las haría suyas. Cuando Harold llegó a ese punto en su análisis de la situación, se dijo que no estaba dispuesto a dejarse vencer. Ni por nada ni por nadie. A la vez, notó que una rabia creciente se apoderaba de él.
Había recorrido los bosques durante horas con la patrulla de búsqueda. Con la ayuda de los perros habían seguido el rastro a la muchacha negra, pero ella al final se había perdido en las profundidades de la jungla. Un intenso aguacero no solo había extinguido el incendio sino que también había borrado todas las demás pistas. En el resto de las parroquias reinaba la calma y no se habían producido más levantamientos. Los sublevados no podrían ocultarse para siempre; pronto los encontrarían y los colgarían.
Hacía rato que la mayoría de los miembros de la partida de búsqueda habían regresado a Bridgetown. Algunos hombres se habían repartido por las plantaciones más alejadas para hacer fracasar posibles nuevos levantamientos. Tras concluir la búsqueda, Harold había examinado el lugar del incendio en Rainbow Falls para ver si quedaba algún vestigio útil, pero pronto había abandonado su propósito. No había nada que salvar. Habría podido regresar a casa, pero él no había terminado. Aún tenía que ajustar las cuentas con algunas personas. Sabía perfectamente dónde estaba el auténtico foco del levantamiento. El plan de iniciar el motín en Rainbow Falls no había salido del cerebro de Akin, sino de aquel viejo esclavo que los Noringham alimentaban por caridad en Summer Hill. Harold no recordaba su nombre, pero sí conocía su aspecto. Cierto día que él, acompañado de Akin y del capataz, había llevado azúcar al puerto, lo había visto en el muelle de Bridgetown. El viejo había charlado un rato con Akin en aquel idioma raro y gutural, hasta que el capataz había llamado al esclavo con un silbido. Los dos negros habían intercambiado miradas misteriosas. Harold lo presenció con mucha incomodidad, pero luego lo pasó por alto. Visto con el tiempo, tal como él podía comprobarlo en ese momento, aquello había sido un error. Allí, en Summer Hill, confluían todos los hilos de esa sublevación. Harold lo sabía con la misma certeza que si Akin se lo hubiera dicho en persona. Había muchas cosas que resultaban evidentes a todas luces sin que fuera preciso demostrarlas de forma especial.
Ya había oscurecido, pero Harold llevaba una luz. De todos modos, habría sabido encontrar el camino a la plantación de los Noringham incluso a ciegas.