9

A Harold no le llevó mucho tiempo encontrar a Robert. Por su distribución, la zona de popa era de fácil visibilidad y acceso rápido. Si Robert había querido esconderse de verdad, tenía que estar en algún rincón de la cubierta inferior; allí había suficientes lugares oscuros donde ocultarse sin ser visto durante bastante tiempo. Se había agazapado una cubierta más abajo, detrás del cabestrante manual que había delante del camarote principal, y se apoyaba contra la pared tras la caseta del timón con expresión huraña, los brazos cruzados en actitud defensiva y la mirada clavada en los zapatos.

—¡Maldito idiota! —le espetó Harold.

—Estaba en mi derecho —arguyó Robert con orgullo. Tenía las mejillas enrojecidas e incluso parecía consciente de su culpa, aunque sus palabras pretendían dar otra impresión—. Es mi mujer y tiene la obligación…

—¡Cállate! —bramó Harold.

No se esforzó en ocultar su ira Y, para dar más énfasis a su orden, propinó a su hijo un sonoro bofetón que le dejó la palma de la mano dolorida mientras que Robert solo se frotó la mejilla con ademán ofendido.

A Harold le habría gustado someter a Robert una auténtica tunda. De haber tenido el látigo a mano en ese momento lo habría empleado sin dudar. Por un instante recordó la frecuencia con que acostumbraba a usarlo y lo raro que le resultaba no hacerlo entonces, después de tantas semanas. En situaciones como aquella lamentaba, de forma casi física, haber prescindido de él. Cuanto mayor era el castigo de quienes lo merecían, más pronto estos sentían respeto por uno. Un par de latigazos bien dirigidos y Robert, ese mujeriego sin remedio, mantendría su maldito rabo dentro de los pantalones durante toda la travesía, sin que fuera preciso siquiera tener que explicárselo con todos los detalles.

—¿Qué crees tú que va a hacer ella en cuanto atraquemos en Madeira? —increpó Harold a su hijo.

Robert retiró la mano de la mejilla y miró a su padre con preocupación.

—¿Estás diciendo que ella podría intentar regresar? —La cara se le iluminó al instante—. De todos modos, la dote ya es nuestra. ¡Eso es lo importante!

—¡Grita un poco más, así todos en el barco nos podrán oír!

—Pero, padre…

—Padre, padre… —se burló Harold—. ¿Podrías, por una vez, utilizar la cabeza en lugar de eso que tienes bajo los pantalones? ¿No te he dicho hasta la saciedad lo que necesitamos de verdad?

—Un heredero que continúe nuestro linaje. —Robert lo dijo casi como una cantinela, como una oración que hubiera oído con frecuencia y que, por lo tanto, podía decir sin pensar.

Harold rechinó los dientes.

—¡Qué bien te lo sabes! —replicó con un sarcasmo glacial.

—Pero, padre, si no paras de decirme que necesitamos un heredero. ¡Yo soy tu heredero!

Robert había vuelto a emplear ese tono lastimero que ponía a prueba la paciencia de Harold y que tanto lo irritaba. Con todo, el buen juicio se impuso frente al impulso de echar en cara a su hijo la vergonzosa verdad: que Harold había abandonado hacía años la esperanza de que Robert demostrara alguna vez ser merecedor de la obra de su progenitor. En un momento dado —Harold era incapaz de decir con exactitud cuándo—, él se había dado cuenta de que Robert nunca sería un buen terrateniente. Solo servía para una cosa: solazarse con todas las mujeres que se le cruzaban en el camino. A Harold le parecía casi como si Robert no hubiera tenido nunca en la vida otros intereses, unos intereses auténticos, que fueran provechosos para el negocio. Al muchacho solo le interesaba cuál sería la próxima mujer con la que amancebarse. Aparte de eso, podría decirse que a lo sumo se interesaba por la caza, y por la colección inútil de armas y su manejo.

—Es erróneo pensar solo en la siguiente generación —contestó Harold con frialdad—. Hay que planear con vistas al futuro. Somos propietarios de casi una cuarta parte de la superficie cultivada de Barbados. Cuando yo muera debería ser, al menos, la mitad. Y a mi nieto debería pertenecerle la totalidad. No solo Rainbow Falls. Toda la isla.

Robert tragó saliva. Era evidente lo que pensaba: él no sería capaz de hacer crecer el patrimonio familiar con la mitad que faltaba. Si no conseguía siquiera estar varios días seguidos en la plantación, cómo iba a estudiar a fondo los libros ni comprobar los envíos de mercancías que llegaban… Y eso, a pesar de que tal cosa no excedía en absoluto sus capacidades.

El muchacho era una nulidad, y Harold Dunmore no se hacía al respecto ni la menor ilusión. Sin embargo, también era de su carne y de su sangre, su único hijo legítimo; de hecho, según le constaba, el único que tenía. Él había contribuido a que el arduo trabajo de varias décadas no hubiera sido en vano, aunque esa contribución consistiera solo en reproducirse de forma prometedora. Harold no estaba dispuesto a tolerar que Robert desbaratara un plan que él tenía tan bien trazado, no después de los esfuerzos que le había costado. Su ausencia durante meses de Rainbow Falls, el viaje agotador y la selección cuidadosa de la candidata adecuada. No podía ser cualquiera. De esas había a montones en Barbados, incluso algunas vírgenes —aunque no conservaban ese estado por mucho tiempo—. La mayoría de ellas eran irlandesas con contrato de servidumbre. Él tenía algunas, pero jamás se le pasaría por la cabeza que una de ellas fuera lo bastante buena para casarse con Robert. No. Él tenía muy claro cómo debía ser la madre del futuro amo de la plantación Rainbow Falls y por tal motivo su elección recayó rápidamente en Elizabeth Raleigh. Tenía eso que en los caballos se llama raza. No tenía nada que ver con esas chicas exánimes de casa buena que se ofrecían a los caballeros nobles en los bailes de Londres.

Elizabeth no solo era una lady con un árbol genealógico de primer orden; era, además, una persona fuerte y extraordinariamente osada. Era inteligente, tenía una visión clara y la voluntad de hierro. Irradiaba también una pasión indomable, y no solo en el sentido físico, pues era capaz de darlo todo por una causa que fuera importante para ella. Si transmitía a su nieto aunque solo fuera la mitad de sus cualidades, Harold no tendría que preocuparse más por la continuidad de todo cuanto él había construido y aún quería construir. La enorme dote que la joven aportaba al matrimonio era solo la guinda del pastel. De hecho, Harold había llegado a la conclusión de que posiblemente la habría elegido aun sin dote.

—Pero, padre, si queremos un heredero voy a tener que acostarme con ella.

Robert miró a Harold en busca de su aprobación. Era evidente que consideraba que la objeción resultaba muy aguda.

Harold respondió lleno de rabia a esa mirada.

—Con eso que intentabas que ella te hiciera no puede concebirse heredero alguno.

Robert se sonrojó bajo su rostro moreno por el sol.

—Eso era… De hecho, lo que quería…

—Vas a dejarla tranquila —lo interrumpió Harold con brusquedad—. Si la continúas sometiendo a tu voluntad sin respeto alguno por las circunstancias y su malestar, ella podría huir de vuelta a Inglaterra y ese sería el fin de tu matrimonio.

—Pero durante la noche de bodas le gustó —repuso Robert, que no estaba dispuesto a dejarse vencer tan rápidamente—. Primero estaba asustada, pero luego se lo pasó bien.

De nuevo Harold sintió la abrasadora urgencia de moler a palos a su hijo. Parecía como si el chico no quisiera entrar en razón.

—Durante lo que dure el viaje no te acercarás más a ella. Al menos no con la intención de meterte debajo de sus faldas como si fuera una de esas furcias irlandesas. La tratarás como a una dama, de forma educada y respetuosa. Tal como lo merece la futura madre de tu hijo.

—Pero ¿cómo va ella a tener un hijo si yo no…?

—Esperarás a estar en casa. Ahí vuestro lecho conyugal es una cama de verdad, no un baúl mugriento, ni una saca de comida apestosa.

De nuevo Robert se sonrojó.

—Si no eres capaz de soportarlo, utiliza a una de las francesas. Pero ¡ay de ti si lo haces a plena luz de día! En cuanto estemos de vuelta en Barbados, podrás hacer lo que quieras, siempre y cuando no sea ante sus ojos. Yo sería el último que te negaría algo así. —Luego, como sin querer, Harold añadió—: Pero si te atreves a acercarte a Felicity de nuevo, te azotaré hasta que no te quede piel en la espalda.

Esa vez el color desapareció de las mejillas de Robert. Solo la huella, de color rojo intenso, de la bofetada destacaba en aquella palidez repentina. Sabía perfectamente que su padre no hacía amenazas en vano. A pesar de ello hizo un amago, aunque tímido, por negarlo, tal como ya había hecho antes.

—Pero si yo jamás… Quiero a Felicity como a una prima de sangre…

Pero Harold ya se había dado la vuelta para dirigirse a la antecámara del camarote principal, donde había varios miembros del pasaje charlando. Para él la conversación había terminado. Dejó a su hijo con la palabra en la boca.